Stridh lo creyó.
—Bueno, la verdad es que, durante un tiempo, en los años sesenta, estuve comerciando con coches para ganar algún dinero extra. Y hubo un poco de jaleo por un coche que decían que era robado. Pero, por lo demás, nada.
Wallander se conformó con esta respuesta.
—¿Crees que Svedberg conocía a tu hermano de algún encuentro anterior? —prosiguió.
—No me extrañaría. Lo detuvieron tantas veces por embriaguez…
—Entonces, ¿tuviste la sensación de que Svedberg conocía ya a tu hermano?
—La única sensación que tuve era que me dolía la boca. —Stridh tiró de la comisura de los labios y dejó al descubierto dos muelas de la mandíbula superior, que golpeó con el dedo—. Aquí —indicó—. Aquí era donde me dolía.
—Sí, te creo —le dijo Wallander—. Pero volvamos a tu hermano. Y a Svedberg. ¿Tu hermano no te habló nunca de él?
—Jamás. Si no, lo habría recordado.
—¿Cometió algún otro tipo de delitos?
—Seguro que sí. Pero nunca lo detuvieron por otro motivo que no fuese la embriaguez.
Wallander tenía la impresión de que Stridh no mentía, de que, en verdad, no sabía nada acerca de la posible relación entre su hermano y Svedberg, si es que había habido alguna, más o menos velada.
«Es inútil», se rindió. «Es como darse con la cabeza contra la Pared. Esto no me conducirá a ninguna parte».
Decidido a hacerle una visita a Rut Lundin, Wallander dio por finalizada la conversación.
—¿Crees que la viuda estará en casa?
—Sin duda. Lo que no te garantizo es que esté sobria.
Wallander se puso de pie. No veía el momento de abandonar el ambiente asfixiante de aquel apartamento.
—O sea, que tenía yo razón —insistió Stridh mientras lo acompañaba al vestíbulo.
—¿Con respecto a qué?
—A que Svedberg era un imbécil. Como no hemos hallado ninguna otra explicación…
Wallander se volvió hacia él con rapidez y le apuntó con un dedo.
—Has de saber —le advirtió— que alguien le pegó un tiro en mitad de la cara. Con una escopeta. Svedberg era un buen policía que trabajaba, entre otras cosas, para que la gente como tú pueda vivir con cierto grado de tranquilidad. Yo no sé lo que ocurrió hace once años, pero de dos cosas sí estoy convencido: Svedberg era un buen policía y, además, era mi amigo.
Stridh no replicó y Wallander salió dando un portazo que hizo temblar las paredes.
Ya en la calle, respiró hondo, como si quisiera expulsar de sus pulmones todo el aire viciado que había respirado en el apartamento. Eran las nueve y cuarto. Llamó a la comisaría y le comunicó a Hanson que llegaría a las once, a más tardar. Después subió la calle Malmövägen rumbo al que se suponía que era el domicilio de Rut Lundin. Después de lo que había visto en casa de Stridh, esa otra visita lo llenaba de angustia.
Su temor, no obstante, resultó infundado. Para empezar, lo sorprendió el hecho de que la mujer que acudió a abrirle la puerta estuviese sobria, aunque bastante pálida. Por otra parte, el apartamento estaba limpio y ordenado y había varias ventanas abiertas. Rut Lundin era enjuta y de baja estatura, y al sonreír mostraba dos hileras de dientes salpicados de manchas. Wallander intentó ponerse en el lugar de una mujer cuya hija estaba en prisión por atracar bancos. Pero, aunque sospechaba lo doloroso que debía de ser, no lo consiguió.
Rut Lundin lo invitó a sentarse ante la mesa de la cocina y él le aceptó un café. Después fue derecho al grano: le preguntó qué recordaba exactamente de los sucesos acaecidos hacía once años, qué le había comentado su marido de todo aquello y si había oído hablar de un policía llamado Svedberg.
—¿Te refieres al que murió asesinado?
—Efectivamente.
—Sólo sé lo que pasó cuando Nils agredió a su hermano.
—Cuéntame cómo fue.
—Aquella noche, Nils llegó a casa hacia las doce y me despertó. Tenía miedo, creía que había matado a su hermano. Casi se podría decir que estaba ebrio y sobrio al mismo tiempo. Aquello ocurrió en uno de sus peores periodos, pues llevaba varias semanas bebiendo como un cosaco. A veces se ponía muy agresivo, aunque nunca contra mí. En cualquier caso, cuando llegó a casa aquella noche, era consciente de lo que había hecho. Y estaba asustado.
—Según su hermano, le había robado una cámara de fotos.
—Sí, la tiró por el camino, pero no sé si alguien la encontró.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Bueno, dijo que quería huir, y también que conocía a un hombre que podía cambiar su aspecto. Estaba muy nervioso.
—Pero no llegó a marcharse, ¿no es así?
—No fue necesario. Como es natural, al principio yo no sabía qué hacer, hasta que vi que no quedaba más que una salida: llamar a Stig. Y eso hice.
—¿Lo llamaste a medianoche?
—Eso es. Me dije que si contestaba al teléfono, no cabría la menor duda de que estaba vivo. Y lo estaba. Entonces Nils se calmó un poco. A la mañana siguiente, cuando desperté, Nils ya se había marchado y pensé que había ido a buscar algo que beber. Sin embargo, cuando regresó a media mañana, estaba totalmente sobrio. Y, además, de buen humor. Me aseguró que no debíamos preocuparnos por lo sucedido la noche anterior, que había hablado con la policía y que no habría ni denuncia ni consecuencias desagradables de ningún tipo.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿No dijo con qué policías había hablado? ¿Recuerdas si nombró a Svedberg?
—No, creo que no lo nombró. Dijo, simplemente, «la policía», pero no dio nombres.
—¿Y se mostró seguro de que no tramitarían diligencias?
—Bueno, Nils era a veces un poco fanfarrón, así ocultaba su falta de seguridad, ese complejo de inferioridad que los alcohólicos arrastran. «En fin, uno tiene sus contactos», me dijo ufano. «No podríamos sobrevivir si no tuviéramos donde agarrarnos».
—¿Cómo interpretaste tú aquello?
—Pues, la verdad, no lo interpreté de ninguna manera. Simplemente, pensé que, al fin y al cabo, no era tan grave lo que había sucedido Y para mí fue, desde luego, un alivio.
—Es decir, que, por lo que tú sabes, hasta ese momento, Nils no había tenido ningún contacto con Svedberg, ni con cualquier otro policía cuyo nombre tú conozcas.
—Así es.
—¿Qué sucedió después?
—Nada. Nisse volvió a darse a la bebida. Y yo también.
—¿Sabes si continuó pidiéndole dinero prestado a su hermano?
De repente, la mujer ató cabos.
—¡Tú has estado hablando con Stig! —exclamó—, ¿no es así? Y por eso estás aquí.
—No lo negaré.
—¡Vaya! Estoy segura de que no supo decir ninguna palabra amable sobre su hermano. Ni sobre mí tampoco, claro.
—Bueno, tampoco sobre Svedberg. No sé si estarás enterada de que Stig lo denunció a la comisión de justicia, pero que el caso se desestimó.
—Sí, algo oí.
—Pero, dime, ¿Nils siguió pidiéndole dinero a su hermano?
—¿Y por qué no habría de hacerlo? Stig era rico. Todavía lo es. Cuando yo paso mis malas rachas, también acudo a él.
—¿A qué te refieres cuando dices que es rico? ¿Acaso uno puede hacerse rico trabajando para el grupo Lantmännen? ¿O como prejubilado por incapacidad?
—No, pero ha ganado varios millones con sus apuestas a los caballos. Y, además, es un tacaño y siempre está ahorrando. Esconde el dinero. Si quieres que te sea sincera, yo no me creo que tenga problemas de espalda.
Wallander retrocedió en su indagación.
—Volvamos a la conversación que mantuvisteis aquella noche —propuso—. Nils llegó a casa, estaba muy alterado, creía que había matado a su hermano y se planteaba la posibilidad de huir. Si no recuerdo mal, has dicho que conocía a un hombre que podía modificar su aspecto. ¿Qué quería decir exactamente?
—Nisse conocía a mucha gente.
—Ya, pero para cambiar sustancialmente el rostro de una persona hay que ser médico.
Ella guardó silencio mientras lo observaba con la taza en la mano.
—¿Qué sabes tú, en realidad, de los alcohólicos? —le preguntó de pronto.
—Que son muchos.
La mujer dejó la taza sobre el plato, antes de replicar:
—Cierto, somos muchos. Y muy diversos. Somos los que buscamos camorra y alborotamos a la entrada del Systemet
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. Los que ocupamos los bancos de los parques con bolsas de plástico del Systemet acompañados de nuestros perros. Los borrachos, la peor ralea, esa que la gente prefiere no ver. Pero ¿cuánta gente sabe que, en esos bancos, se sientan a veces ex médicos o ex abogados? Y, ¿por qué no?, también ex policías. El alcohol lo disloca todo. Y la identidad se encuentra ya en la bolsa de plástico del Systemet. Pero, tras todo eso, se esconde algo más y, así, alcanzado cierto punto, los borrachos se convierten en miembros de una sociedad en la que ya no puede hablarse de clases sociales. En esa sociedad sólo hay miembros de dos categorías: la de los que tienen alcohol, y la de los que se han bebido el que tenían y aún no han conseguido más.
—O sea, que Nils pudo haber conocido a un médico.
—¡Claro que sí! También conocía a abogados, directores de banco y hombres de negocios. Algunos bebían a escondidas y lograban mantenerse en su puesto de trabajo, a veces incluso sin que nadie llegase a saber nunca que eran alcohólicos. Otros consiguieron dejar la bebida, aunque no muchos.
—¿Recuerdas algún nombre?
—Algunos, pero no todos.
—Pues te agradecería que me los anotases en una lista.
—Bueno, la verdad es que a muchos de ellos sólo los conocíamos por el apodo.
—Escribe cuantos te vengan a la memoria.
—Pues para eso necesito tiempo.
Wallander apuró el café que le quedaba en la taza.
—Puedo volver esta tarde —propuso Wallander.
—De acuerdo, pero no después de las seis. No creo que consiga mantenerme sobria por más tiempo —dijo la mujer, y clavó en él la mirada.
Wallander le prometió regresar a tiempo y, después de darle las gracias por el café, se levantó.
—Me pregunto si tú serías capaz de comprender que pueda añorarse a alguien como Nisse —dijo entonces la mujer—. Bebió mucho durante toda su vida y nunca hizo nada realmente útil; al contrario, más bien creaba problemas. Pese a todo, lo echo de menos.
—Sí —aseguró Wallander—. Creo que te comprendo muy bien. Las personas tenemos facetas que sólo unos pocos logran descubrir.
El inspector comprobó que aquellas palabras alegraron una pizca a la mujer. «Se necesita tan poco…», se dijo, ya en la calle. «Es tan pequeña esa frontera entre la indiferencia y algo que, pese a todo, se asemeja bastante a un intento de comprensión».
Se dirigió, pues, a la comisaría. El aire era cálido y no soplaba la menor brisa. Se detuvo ante el quiosco que había frente al hospital, y las primeras planas de los periódicos le parecieron una provocación: LA POLICÍA SE ALÍA CON EL CRIMEN ORGANIZADO. Wallander reanudó la marcha. ¿Acaso había avanzado lo más mínimo? ¿Había sacado algo en claro durante aquella mañana? No mucho, reconoció. Pensó en Lennart Westin, que estaba cortando leña en su isla cuando Wallander lo llamó; juntos no lograron dar con lo que Wallander buscaba sin saber siquiera si existía. La conversación con Stig Stridh sólo lo había conducido a Rut Lundin, que, a su vez, intentaría confeccionar una lista de las personas con las que su marido se había relacionado. Wallander se detuvo en medio de la acera: de pronto sintió que había tomado un camino totalmente erróneo. ¿No estaría llevando la investigación por derroteros que no conducían a ninguna parte? Aun así, ¿qué otra dirección podía tomar? Echó a andar mientras cavilaba sobre estas cuestiones. Había preguntas cuyas respuestas todavía no había encontrado y aspectos en los que no había profundizado. Lo último que debía hacer era impacientarse.
Una vez en la comisaría, comprobó que la mayoría de sus colaboradores más próximos ya se hallaban allí, junto con los tres agentes que habían llegado de Malmö. Quiso aprovechar la oportunidad y los convocó a una reunión que celebrarían a las once. Comenzó exponiendo sus esfuerzos por arrojar alguna luz sobre aquella denuncia de hacía once años y que había pesado sobre Svedberg. A propósito de ese asunto, Martinson informó de que Hugo Andersson, el policía que acudió a la casa de Stridh aquella noche, trabajaba en la actualidad como conserje de una escuela de Värnamo. También había logrado averiguar que el agente que lo acompañó se llamaba Holmström y que trabajaba como policía local en Malmö. Wallander comentó que se pondría en contacto con ellos antes de visitar a los padres de Isa Edengren.
Concluida la reunión, Wallander y Hanson compartieron una pizza a la hora de comer. Aquel día, el inspector había decidido fijarse en el agua que bebía y en las veces que iba al baño, pero hacía ya mucho rato que había perdido la cuenta.
No sin cierta dificultad, logró localizar a Hugo Andersson y a Harald Holmström, pero con escasos resultados. Ninguno de los dos recordaba nada que pudiese esclarecer la conducta de Svedberg. Ambos consideraban más que extraño el hecho de que Nisse Stridh nunca fuese acusado, pero hacía ya tanto tiempo de aquello que los detalles se habían desdibujado. Por otro lado, Wallander intuyó que ninguno de los dos, en caso de que hubiese algo negativo que decir, habría hablado mal de un colega muerto. Con la ayuda de Martinson, dio con el informe policial de la incidencia, pero tampoco allí encontró nada que no supiese ya.
A las cuatro de la tarde, llamó a su anterior comisario jefe, Björk, que ahora vivía en Malmö. Tras chismorrear unos minutos sobre las últimas novedades, y después de que Björk —que lamentaba la situación en que se hallaban Wallander y sus colegas a causa de aquellos cinco asesinatos— le manifestara con vehemencia su apoyo moral, hablaron un buen rato de Svedberg. Björk le dijo que tenía intención de asistir al entierro. Eso sorprendió a Wallander, sin que él mismo alcanzase a comprender el motivo. Sin embargo, cuando abordaron el asunto de la denuncia ante la comisión de justicia, Björk declaró que no tenía nada que decir, y aseguró que ya no recordaba por qué Svedberg había decidido no abrir diligencias, pero que, puesto que el Ministerio de Justicia lo había desestimado, lo lógico era deducir que el compañero había actuado conforme al reglamento.
Así las cosas, a las cuatro y media, Wallander salió de la comisaría para dirigirse a Skårby, si bien tenía que pasar antes a recoger la lista que esperaba que Rut Lundin le hubiese preparado. Cuando llamó a la puerta, la mujer le abrió de inmediato, como si hubiese estado esperándolo en el vestíbulo. El inspector notó enseguida que había bebido. Rut Lundin le plantó la lista manuscrita en la mano. Aquello era cuanto había podido rescatar de su memoria. Nada más. Wallander comprendió que no deseaba dejarlo entrar, de modo que le dio las gracias y se marchó.