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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

Pisando los talones (50 page)

BOOK: Pisando los talones
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—Tengo una misión que encomendarte —anunció Wallander.

Poco a poco, mientras Wallander le refería cuanto habían descubierto en el apartamento de Lena Norman, Martinson fue despabilándose: la idea de tener que ponerse en contacto con los colegas estadounidenses le infundió nuevas energías.

—Lo más importante es que nos hagamos una idea de la estructura y del funcionamiento de la organización. Por supuesto, tendrás que ponerles en antecedentes de lo sucedido aquí, en particular de la muerte de Svedberg y de los cuatro jóvenes. Descríbeles al detalle el aspecto del lugar del crimen; para ello, puedes pedirle a Nyberg alguno de sus planos. Lo que necesitamos saber, ante todo, es si les resulta familiar alguno o varios de los detalles, si se han enfrentado alguna vez a un caso similar. Establecer este contacto resultará crucial para la investigación, estoy convencido. Por supuesto, hablaremos también con la policía europea, pues no creo que la secta sólo se haya extendido por Estados Unidos y Suecia.

Martinson consultó su reloj.

—Imagino que no es la mejor hora del día para ponerse en contacto con ellos, pero puedo intentarlo.

Wallander se levantó y comenzó a recoger los archivadores antes de ir, en compañía de Martinson, a sacar unas copias de los documentos que aún le quedaban por leer.

—Después de las drogas, lo que más me aterra son las sectas —comentó Martinson de pronto—. Me preocupa por mis hijos, ¿sabes? Me inquieta que puedan verse arrastrados a una pesadilla religiosa de la que después no sepan cómo salir y a la que yo no pueda acceder para ayudarles.

—Te comprendo. Hubo un tiempo en que yo sufrí el mismo desasosiego por Linda —confesó Wallander—. Exactamente el mismo.

El inspector no añadió nada más. Tampoco Martinson le preguntó nada. La fotocopiadora dejó de funcionar y Martinson puso un nuevo paquete de folios mientras Wallander pensaba en Svedberg.

—Oye, la denuncia contra Svedberg ante la comisión de justicia, ¿recuerdas que lo comentamos hace unos días? ¿Has averiguado algo más acerca de ello?

Martinson le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Cómo? ¿No has recibido los documentos?

—¿Qué documentos?

—La copia de la denuncia que nos enviaron desde Estocolmo. Junto con la resolución de la comisión.

—¡Vaya! Pues yo no he visto nada.

—¡Pedí que te los dejaran sobre tu mesa!

Mientras Martinson seguía haciendo fotocopias, Wallander fue a echar un vistazo a su despacho. Miró debajo de todos los archivadores que había esparcidos por la mesa, pero no halló ningún documento de la comisión de Justicia. En esas, apareció Martinson con las copias.

—¿Lo has encontrado?

—Pues no. Aquí no hay nada.

Martinson dejó el montón de fotocopias sobre la mesa de Wallander.

—Los papeles tienen una facilidad pasmosa para desaparecer. Cuando todos dispongamos de ordenador, dejarán de ocurrir estas cosas.

—Eso será después de que yo me haya jubilado —replicó Wallander, cuyo escepticismo ante los soportes informáticos parecía inquebrantable.

—Pues en septiembre empezarán las pruebas de MII —le recordó Martinson—. Entonces no te quedará más remedio que aprender informática.

Wallander sabía que MII era una sigla que significaba «Métodos de Investigación Informatizados». Sin embargo, ignoraba por completo lo que aquello implicaría en la práctica. Según las previsiones, la policía se vería liberada, gracias a la informatización, de un mínimo de quinientas horas de trabajo, que podrían dedicar a otras tareas. Pero el inspector se preguntaba cuánto tiempo perderían los policías como él en aprender a utilizar el sistema al máximo rendimiento, en caso de que llegasen a conseguirlo.

Wallander dirigió una mirada sombría al fondo de la papelera que tenía junto al escritorio y leyó la palabra «PRESIÓNDOC» impresa en uno de los papeles que acababa de desechar.

—PRESIÓNDOC —repitió en voz alta—. Eso está relacionado con el nuevo sistema, ¿no es cierto?

—¡Vaya! ¿Lo conoces? —inquirió Martinson sorprendido y satisfecho a un tiempo—. «Sistema de Documentación de Métodos de Presión e Intervención Policial».

—He oído hablar de ello —repuso evasivo.

—Si quieres, te enseño cuando todo esté en marcha, y verás como es mucho más fácil de lo que crees.

Martinson se marchó para regresar al cabo de cinco minutos con unos documentos.

—Aquí los tienes. Se ve que los dejaron en mi despacho por error. Claro, como la gente no presta atención a lo que se le dice…

Dicho esto, desapareció a toda prisa, ansioso por contactar con la policía norteamericana. Wallander supuso que el asunto se canalizaría a través de la Interpol. ¿O estaría Suecia en contacto directo con el FBI? Sus conocimientos sobre relaciones policiales internacionales eran, en efecto, muy limitados, pese a haber colaborado recientemente tanto con la policía sudafricana como con la letona
[9]
. Se sentó dispuesto a leer la denuncia presentada ante la comisión de Justicia contra Karl Evert Svedberg. Databa del 19 de septiembre de 1985, por lo que tenía más de diez años de antigüedad. La denuncia había sido redactada y presentada por un hombre llamado Stig Stridh, con domicilio en Ystad, y mecanografiada en una máquina de escribir en la que no funcionaba la tecla de la letra «e». Sea como fuere, Stig Stridh denunciaba que, la noche del 24 de agosto, su hermano le había agredido en su propio domicilio. El hermano de Stig, que tenía problemas de alcoholismo, había acudido para pedirle dinero. Al recibir una respuesta negativa, se enfureció y pasó de las palabras a las manos. Le partió dos dientes y le causó lesiones en el ojo izquierdo. Después destrozó la sala de estar y se apropió de una cámara fotográfica. Una vez que el hermano hubo desaparecido, Stig llamó a la policía, que envió a dos agentes, uno de ellos llamado Andersson, para que le tomasen declaración de la denuncia. Después, se dirigió al hospital, donde fue atendido de las diversas lesiones. Más tarde, cuando redactó la denuncia para la comisión de justicia, Stig había comenzado ya a visitar a un dentista, que le implantó dos nuevos dientes. El día 26 de agosto, Stig fue citado en la comisaría, donde debía entrevistarse con el policía en prácticas Karl Evert Svedberg, quien le hizo saber que no iniciarían diligencias para abrir una investigación, dada la falta de pruebas acusatorias contra el hermano. Al oír esto, Stig Stridh se indignó y protestó enérgicamente: ¡le había robado una cámara de fotos, había destrozado su sala de estar y dos agentes de la policía habían sido testigos de hasta qué punto él había resultado malherido! Pese a ello, Svedberg había insistido en que no se instruirían diligencias de ninguna clase. Según el denunciante, el policía en prácticas Svedberg no sólo se había mostrado muy desagradable, sino que, además, en tono amenazante, le había advertido de lo elevadas que podrían resultar las costas de un juicio contra el hermano. Así pues, Stig se marchó a su casa y redactó una carta que envió al responsable de la comisaría de Ystad, el comisario jefe Björk, y en la que dejaba constancia de sus quejas por el trato que se le había dispensado. Días después, el policía en prácticas Svedberg lo visitó en su domicilio y, en aquella ocasión, se comportó con el mismo tono intimidatorio que durante el primer encuentro, hasta el punto de atemorizarlo. Sin embargo, tras conversar sobre el asunto con algunos amigos, decidió presentar una denuncia contra el agente en prácticas Svedberg ante la comisión de Justicia, denuncia que concluía de aquel modo y firmaba en el lugar y la fecha indicados.

Wallander leyó el documento con creciente asombro, pues no le cabía en la cabeza que Svedberg se hubiese comportado de aquel modo. Por otro lado, el proceder de su colega se le antojaba extrañísimo. De hecho, concurrían todas las circunstancias necesarias para iniciar el procedimiento judicial y para permitir que el fiscal llamase a declarar al hermano. Continuó hojeando el informe, que incluía la respuesta que la comisión había exigido a Svedberg, fechada el 4 de noviembre de 1985. En su réplica, muy sucinta, su colega venía a decir que él no había hecho más que seguir los habituales trámites procedimentales. Y negaba rotundamente haber adoptado un tono intimidatorio o haberse conducido de forma contraria a la buena práctica policial.

Finalmente, completaba el informe el dictamen de la comisión de Justicia, desestimatorio de la reclamación de Stig Stridh y contrario al inicio de cualquier trámite.

Meditabundo, con el entrecejo fruncido, Wallander dejó los documentos sobre el escritorio. Poco después se levantó y fue al despacho de Martinson, que escribía sentado ante el ordenador.

—¿Recuerdas algo del caso de Stridh, el que provocó la denuncia contra Svedberg?

Martinson meditó un instante antes de responder.

—Recuerdo vagamente que a Svedberg no le gustaba hablar del tema. Y, claro está, que se sintió aliviado con la resolución de la comisión.

—Pues si Stridh dijo la verdad, la conducta de Svedberg resulta incomprensible.

—Ya, pero él pensaba lo contrario.

—Mañana mismo tenemos que conseguir esa declaración, la de la denuncia que se redactó la noche del 24 de agosto.

—¿De verdad crees que merece la pena?

—Todavía no lo sé. Uno de los agentes que acudió al domicilio de Stridh aquella noche se llamaba Andersson.

—Sí, Hugo Andersson.

—¿Qué ha sido de él?

—Dejó la policía y empezó a trabajar como jefe de seguridad en una compañía; fue en 1988, si no recuerdo mal. Pero no será complicado dar con su paradero actual.

—En la denuncia presentada por Stridh ante la comisión no se cita el nombre del otro agente, pero sin duda figura en la denuncia que redactaron la noche del 24 de agosto. Sería cuestión de averiguar si hay alguien más que recuerde cualquier detalle relacionado con este asunto.

—Supongo que Björk se acordará de algo.

—Pues hablaré con él. Aunque creo que empezaré por Stig Stridh. Si es que sigue vivo.

—Con franqueza, me cuesta comprender qué importancia puede tener ahora un dictamen de la comisión de justicia de hace once años.

—La conducta de Svedberg me resulta inexplicable —insistió Wallander—. Para empezar, no inicia las habituales diligencias y, además, intimida al agredido. La verdad, me llama mucho la atención. Y lo que buscamos, precisamente, son los rasgos anómalos del carácter de Svedberg.

Con un gesto, Martinson le dio a entender que lo comprendía.

—Recurriré a alguno de los de Malmö —aseguró el inspector. Cuando regresó a su despacho, vio que era más de medianoche.

No había visitado a los padres de Isa Edengren, como pensaba hacer. Ya era demasiado tarde. Se sentó ante el escritorio y empezó a hojear la guía de teléfonos, pero no halló a ningún Stig Stridh entre los abonados. Se disponía a descolgar el auricular para pedir el número al servicio de información cuando se dio cuenta de que no podía con su alma. Lo dejaría para el día siguiente. En aquel momento necesitaba dormir. Cogió su chaqueta y salió de la comisaría. En el exterior soplaba una suave brisa, pero el calor se resistía a remitir. Rebuscó en el bolsillo hasta dar con las llaves del coche y abrió la portezuela. Un estremecimiento repentino lo sobrecogió y lo obligó a volverse a mirar.

Ignoraba qué había podido asustarlo de aquel modo. Aplicó el oído e intentó distinguir algo en la penumbra que envolvía la zona del aparcamiento a la que no llegaba la luz de las farolas.

Por supuesto, no había nadie, de modo que subió al coche.

«El miedo surge de mi interior», se dijo. «Tengo miedo de que el autor de estos crímenes se encuentre cerca.

»Quienquiera que sea, está bien informado.

»Eso es. El horror nace de dentro. El horror ante la idea de que ataque de nuevo».

24

La mañana del sábado 17 de agosto, un persistente tamborileo contra la ventana del dormitorio despertó a Wallander. El reloj que tenía sobre la mesita de noche marcaba las seis y media. Wallander escuchaba el repiqueteo de las gotas de lluvia mientras una tenue luz matinal se filtraba por una rendija de la cortina. Se esforzó por recordar cuándo había sido la última vez que había llovido y resolvió que tuvo que ser antes de la noche en que Martinson y él hallaron a Svedberg muerto en su apartamento, hacía ya ocho días. «Un lapso de tiempo irreal», se dijo. «Ni largo ni corto». Fue a orinar al cuarto de baño, antes de beber su primer vaso de agua en la cocina para, acto seguido, volver a la cama. El temor que había experimentado la noche anterior seguía ahí. Tan impreciso en su origen y tan intenso como entonces.

A las siete y cuarto se había duchado y vestido. Cuando se disponía a desayunar, café y un tomate, la lluvia ya había cesado y el termómetro indicaba que estaban a quince grados. La capa de nubes que cubría el cielo había empezado a rasgarse. Decidió llamar desde el apartamento, en primer lugar a Westin, cuya tarjeta de visita había dejado a mano, y después al servicio de información telefónica para pedir el número de Stig Stridh. Supuso que Westin no haría reparto los sábados, pero que probablemente ya se habría levantado. Con la taza de café en la mano, se fue a la sala de estar y marcó el primero de los tres números que le había facilitado el cartero. Al tercer tono, oyó la voz de una mujer. Wallander se identificó y se disculpó por llamar a una hora tan temprana.

—Iré a llamarlo —aseguró la mujer—. Está fuera, cortando leña.

A Wallander le pareció oír de fondo unos hachazos, que cesaron de repente para dar paso a los gritos de algunos niños. Finalmente, Westin se puso al aparato y lo saludó.

—Estabas cortando leña, ¿no?

—El frío puede presentarse antes de lo que creemos —aclaró Westin—. ¿Qué tal van las cosas? Procuro leer los periódicos y ver los telediarios. La verdad, nunca había prestado tanta atención a las noticias. ¿Sabéis ya quién lo hizo?

—Todavía no. Nos llevará algún tiempo. Pero, antes o después, lo atraparemos.

Westin guardó silencio, como si hubiese detectado el esfuerzo de Wallander por transmitir cierto optimismo, un optimismo infundado y huero, pero no por ello menos necesario. En efecto, los policías pesimistas no eran, precisamente, los que solían resolver los delitos más complicados.

—¿Recuerdas la conversación que mantuvimos camino de Bärnsö? —inquirió Wallander.

—¿Cuál de ellas? —quiso saber Westin—. Si no recuerdo mal, fuimos hablando durante toda la travesía, entre los distintos embarcaderos.

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