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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

Pisando los talones (53 page)

BOOK: Pisando los talones
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Ya en la calle, a la sombra de un árbol, empezó a leer lo que la mujer había anotado con su letra redondilla y algo infantil. Cuando había leído la mitad de la lista, sus ojos se posaron sobre un nombre que sí conocía.

Bror Sundelius.

Wallander contuvo la respiración.

Por fin había dos datos relacionados entre sí en aquel caso. Svedberg, Bror Sundelius, Nisse Stridh. No perfiló más su razonamiento pues, de pronto, empezó a sonar el móvil que llevaba en el bolsillo.

Era Martinson. Le temblaba la voz.

—Ha vuelto a ocurrir —dijo con un hilo de voz—. Lo ha hecho otra vez.

Eran las cinco menos diez del sábado 17 de agosto.

25

Sabía que estaba corriendo un riesgo.

Era la primera vez que se exponía de ese modo. Los riesgos eran para la gente indigna. Él, por su parte, había dedicado su vida a aprender a escabullirse. Pese a todo, no pudo resistir la tentación de retarse a sí mismo. También la cautela era una cuerda que podía saltar si no se tensaba al máximo de vez en cuando.

El riesgo existía, sin duda, pero había calculado que sería mínimo, tan pequeño que podía calificarse de inexistente.

Por otra parte, el objetivo era demasiado tentador. El día en que recogió las invitaciones de boda, apenas si fue capaz de contenerse. La felicidad de aquella pareja era tal que él se sintió como si se hubiese visto expuesto a un abuso humillante. Como así había sido, de hecho.

Después leyó aquella carta que, de entre todas, había resultado decisiva. Cuando supo que, después del enlace en la iglesia y antes de la recepción a los invitados, los recién casados tenían pensado ir a la playa solos con el fotógrafo para hacerse unas fotografías, tomó la decisión. El fotógrafo había sido muy preciso en la carta en la que les había expuesto su propuesta, y había incluido un mapa del lugar exacto que consideraba el más apropiado y que los jóvenes aceptaron más tarde. Así, la idea era que irían a la playa para tomarse las fotografías a las cuatro. Si hacía buen tiempo.

De modo que él se puso en camino hacia el lugar en cuestión. La descripción del fotógrafo era tan detallada que resultaba imposible confundirse. La playa, flanqueada por una zona de acampada, era vasta. En un primer momento dudó de que pudiese ver cumplido su deseo. Sin embargo, ya en el lugar elegido por el fotógrafo, comprendió que el riesgo de que lo descubriesen era insignificante, pues tomarían las fotografías en una zona de elevadas dunas. Claro que habría otras personas en la playa, pero estaba seguro de que se mantendrían apartadas mientras hacían el reportaje.

Su único problema era determinar por dónde aparecería él mismo.

En efecto, la huida iba a ser mucho más fácil, pues apenas mediaban doscientos metros hasta el lugar en el que pretendía ocultar el coche. Si todo salía mal, si lo descubrían y alguien se lanzaba tras él, entonces echaría mano del arma. También cabía la posibilidad de que alguien viese el coche, por lo que tenía preparados tres vehículos alternativos entre los que escoger durante su huida.

Cuando abandonó la playa la primera vez, aún no tenía muy claro por dónde aparecería él. Sin embargo, aquella duda se disipó en su segunda visita al lugar, pues entrevió una posibilidad que se le había pasado por alto en un primer momento y que le permitiría realizar una entrada en escena digna de aquella feliz representación que él se disponía a transformar en tragedia.

Así pues, un buen día, se encontró con todos los cabos atados. Contaba con el tiempo justo. Había localizado ya los coches que debía robar y los lugares en que los estacionaría. El hoyo, que cubriría con un plástico y una capa de arena y en el que ocultaría el arma y la toalla, lo cavaría la noche anterior.

El único detalle del que no podía estar completamente seguro era el tiempo que haría. Aunque, aquel año, agosto había sido un mes de bonanza.

La mañana del sábado 17 de agosto, a hora muy temprana, salió al balcón. Un banco de nubes cargadas de lluvia se alejaba despacio por el cielo. Calculó que, a primera hora de la tarde, habría desaparecido por completo. Todo marcharía según lo previsto. Volvió, pues, a su habitación insonorizada, se tumbó en la cama y repasó de nuevo mentalmente lo que acontecería aquella misma tarde.

A las dos de la tarde eran ya marido y mujer, unidos en matrimonio en la misma iglesia en la que ella se había confirmado hacía nueve años. Aquel sacerdote había fallecido ya, pero su prometido tenía un pariente lejano que era pastor y que se había ofrecido gustoso a casarlos. Todo iba a las mil maravillas, y la iglesia estaba llena de familiares y amigos con los que, una vez tomadas las fotografías, celebrarían una gran fiesta. El fotógrafo estuvo presente durante la ceremonia, tomando fotografías sin cesar y sin dejar de pensar en las más importantes, las que haría en la playa. Ya había utilizado aquel decorado natural en otras ocasiones, pero nunca había tenido tanta suerte con el tiempo como en aquélla.

Llegaron poco antes de las cuatro. Había mucha gente junto a las tiendas de campaña y las caravanas del camping, y la playa estaba salpicada de niños jugando. Un bañista solitario nadaba algo apartado de la orilla, mar adentro. Aparcaron el coche y se dirigieron al lugar elegido por el fotógrafo. Para no ir dando traspiés, la novia se quitó los zapatos, se recogió la falda y se enrolló el velo alrededor del cuello. Al fotógrafo no le llevó más que unos minutos plantar su trípode y disponer la pantalla destinada a reflejar la luz y atenuar las sombras. Nadie los importunaría. A lo lejos se oía el alboroto de los juegos infantiles y la música de una radio del camping. El bañista seguía nadando, más cerca ya de la orilla, pero sin llegar a molestarlos.

Todo estaba listo. El fotógrafo aguardaba junto a la cámara. El novio sostenía un pequeño espejo ante el rostro de la novia para que ésta pudiera retocarse y enderezarse el velo. El bañista se disponía a salir del agua. Había dejado la toalla en la orilla, sobre la arena y, una vez fuera del agua, se sentó, dándoles la espalda. Por el espejo, la novia lo veía juguetear con la arena, como cavando un hoyo con la mano.

Todo estaba, pues, preparado. El fotógrafo les explicó cómo había pensado que se colocasen para las primeras tomas. Los recién casados no sabían si aparecer serios o sonrientes, y el fotógrafo les sugirió que lo más adecuado sería tomar varias fotografías con las dos variantes. No eran más que las cuatro y diez, de modo que tenían tiempo de sobra.

Acababan de hacerse la primera fotografía cuando el hombre que estaba sentado sobre la toalla se levantó y empezó a caminar por la orilla. El fotógrafo se disponía a tomar la siguiente imagen cuando la novia vio que el hombre cambiaba el sentido de su marcha. Entonces la joven alzó la mano, en el instante en que el fotógrafo iba a pulsar el botón, indicándole que era mejor aguardar hasta que el hombre, que, toalla en mano, se encaminaba hacia el lugar donde ellos se encontraban, hubiese pasado. El fotógrafo sonrió al bañista antes de concentrarse de nuevo en la feliz pareja, y el bañista le devolvió la sonrisa. Pero, al mismo tiempo, alzó la toalla que envolvía el arma y disparó al fotógrafo en la nuca. Después, se adelantó raudo unos pasos y disparó a los novios. Tan sólo se oyeron unos chasquidos sordos. Miró a su alrededor. No había un alma. Nadie había visto nada.

Entonces caminó con tranquilidad hasta detrás de la duna más Próxima, Allí no podían verlo desde el camping. Después, echó a correr hasta llegar al coche, subió a él y se marchó.

No le había llevado ni dos minutos. Notó que tenía frío. Ése era, de hecho, otro de los riesgos que corría: el de pillar un resfriado. Pero no había sido capaz de vencer la tentación de surgir de las aguas como el ser inalcanzable que realmente era.

No bien entró en Ystad, se detuvo para ponerse el chándal que llevaba en el asiento de atrás.

Y se quedó esperando.

Tardaron más tiempo del que él había calculado en descubrir lo ocurrido. ¿Quién se los habría encontrado? ¿Alguno de los niños que jugaban en la playa, o alguien del camping que había salido a dar un paseo? Llegado el momento, podría leer los detalles en los periódicos.

Pero, al fin, oyó a lo lejos las sirenas, que se aproximaban con rapidez. Eran ya las cinco menos tres minutos cuando vio pasar los coches a toda velocidad, seguidos de una ambulancia. Ganas le dieron de saludarlos con la mano, pero logró contenerse. Después, se marchó de allí. Una vez más, había llevado a cabo su plan y lograba escapar, digno y tranquilo.

Con las sirenas ululando a todo volumen, un coche patrulla fue hasta donde Wallander se encontraba, a la sombra del árbol que se alzaba a la puerta de la casa de Rut Lundin, y lo recogió. Los primeros datos que le dieron fueron desconcertantes y contradictorios. Se le cortó la comunicación con Martinson y los policías que habían recibido órdenes de ir a buscarlo tan sólo sabían que debían llevarlo a Nybrostrand. Por la radio del coche patrulla supo que había varios muertos. Sentado en el asiento trasero, intentó sin éxito restablecer el contacto telefónico con Martinson, cuyas palabras retumbaban en su cabeza: «Ha vuelto a ocurrir».

Sí, eso era lo que él tanto temía. Cerró los ojos y trató de respirar de forma acompasada. Los alaridos de las sirenas le martilleaban el cerebro. El coche zumbaba cortando veloz el aire. Una vez en Nybrostrand, giraron a la derecha y tomaron un camino, apenas un sendero. Un poco más allá, Wallander vio que Martinson y Ann-Britt Höglund salían de un coche aparcado. Abrió la puerta con el vehículo aún en marcha. Al apearse, observó a una mujer que lloraba con el rostro oculto entre las manos. Llevaba pantalones cortos y, en la camiseta, una inscripción a favor de la incorporación de Suecia a la OTAN.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber enseguida Wallander.

El desconcierto reinaba entre los del camping que, conmocionados, se hacían señas unos a otros al tiempo que corrían hacia las dunas. Wallander fue el primero en llegar, para detenerse en seco. De nuevo aquella pesadilla. En un primer momento, no atinó a identificar lo que se ofrecía a su vista. Pero muy pronto comprendió que allí había tres personas tendidas y muertas. Y, sobre un trípode, la cámara.

—Una pareja de recién casados —acertó a oír que decía Ann-Britt Höglund.

Wallander se aproximó un poco más y se arrodilló. Los tres habían recibido disparos de bala. Los novios, en medio de la frente. El velo blanco de la joven estaba teñido de sangre. Con cuidado, le tocó el brazo desnudo y comprobó que aún estaba caliente. Después se levantó despacio, deseando que no le sobreviniese el vértigo. Entonces vio que tanto Hanson como Nyberg estaban ya allí, y se dirigió hacia ellos.

—Ha vuelto a suceder. Y, además, es muy reciente. ¿Hay alguna pista, alguien que haya visto algo? ¿Quién descubrió los cadáveres?

Pero todos parecían paralizados, como si esperasen que él mismo les explicara lo ocurrido o que tuviese las respuestas a las preguntas que acababa de formular.

—¡Vamos, moveos! —rugió—. ¡Esto acaba de ocurrir, así que ahora tenemos que atraparlo!

Así acabó con aquel bloqueo momentáneo de sus agentes. Por su parte, en escasos minutos se hizo una idea clara de lo sucedido. Una pareja de recién casados había acudido a las dunas en compañía de un fotógrafo. Uno de los niños que jugaban en la playa se apartó del grupo para ir a orinar, descubrió los cadáveres y, gritando, echó a correr hacia la zona de acampada. Ninguno de los veraneantes había oído los disparos, ni tampoco habían visto a nadie abandonar el lugar. Varios testigos aseguraron que sólo habían visto bajar hasta la playa a la pareja y al fotógrafo. Hanson y Ann-Britt Höglund se afanaban por combinar todos aquellos datos en medio de la agitación y el desconcierto de los acampados. Martinson organizó los cordones policiales mientras Wallander analizaba la información junto con Nyberg, sin cesar de preguntar por qué no había llegado ninguna patrulla con perros policía. Cuando Edmunsson se presentó por fin, acompañado de su perra
Kall
, Hanson y Ann-Britt Höglund, tratando de aislarse del caos que reinaba, intentaron establecer una primera versión sensata de lo que podía haber ocurrido.

—Algunos de los niños vieron a un bañista —informó Hanson—. Aseguran que salió del agua, se sentó un instante sobre la arena y después desapareció.

—¿Desapareció? —repitió Wallander sin lograr ocultar del todo su impaciencia.

—Una mujer que estaba tendiendo ropa junto a su caravana vio acercarse a la pareja —intervino Ann-Britt Höglund—. Ella también creyó ver a un hombre nadando. Pero cuando volvió a mirar, al cabo de un rato, había desaparecido.

Wallander meneó la cabeza.

—¿Qué significa que había desaparecido? ¿Qué se ahogó? ¿Qué se enterró en la arena?

Hanson señaló hacia la orilla, un poco más abajo del lugar en que yacían los cuerpos sin vida de los novios y el fotógrafo.

—Al parecer, estuvo sentado ahí —explicó—. Al menos, eso dice aquel chaval que, la verdad, parece digno de crédito.

Bajaron hasta la orilla y Hanson corrió en busca de un niño moreno que estaba con su padre. Wallander les pidió que dieran un rodeo, para evitar que pisasen alguna huella y dificultasen así la tarea del perro. En efecto, alguien había estado sentado sobre la arena, y descubrieron una zona de tierra removida, como restos de un pequeño hoyo practicado con la mano, y un plástico rasgado. Wallander llamó a Edmunsson y a Nyberg.

—Este trozo de plástico me recuerda algo —apuntó Wallander. Nyberg asintió.

—Cierto. Tal vez sea del mismo tipo del que encontramos en el parque.

Wallander se volvió hacia Edmunsson.

—A ver, deja que la perra olfatee esto —propuso—. Y ya veremos si se pone a buscar.

El agente se apartó con el perro, que estaba muy excitado. Tras olfatear el plástico, echó a correr de inmediato hacia las dunas, para girar luego hacia la izquierda. Wallander y Martinson los seguían de lejos. El perro, muy nervioso, fue husmeando hasta llegar a un desvío, donde se paró en seco. Ahí acababan las pistas. Edmunsson meneó la cabeza.

—Se marchó en coche —concluyó Martinson.

—Claro, pero un coche que alguien puede haber visto —precisó Wallander—. Pon en marcha a todos los agentes que anden por aquí. Tras una sola pista: un hombre en bañador, toalla de rayas y un coche que estaba aparcado aquí mismo y que se marchó hace una hora, aproximadamente.

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