Se quedó totalmente inmóvil, contuvo la respiración e hizo un esfuerzo por descubrir qué podía ser. Nada afloraba a su mente. Nyberg se levantó y ambos se miraron un instante.
—¿Tú entiendes algo? —inquirió Wallander.
—No. A mí me parece un cuadro muy extraño.
Wallander lo miró interrogante.
—¿Qué quieres decir con «un cuadro»?
Nyberg se sonó la nariz y después dobló con pulcritud el pañuelo.
—Todo está patas arriba —explicó—. Las sillas volcadas, los cajones por los suelos, papeles y objetos de porcelana tirados por doquier… Pero a mí me da la sensación de que hay demasiado desorden.
Wallander lo comprendió enseguida. La verdad es que a él no se le había ocurrido pensar en eso.
—¿Quieres decir que todo esto puede haber sido amañado?
—Sí. Pero, en fin, es sólo una suposición.
—¿Y que es, exactamente, lo que te hace pensar que este caos no es natural?
Nyberg señaló un pequeño gallo de porcelana que había en el suelo.
—Es de suponer que antes estaba en esa estantería —dijo al tiempo que señalaba el mueble—. Dónde mejor, ¿no crees? Muy bien. Supongamos que fue a parar al suelo mientras alguien removía y sacaba a tirones los cajones, pero ¿cómo pudo llegar hasta aquí?
Wallander asintió: comprendía el razonamiento de su compañero.
—No me cabe la menor duda de que hay una explicación lógica —concluyó Nyberg—. Pero esa explicación tendrás que hallarla tú.
Wallander no pronunció una palabra. Permaneció en el salón unos minutos antes de abandonar el apartamento. Cuando bajó a la calle, ya había amanecido. Vio un coche de la policía estacionado ante la puerta, si bien la acera estaba despejada de curiosos. Supuso que los agentes habían recibido instrucciones de no hacer comentarios sobre lo acontecido.
Respiró hondo, inmóvil, un par de veces. A todas luces, se anunciaba un hermoso día de finales de verano.
En ese momento y por primera vez, sintió que cobraba conciencia de hasta qué punto lo abatiría la ausencia de Svedberg. Y ello al margen de que esa añoranza fuese auténtica; lo cierto era que esa ausencia sería como un recordatorio de su propia condición mortal. También sentía miedo, pues la muerte lo había rozado de nuevo. No obstante, no había sido como cuando murió su padre, sino de un modo bien distinto. Y eso le provocaba un profundo temor.
Eran ya las seis y veinticinco de la mañana del viernes 9 de agosto. Wallander se dirigió lentamente a su coche. Una hormigonera empezaba a traquetear a lo lejos.
Diez minutos después, abría las puertas de la comisaría.
Apenas dieron las ocho, los agentes entraron en la sala de reuniones y guardaron un improvisado minuto de silencio. Lisa Holgersson había encendido una vela que ardía ante la silla en la que solía sentarse Svedberg. Acudieron todos los que se encontraban aquella mañana en la comisaría, sumidos en el dolor y el abatimiento. El discurso de Lisa Holgersson no fue muy largo. Le costaba dominarse, y todos los presentes rogaban en silencio por que llegase al final sin venirse abajo, ya que temían no poder resistirlo ellos mismos. Se produjo un nuevo silencio. En la mente de Wallander bailoteaban, inquietas, algunas imágenes. Ya le costaba recordar con precisión el rostro de Svedberg. Pensó en todo lo que había sentido cuando murió su padre, y también, años antes, cuando falleció Rydberg. «Uno puede recordar a los muertos, claro está», reflexionó, «pero, en realidad, es como si nunca hubiesen existido».
Poco a poco los agentes abandonaron la reunión celebrada en memoria del compañero. Sólo quedaron los integrantes de la brigada de investigación criminal y Lisa Holgersson. Se sentaron en torno a la mesa. La llama de la vela se agitó cuando Martinson cerró una de las ventanas. Wallander miró inquisitivo a Lisa Holgersson, pero ella negó con la cabeza, dándole a entender que ahora era su turno.
—Todos estamos cansados —comenzó el inspector—, indignados, conmovidos y algo desorientados. Ha sucedido lo que más temor nos infunde precisamente a nosotros. Por lo general, nos dedicamos a investigar robos, en ocasiones crímenes violentos que afectan a personas ajenas a nuestro círculo. En cambio, ahora, nos ha ocurrido a nosotros mismos. Pese a todo, hemos de procurar pensar en lo que hacemos como si se tratase de cualquier persona. —Hizo una pausa y paseó la mirada a su alrededor, pero nadie pronunció palabra—. Resumamos lo que tenemos —prosiguió— antes de planificar la investigación. No sabemos mucho. En algún momento, entre el miércoles por la tarde y el jueves por la noche, alguien disparó a Svedberg en su propio apartamento. Y ese alguien entró por la puerta sin, aparentemente, necesidad de forzarla. Podemos suponer que el arma que había en el suelo es el arma del crimen. A juzgar por el aspecto del apartamento, el móvil parece haber sido el robo, lo que indica que Svedberg tuvo que enfrentarse a un ladrón armado. No sabemos si todo esto es cierto, es sólo una posibilidad. No obstante, debemos tener presente que puede haber otras explicaciones. Hemos de considerar una amplia gama de posibilidades, sin aferrarnos a detalles nimios. Pero no podemos ignorar el hecho de que Svedberg era policía, ya que puede ser relevante, aunque no forzosamente. Asimismo, desconocemos la hora en que se cometió el crimen. De hecho, el que ninguno de los vecinos haya oído los disparos resulta desconcertante. Pero tendremos que esperar a ver qué nos dicen los forenses de Lund. —Se sirvió otro vaso de agua y lo apuró de un trago antes de continuar—. Y esto es cuanto sabemos. Sólo queda añadir que, el jueves, Svedberg no se presentó en la comisaría. Quienes lo conocemos sabemos que eso es algo muy raro. Tampoco llamó para justificar su ausencia. La única razón lógica es que le fue imposible llamar. Y todos imaginamos lo que eso significa.
Nyberg hizo una señal a Wallander.
—Yo no soy médico forense —intervino—, pero dudo mucho de que muriese el miércoles.
—Es decir, que también hemos de hacernos esta otra pregunta —prosiguió Wallander—: ¿Qué le impidió a Svedberg acudir ayer al trabajo? ¿Por qué no llamó para avisar? ¿Cuándo fue asesinado? —Wallander relató a continuación su conversación con Ylva Brink—. Salvo la información que me proporcionó acerca del otro pariente de nuestro colega, Ylva mencionó otro detalle del que tomé nota. Según ella, últimamente Svedberg se había quejado de lo agotado que se sentía, a pesar de que acababa de volver de vacaciones. La verdad, no alcanzo a comprenderlo. Máxime cuando en su tiempo de descanso no solía emprender viajes aventurados ni nada parecido.
—¿Alguien sabe si salió de Ystad alguna vez en su vida? —quiso saber Martinson.
—En contadas ocasiones. A veces hacía algún viaje a Bornholm, ida y vuelta el mismo día. O tomaba el transbordador a Polonia, cosa que también me confirmó su prima. Por lo demás, dedicaba su tiempo libre a estudiar la historia de los indios americanos y a contemplar las estrellas. Según Ylva Brink, poseía un telescopio profesional que guardaba en su despacho. Sin embargo, no lo hemos encontrado.
—¿No le gustaba observar los pájaros? —recordó Hanson, que había guardado silencio hasta el momento.
—Sí, pero al parecer se trataba de un pasatiempo menor —aseguró Wallander—. En lo que concierne a sus aficiones, creo que podemos confiar en la información que nos ha facilitado su prima, que lo conocía bastante bien. O sea, que sobre todo le interesaban los indios americanos y las estrellas. —El inspector miró a su alrededor—. ¿Por qué se sentía agotado? ¿Qué quiere decir exactamente que estuviese cansado a causa del trabajo? Quizás eso no revista la menor importancia, pero no puedo evitar pensar que quizá tenga algún significado.
—Yo he investigado, antes de la reunión, qué caso tenía entre manos —intervino Ann-Britt—. Precisamente antes de irse de vacaciones, se entrevistó con los padres de los jóvenes desaparecidos.
—¿Qué jóvenes desaparecidos? —se sorprendió Lisa Holgersson.
Wallander le explicó brevemente el asunto, y Ann-Britt prosiguió:
—Los dos últimos días antes de tomarse las vacaciones, visitó a las familias Norman, Boge y Hillström. Sin embargo, no he encontrado nota alguna acerca de dichas entrevistas. Incluso busqué en los cajones de su escritorio.
Wallander y Martinson se miraron llenos de asombro.
—Eso no tiene mucho sentido —observó Wallander—. Ya habíamos reunido a las tres familias y las habíamos interrogado a fondo, y en ningún momento acordamos entrevistarlas una a una, pues no vimos indicio alguno de que se hubiese cometido un delito.
—Pues estoy segura —insistió Ann-Britt—. Hasta anotó la hora de cada cita en su calendario.
Wallander meditó un instante.
—Lo que significa que lo hizo por propia iniciativa, y sin informarnos de ello.
—Eso tampoco era muy propio de él —apuntó Martinson.
—No —confirmó Wallander—. Es tan extraño como el hecho de que faltase al trabajo sin avisar.
—En fin, es bastante fácil de comprobar si se entrevistó o no con cada familia —intervino Ann-Britt.
—En efecto —atajó Wallander—, tú misma puedes encargarte de ello. Procura enterarte también de qué les preguntó exactamente.
—En realidad, esta situación es absurda —terció entonces Martinson—. Hemos estado intentando localizar a Svedberg desde el miércoles para tener una reunión acerca de los jóvenes desaparecidos. Y precisamente ahora que él ya no está entre nosotros, empezamos a hablar de ellos.
—¿Ha habido alguna novedad al respecto? —quiso saber Lisa Holgersson.
—Ninguna, salvo que la angustia de una de las madres crece por momentos. ¡Ah, sí! Y que ha recibido otra postal de su hija.
—Pero, eso debería interpretarse como una buena noticia, ¿no?
—Sí, si no fuese porque ella asegura que esa postal no la ha escrito su hija; que la postal es falsa.
—¿Por qué habría de serlo? —preguntó Hanson—. ¿Quién iba a falsificar una postal? Si se tratase de un cheque, tendría sentido, pero ¿una postal?
—Creo que no debemos mezclar los dos casos —aconsejó Wallander—. Será mejor que empecemos por planificar la búsqueda de la persona o de las personas que asesinaron a Svedberg.
—Nada indica que fueran varias —señaló Nyberg.
—¿Podemos estar seguros de eso?
—No.
Wallander dejó caer las manos sobre la mesa.
—En fin, que no podemos estar seguros de nada —concluyó—. Hemos de trabajar sin un punto de partida preciso. La noticia de la muerte de Svedberg se hará pública dentro de unas horas. Para entonces, tenemos que estar en pleno funcionamiento.
—Como es natural, este caso tiene la máxima prioridad —añadió Lisa Holgersson—. Hay que dejar a un lado todo lo que pueda esperar.
—Creo que debemos concretar el tema de la rueda de prensa ahora mismo —intervino Wallander.
—Diremos la verdad, que un policía ha sido asesinado —afirmó Lisa Holgersson—. ¿Tenemos alguna pista?
—No —respondió Wallander sin dudar un segundo.
—Entonces, eso será lo que diremos.
—¿Qué detalles podemos dar? —preguntó Wallander.
—Que le han disparado, y desde una distancia bastante corta. Y que tenemos el arma del crimen. A menos que, por alguna razón técnica de la investigación, sea aconsejable omitir este dato.
—En absoluto —aseguró Wallander mirando a su alrededor.
Nadie opuso ninguna objeción.
Lisa Holgersson se levantó.
—Quiero que participes en la rueda de prensa —le dijo a Wallander—. Tal vez todos deberíais participar… Al fin y al cabo, la víctima era nuestro colega y amigo.
Decidieron que se verían un cuarto de hora antes de que comenzase el encuentro con los periodistas. Lisa Holgersson se levantó y, al abrir la puerta para salir, una corriente de aire apagó la vela, que Ann-Britt volvió a encender.
Repasaron de nuevo lo que sabían y se distribuyeron las primeras tareas. Empezaba a girar la rueda de la investigación.
A punto estaban de dar por acabada la reunión cuando Martinson les pidió que aguardasen.
—Tal vez debamos decidir ya si el caso de los tres jóvenes desaparecidos es uno de los que dejaremos para más adelante.
Pese a que no estaba muy seguro, Wallander comprendió que debía tomar una decisión.
—Sí —resolvió al fin—. Lo dejaremos a un lado, al menos durante los próximos días. Después ya veremos. A menos que descubramos que Svedberg formuló preguntas llamativas desde algún punto de vista.
Eran ya las nueve y cuarto. Después de ir a buscar una taza de café, Wallander entró en su despacho y cerró la puerta tras de sí. Rebuscó en los cajones hasta dar con un bloc de notas. En la primera página, arriba, escribió una única palabra: Svedberg, bajo la cual dibujó una cruz que tachó enseguida. Eso fue todo. Se había propuesto anotar todas las ideas que le habían venido a la mente durante la noche. Sin embargo, no fue capaz de escribir nada. Dejó el bolígrafo, se levantó y se dirigió a la ventana. Hacía una hermosa mañana de agosto. De nuevo le sobrevino la sensación que había experimentado con anterioridad: la sospecha de que, en las circunstancias que rodeaban la muerte de Svedberg, algo no encajaba. A Nyberg le había dado la impresión de que habían preparado el escenario. La cuestión era por qué. Y quién. En el fondo, Wallander deseaba que se tratase de un simple robo con un desenlace trágico para, así, poder descartar cualquier otra hipótesis lo antes posible.
Un hombre que dispara a un policía para luego abandonar el arma en el lugar del crimen… Aquello indicaba que el asesino carecía de autocontrol. Y él sabía por experiencia que ese tipo de delincuentes se dejaban atrapar con mayor facilidad que otros más precavidos. En el mejor de los casos, podrían detectar en la escopeta huellas dactilares que los condujesen de manera inmediata a algún delincuente ya fichado por la policía.
Se sentó de nuevo ante el escritorio y anotó que, entre los objetos personales del colega asesinado, faltaba un telescopio, con toda probabilidad de gran valor. Acto seguido decidió que, una vez finalizada la rueda de prensa, iría a visitar al primo de Svedberg del que le había hablado Ylva, el que vivía a las afueras de Hedeskoga. Por otro lado, inspeccionaría el apartamento una segunda vez, pues se le ocurrió que probablemente había un trastero en el sótano y, tal vez, también un desván en lo alto del edificio.
Buscó en la guía el número de teléfono de Sture Björklund. El hombre tardó bastante en descolgar el auricular. Cuando por fin lo hizo, respondió con su nombre.