—¿Qué coño ha pasado?
Con Nyberg, que era un excelente técnico criminal, no resultaba fácil trabajar, y ello debido a su proverbial malhumor. En cualquier caso, no parecía haber comprendido que se trataba de un colega. De un colega muerto. ¿Acaso Martinson había olvidado aclarárselo?
—Escucha…, ¿sabes dónde estás? —preguntó Wallander, cauteloso.
Nyberg lo miró colérico.
—Sólo sé que me han llamado para acudir a un apartamento de la calle Lilla Norregatan —repuso—. Pero, la verdad, Martinson estaba bastante alelado cuando llamó. ¿De qué se trata?
Wallander lo observó con gravedad y Nyberg se calmó al ver su mirada.
—Se trata de Svedberg. Está muerto. Al parecer, lo han asesinado.
—¿Qué dices? ¿Kalle? —inquirió incrédulo.
Wallander asintió y notó que se le hacía un nudo en la garganta. Nyberg era uno de los pocos que llamaban a Svedberg por su nombre de pila. Es más, se llamaba Karl Evert, pero Nyberg, cariñosamente, lo había llamado Kalle.
—Está ahí dentro —prosiguió Wallander—. Alguien le ha disparado con una escopeta de cartuchos. En plena cara.
Nyberg contrajo el rostro.
—Como es natural, no tengo que decirte el aspecto que tiene.
—No —admitió Nyberg—. No tienes que decirme nada.
Nyberg entró, pero también él retrocedió al llegar al umbral. Wallander aguardó unos segundos, como para dar a Nyberg la oportunidad de asimilar lo que veía. Luego se acercó a él despacio y le dijo:
—He de hacerte una pregunta, una pregunta crucial. Como ves, la escopeta está a casi dos metros del cuerpo. Mi pregunta es: ¿podría haber ido a parar ahí el arma si Svedberg se hubiese suicidado?
Antes de responder, Nyberg reflexionó un instante.
—No. Es imposible. Si uno sostiene un arma entre las manos y la apunta contra sí mismo, no puede luego lanzarla tan lejos. Imposible.
Durante una fracción de segundo, el inspector sintió un indescriptible alivio. Aquello quería decir que Svedberg no se había pegado un tiro. La gente empezaba a amontonarse en la entrada. Había llegado el forense, y también Hanson. Uno de los técnicos estaba abriendo su maletín en medio de las sillas volcadas.
—Prestadme atención un momento —rogó Wallander—. He de deciros que quien está ahí dentro es el inspector Svedberg. Está muerto. Y ha sido asesinado. Quiero que estéis preparados para un golpe tremendo. Todos lo conocíamos. Y ahora lo lloramos. Era nuestro colega y amigo. Eso lo hace todo mucho más difícil.
Al enmudecer, lo invadió la impresión de que tendría que haber dicho algo más. Pero las palabras no acudían a sus labios. Volvió a la cocina mientras Nyberg y sus colegas se ponían manos a la obra. Lisa Holgersson seguía sentada en la silla.
—Tengo que llamar a su prima, si es que es su familiar más próximo.
—Si quieres, puedo llamarla yo, que la conozco —se ofreció Wallander.
—Ponme en antecedentes. ¿Qué ha ocurrido exactamente?
—Para eso necesito a Martinson. Voy a buscarlo.
Wallander salió al descansillo. La puerta del apartamento de enfrente estaba entreabierta y llamó antes de entrar. Vio a Martinson en la sala de estar, con otras cuatro personas, dos hombres y dos mujeres.
Tres de ellos iban en pijama y bata. El inspector le indicó a Martinson que lo siguiera.
—¿Les importaría esperar aquí un momento? —les pidió Wallander a los vecinos en tono de disculpa.
Entraron en la cocina. Martinson estaba muy pálido.
—A ver, recapitulemos —propuso Wallander—. ¿Quién fue el último que vio a Svedberg?
—Pues creo que fui yo —señaló Martinson—. Si es así, fue el miércoles por la mañana, a eso de las once, en el comedor.
—¿Qué impresión te dio?
—Dado que nada me llamó la atención, supongo que estaba normal.
—Después me llamaste a mí, por la tarde, y quedamos en que nos reuniríamos los tres el jueves por la mañana.
—Sí y, de hecho, fui al despacho de Svedberg después de colgar, pero no estaba. En recepción me dijeron que se había marchado y que ya no volvería.
—¿A qué hora se marchó?
—Eso no lo pregunté.
—¿Qué hiciste después?
—Lo llamé a su casa, pero saltaba el contestador, así que le dejé un mensaje para informarle de que al día siguiente, el jueves, había una reunión. Luego lo llamé varias veces, ya lo sabes, pero nunca contestó. Wallander reflexionó un instante.
—Es decir, que Svedberg dejó la comisaría en algún momento de la tarde del miércoles. Hasta ese momento todo parece normal. El jueves no vino a trabajar, lo cual es muy extraño. Al margen de que hubiera oído tu mensaje en el contestador o no, él nunca dejaba de ir al trabajo sin avisar antes.
—Eso implica que quizá lo mataran el mismo miércoles por la tarde —concluyó Lisa Holgersson.
Wallander se preguntaba dónde estaba la frontera entre lo normal y lo anormal, pues ése era, precisamente, el punto que estaban buscando, cuando, de pronto, le empezó a rondar otra idea por la cabeza: un comentario de Martinson, quien le había asegurado que su contestador estaba averiado.
—¡Espera un momento! —exclamó mientras salía de la cocina.
Entró en el despacho de Svedberg, le echó una ojeada al contestador, que estaba sobre la mesa, y continuó hacia la sala de estar. Allí estaba Nyberg, inclinado sobre la escopeta. Wallander le indicó que lo siguiese hasta el despacho.
—Me gustaría escuchar los mensajes del contestador, pero no quiero borrar ninguna huella.
—Podemos rebobinar la cinta hasta el comienzo —aseguró Nyberg.
A una señal de Wallander, y con las manos enfundadas en sus guantes de plástico, pulsó el botón para escuchar la cinta.
Había tres mensajes, todos ellos de Martinson, que había dicho la hora a la que llamaba en cada uno de ellos. Salvo eso, nada más.
—También me gustaría oír el mensaje que Svedberg había grabado en el contestador —solicitó Wallander.
Nyberg pulsó entonces otro de los botones.
Wallander, al igual que el técnico, se sobresaltó al oír la voz de Svedberg.
«En este momento no estoy en casa. Puedes dejar un mensaje después de la señal».
Eso era todo.
Wallander regresó a la cocina.
—Tus mensajes estaban registrados en la cinta, pero, como es lógico, nunca sabremos si llegó a escucharlos.
Los tres reflexionaron en silencio sobre lo que había dicho Wallander.
—¿Qué dicen los vecinos? —preguntó el inspector.
—Nadie ha oído nada —aseguró Martinson—. Es muy curioso, nadie ha oído ningún disparo. Y eso que todos estaban en casa, más o menos.
Wallander frunció el entrecejo.
—Eso no tiene sentido.
—Seguiré hablando con ellos, a ver si averiguo algo más —dijo antes de marcharse.
Otro agente entró en la cocina.
—Ahí fuera hay un periodista —anunció.
«¡Joder!», exclamó Wallander para sus adentros, al saber que alguien había hablado ya con la prensa. Miró a Lisa Holgersson.
—Antes tenemos que hablar con los familiares —le advirtió ella.
—Sí, pero no podremos mantenerlo en silencio más allá de mañana al mediodía —señaló Wallander. Se volvió hacia el policía, que aguardaba una respuesta—. Por ahora, no hay comentarios —le dijo—. Tendrán información mañana, en la comisaría.
—A las once —precisó Lisa Holgersson.
El policía desapareció. En ese momento, Nyberg lanzó un rugido en la sala de estar; después volvió a reinar el silencio. Sabían que tenía un carácter fuerte, pero sus accesos no duraban demasiado. Wallander entró en el despacho y recogió del suelo un listín de teléfonos. Sentado a la mesa de la cocina, se aplicó a buscar el número de teléfono de Ylva Brink. Lanzó una mirada interrogante a Lisa Holgersson.
—Llama tú —se limitó a decir ella.
No había nada que le costase más que comunicar un fallecimiento repentino a un familiar de la víctima. Siempre que podía, procuraba ir acompañado de un capellán; sin embargo, pese a haberse visto obligado a hacerlo solo en un buen número de ocasiones, nunca había llegado a acostumbrarse. Aunque Ylva Brink era sólo prima de Svedberg, no por ello iba a resultarle menos duro. Temblando de miedo, sentía que la tensión crecía en su interior a cada señal de llamada.
Al cabo de un instante, saltó el contestador. Aquella noche debía de estar de guardia en la sección de maternidad.
Wallander colgó el auricular al tiempo que le venía a la mente la imagen de aquella otra noche en que él mismo y Svedberg la habían visitado en el hospital, hacía ya casi dos años.
Ahora Svedberg estaba muerto, y Wallander todavía no acababa de creérselo.
—Estará trabajando —aclaró—. Tendré que ir al hospital y hablar con ella personalmente.
—Así es, mucho me temo que ya no podemos esperar más —admitió Lisa Holgersson—. Quizá tuviera otros parientes, más próximos que una prima, de los que nada sabemos.
Wallander comprendió que tenía razón.
—¿Quieres que te acompañe? —se ofreció Lisa.
—No, no hace falta.
Habría preferido que lo acompañase Ann-Britt. Entonces, al pensar en ella, cayó en la cuenta de que nadie la había llamado para informarla. En realidad, su colega debería estar allí.
Lisa Holgersson se levantó y salió de la cocina. Wallander se sentó en la silla que ella había dejado libre y marcó el número de Ann-Britt. Contestó un hombre con voz somnolienta.
—Tengo que hablar con Ann-Britt. Soy Wallander.
—¿Quién?
—Kurt Wallander, de la policía.
La voz del hombre, que seguía medio dormido, sonaba ahora irritada.
—¿De qué cojones está hablando?
—¿No es éste el número de Ann-Britt Höglund?
—¡La única mujer que vive en esta casa se llama Alma Lundin! —vociferó el hombre antes de colgar.
A Wallander casi le pareció oír el golpe del auricular contra el aparato. En fin, que había marcado un número equivocado. Volvió a marcar, más despacio esta vez, y entonces sí oyó la voz de su colega, que respondió a la segunda señal de llamada. Con la misma rapidez que Lisa Holgersson.
—Soy Kurt.
Se la oía muy despierta, tal vez ni siquiera estaba durmiendo. Cabía la posibilidad de que los problemas la hubiesen mantenido en vela y, en tal caso, se dijo Wallander, él llamaba para darle otro más.
—¿Qué ha ocurrido?
—Svedberg ha muerto. Asesinado, con toda probabilidad.
—No puede ser.
—Por desgracia, así es. En su casa, en Lilla Norregatan.
—Sé dónde queda esa calle.
—¿Vas a venir?
—Ahora mismo.
Wallander colgó y permaneció sentado a la mesa. Uno de los técnicos policiales se asomó por la puerta de la cocina. Wallander le hizo señas de que se retirase. Necesitaba pensar. No durante mucho tiempo, sino sólo unos minutos. Y, en efecto, durante esos escasos minutos comprendió que había algo muy extraño en todo aquello. Algo que no encajaba en absoluto. Sin embargo, habría sido incapaz de decir de qué se trataba.
El técnico volvió a la cocina.
—Nyberg quiere hablar contigo.
Wallander se levantó y entró en la sala. Del trabajo que allí se estaba realizando emanaba una sensación tortuosa y desagradable. En las investigaciones, siempre habían contado con Svedberg y, aunque no tenía una personalidad arrolladora, sí era muy querido. Pero ahora yacía allí muerto.
El médico, arrodillado, se inclinaba sobre el cadáver. De vez en cuando, el flash de una cámara iluminaba la habitación. Nyberg tomó unas notas y se acercó a Wallander, que se había quedado en el umbral.
—¿Sabes si Svedberg tenía armas?
—¿Lo dices por la escopeta?
—Sí.
—No lo sé, pero no puedo creer que le gustase la caza.
—Es que me resulta muy extraño que el autor del crimen haya dejado el arma aquí.
Wallander se mostró de acuerdo, pues también él había reparado en ese detalle desde el principio.
—¿Has notado alguna otra cosa rara?
Nyberg entornó los ojos.
—Yo creo que, cuando a un colega le vuelan la cabeza, todo es muy extraño.
—Sabes bien a qué me refiero. —Sin esperar respuesta, el inspector se dio media vuelta y se marchó; al llegar a la entrada, se topó con Martinson, que se disponía a entrar—. ¿Cómo va la cosa? ¿Tenemos alguna idea de la hora?
—Nadie ha oído nada. Sin embargo, si lo he entendido bien, desde el lunes siempre ha habido alguien en el edificio. Las veinticuatro horas. Si no en esta misma planta, en la de abajo.
—¿Y nadie ha oído nada? ¡Eso es imposible!
—En el piso de abajo vive una maestra jubilada que parece algo sorda, pero los demás no tienen problemas de oído.
Wallander apenas daba crédito a lo que oía. Alguien tenía que haber oído la detonación. O las detonaciones.
—Tendrás que seguir indagando. Yo he de acercarme al hospital. ¿Recuerdas a Ylva Brink, la prima de Svedberg, la comadrona? Al parecer es su único familiar.
—¿No tenía una tía por Västergötland?
—Tendré que preguntárselo a Ylva.
El inspector bajó las escaleras. Necesitaba salir al aire libre.
Ante el portal aguardaba un periodista. Wallander lo reconoció; era del diario
Ystads Allehanda
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—Aquí está pasando algo, ¿verdad? Todas las brigadas movilizadas a medianoche, en una casa en la que vive un policía de la brigada criminal llamado Karl Evert Svedberg…
—No puedo decir nada —atajó Wallander—. A las once habrá una rueda de prensa en la comisaría.
—¿No puedes o no quieres decir nada?
—La verdad es que no puedo decir ni una palabra.
El periodista, que se llamaba Wickberg, asintió.
—Eso significa que alguien ha muerto, ¿no es así? Y no puedes decir nada porque antes tienes que informar a los familiares. ¿Me equivoco?
—En tal caso, podría haber usado el teléfono.
Wickberg sonrió, sin antipatía, pero con decisión.
—Eso no se hace así. Primero suele llamarse a un capellán, si es que hay alguno disponible. O sea, que Svedberg está muerto, ¿no?
Wallander se sentía demasiado agotado para enfadarse.
—Lo que creas adivinar o lo que sospeches no tiene la menor importancia. Mañana a las once habrá una rueda de prensa. Ni yo ni nadie dirá una palabra antes de esa hora.
—¿Y adónde vas ahora?
—A dar un paseo para despejarme.
Dicho esto, echó a andar por la calle Lilla Norregatan. Varias manzanas más allá, se dio la vuelta y comprobó que Wickberg no lo seguía. Giró entonces a la derecha por la calle Sladdergatan y luego a la izquierda por Stora Norregatan. Se dio cuenta de que tenía sed. Y ganas de orinar. Puesto que no se oía ningún coche, se puso a orinar contra una fachada, antes de continuar.