Pisando los talones (47 page)

Read Pisando los talones Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
9.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, esto empieza a funcionar —anunció el técnico al tiempo que blandía unos faxes—. Primero, las armas. La pistola que, junto con la escopeta, fue robada en Ludvika puede haber sido el arma utilizada en el parque natural.

—¿«Puede haber sido»?

—Cuando yo digo que «puede haber sido» quiero decir que «es» la pistola en cuestión.

—¡Estupendo! —exclamó Wallander—. Ya empezábamos a necesitar algo así.

—Además, tenemos las huellas dactilares —prosiguió Nyberg—. Encontramos una buena huella de pulgar en la escopeta. Y también conseguimos aislar otro pulgar en una de las copas que había en el parque.

—¿El mismo pulgar?

—Efectivamente.

—¿Lo teníamos en los registros?

—No figura en los registros suecos, pero pasearemos las huellas dactilares de ese pulgar por todo el mundo antes de rendirnos.

—Es decir, que se trata del mismo hombre —concluyó Wallander—. Muy bien, al menos ya sabemos algo.

—En el telescopio que apareció en casa de Björklund sólo encontramos huellas dactilares de Svedberg.

—¿Y qué significa eso? ¿Qué él mismo fue a ocultarlo allí?

—No necesariamente. Está claro que quien lo hizo pudo haberse puesto unos guantes.

—Y ese pulgar del que hablas, ¿no lo habéis encontrado en el apartamento de Svedberg? Tenemos que averiguar quién fue el responsable de aquel caos, si el asesino o el propio Svedberg. O quizás ambos.

—Bueno, tardaremos en obtener ese dato, pero estamos en ello.

Wallander se había levantado de la silla y estaba con la espalda apoyada contra la pared. Tenía el presentimiento de que había algo más.

—¿Qué clase de arma es?

—Una Astra Constable. Seguro que hay bastantes ejemplares de ese modelo en el país. Es muy corriente en Alemania.

—A ver… la robaron en Ludvika… ¿y nunca hallaron ningún sospechoso?

—Ya he hablado varias veces con el agente Wester, de aquel distrito. Habla en el dialecto de Dalarna, así que no siempre resulta fácil entender lo que dice, pero nos ha enviado la documentación que encontró en los archivos. La policía dejó el caso en suspenso. No había pistas, pero lo relacionaron con otro robo de armas que se había producido unos días antes en Orsa. Aunque tampoco allí dieron con el autor del delito.

—No es difícil vender un arma.

—Estamos intentando localizarla en diversos expedientes, para comprobar si se ha utilizado en otra ocasión, no sé, en un asalto a un banco o algo así. Tal vez eso nos facilite una vía para nuevas pesquisas.

—Bueno. En cualquier caso, hemos de descartar por completo la hipótesis de que a Svedberg le diera por cometer dos robos, uno en Ludvika y otro en Orsa —comentó Wallander—. Quizá compró las armas, o quizá, simplemente, éstas no eran de su propiedad.

—No encontramos ninguna huella suya en la escopeta —subrayó Nyberg—. Puede que ese detalle nos dé la respuesta. O puede que no.

—En fin, lo importante es que hemos dado un gran paso —resolvió Wallander—. Tenemos a un único autor de los distintos delitos.

—Sí, no estaría mal enviarle una nota con esa información al fiscal —ironizó Nyberg con una sonrisa—. Seguro que se alegra.

—O se siente decepcionado, quién sabe, al comprobar que no hacemos honor a la mala fama que nos ha atribuido. Pero sí, claro, tenemos que hacerle llegar un informe.

Nyberg salió del despacho y Wallander tomó el auricular para llamar a Malmö, donde, ciertamente, había un agente llamado Jan Söderblom. Era inspector de la brigada de la policía judicial y se dedicaba fundamentalmente a los delitos relacionados con la propiedad. Sin embargo, cuando Wallander pidió que lo pusieran al habla con él, lo informaron de que estaba de vacaciones. Tras una espera de escasos minutos, le dijeron que se encontraba en una isla griega y que no regresaría hasta el miércoles siguiente. Así pues, dejó recado de que deseaba hablar con él cuanto antes y tomó nota de su número de teléfono particular. Acababa de colgar cuando Ann-Britt Höglund llamó a la puerta, que estaba entreabierta, y entró con el discurso de Wallander en la mano.

—Ya lo he leído. Y creo que es objetivo y conmovedor. Sobre todo, muy realista. Nadie se emociona con falsas peroratas sobre la eternidad o la luz que vence a la oscuridad.

—¿No te parece demasiado largo? —preguntó el inspector preocupado.

—Lo leí en voz alta, para mí misma, y me llevó menos de cinco minutos. Yo no suelo hablar en los entierros pero, en mi opinión, es perfecto.

Se disponía a marcharse cuando Wallander empezó a ponerla al corriente de los datos obtenidos por Nyberg.

—¡Vaya! Pues sí que es un adelanto —exclamó la agente—. ¡Si además lográramos encontrar al autor o los autores de los dos robos!

—No será fácil, pero lo intentaremos, por supuesto. Estaba pensando que podríamos publicar fotografías de las armas, tanto de la pistola como de la escopeta.

—A las once habrá una rueda de prensa. Y los medios empiezan a acosar a Lisa. La cuestión —prosiguió ella— es si deberíamos poner n no sobre el tapete el asunto de las armas en ese momento. En realidad, no tenemos nada que perder si relacionamos el asesinato de Svedberg con el de los jóvenes. La verdad es que hace años que en Suecia no se daba un caso criminal de este calibre.

—Pues tienes toda la razón —admitió Wallander—. Acudiré a la rueda de prensa a las once.

Ann-Britt Höglund permaneció de pie junto a la puerta.

—¿Y la mujer, la misteriosa Louise a la que, al parecer, nadie ha visto nunca? Acabo de hablar con Martinson. Según me ha contado, estamos recibiendo muchas llamadas, pero ninguna que nos ayude a identificarla.

—Es curioso —observó Wallander—, por no decir incomprensible. Dijimos que lo intentaríamos en Dinamarca.

—¿Por qué no en toda Europa?

—Pues sí, ¿por qué no? Pero será mejor empezar por Dinamarca, y sin más demora.

—Yo he de ir a Lund a inspeccionar el apartamento de Lena Norman, pero, si quieres, puedo pedirle a Hanson que se encargue él —propuso Ann-Britt.

—No, dejemos a Hanson. Aún está intentando localizar los coches desaparecidos. Tiene que encargarse otra persona.

—Lo cierto es que necesitamos los refuerzos cuanto antes —señaló su colega—. Según Lisa, esta misma tarde vendrán agentes de Malmö.

—Sí, nos falta Svedberg —se lamentó Wallander—. Ni más ni menos. Aún no nos hemos acostumbrado a que no esté entre nosotros.

Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato, y después ella se marchó hacia su despacho. Wallander abrió la ventana. El calor persistía y la brisa era muy leve. De repente, sonó el teléfono. Era Ebba, la recepcionista. Por el tono de su voz, Wallander notó que estaba cansada, y se dijo que, sin duda, había envejecido en los últimos años. En efecto, era ella la que, no hacía mucho, les levantaba el ánimo a todos, mientras que ahora se mostraba a menudo tristona y decaída. Por si fuera poco, alguna que otra vez olvidaba comunicar los mensajes a sus destinatarios. De hecho, le faltaba poco para jubilarse, pero nadie era capaz de imaginar lo que aquello implicaría.

—Es el agente Larsson, de la policía de Valdemarsvik. Los demás están ocupados. ¿Puedes ponerte tú? —le preguntó Ebba.

Larsson era un policía en prácticas y tenía un marcado acento de Östergötland.

—Harry Lundström, de Norrköping, nos dijo que querías saber si habían robado algún barco en Gryt el día en que asesinaron a la joven en Bärnsö —comenzó Larsson.

—Así es.

—Pues es posible que tengamos algo. En Snäckvarp desapareció una embarcación de unos seis metros de eslora y con cabina. El propietario no sabe exactamente cuándo le fue sustraída, pues no estaba en casa. Pero la encontraron ayer en una cala al sur de Snäckvarp.

Wallander, como le ocurría cada vez que le hablaban de embarcaciones, sintió que pisaba un terreno para él desconocido.

—¿Tiene el tamaño suficiente como para llegar hasta Bärnsö?

—¡Vaya si lo tiene! Si no sopla el viento, puede llevarte hasta Gotland.

Wallander reflexionó un instante.

—¿Crees que se pueden detectar huellas dactilares en alguno de los mandos? —inquirió.

—Ya me encargué de eso —afirmó Larsson—. El volante estaba manchado de aceite y pudimos aislar un par de huellas bastante claras. Creo que ya van camino de Ystad, pero a través de Norrköping. Es Harry quien lleva este asunto.

—¿Hay alguna carretera cerca del lugar donde hallasteis el barco? —quiso saber Wallander.

—Estaba oculto en un cañaveral. Pero hasta el centro de Snäckvarp no hay ni diez minutos a pie por un camino de gravilla.

—Bien, todo eso son novedades importantes —aseguró Wallander.

—Ya. ¿Qué me dices de lo demás? ¿Crees que daréis con el asesino?

—Claro que sí, pero nos llevará tiempo.

—Yo no llegué a conocer a la muchacha, pero sí tuve que vérmelas con el padre hace unos años.

—¿Por qué motivo?

—Pesca furtiva. Se dedicaba a echar sus redes y cambines para anguilas en aguas ajenas.

—¡Ah! Pero ¿uno no puede pescar donde quiera en este país?

—Bueno, los cotos de pesca se van alternando; pero eso a él le traía sin cuidado. Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece un jodido presuntuoso, aunque ahora, con esto de la chica, me da un poco de lástima, claro.

—¿Y no hubo nada más que lo de la pesca furtiva?

—No, que yo sepa.

Wallander le agradeció su llamada y marcó enseguida el número de Harry Lundström. En Norrköping le dieron un número de móvil. Lundström iba en coche por la región de Vikbo. Wallander le contó que habían identificado el arma utilizada en los asesinatos del parque natural y que pronto sabrían si coincidía con la empleada en Bärnsö. Lundström, por su parte, le reveló que no habían encontrado ninguna pista segura en la isla, pero que daba por sentado que el autor del crimen se había servido de la embarcación robada en Snäckvarp.

—La gente del archipiélago está preocupada —comentó—. Tenéis que atrapar al responsable de estos asesinatos.

—Lo sé —convino Wallander—, sé que hemos de atraparlo. Y así será.

Concluida la conversación, cuando ya habían dado las nueve y media, fue a buscar una taza de café. Entonces se le ocurrió una idea. Regresó a su despacho y buscó el número de teléfono de los Lundberg, en Skärby. La mujer atendió la llamada y Wallander cayó en la cuenta de que no había hablado con ellos después de la muerte de Isa, por lo que comenzó por transmitirle sus condolencias.

—Erik está destrozado, no puede ni levantarse de la cama —se lamentó la mujer—. Dice que tenemos que vender la casa y marcharnos de aquí. ¿Quién es capaz de hacerle algo así a una niña?

«Tiene razón, Isa no era más que una niña», se dijo Wallander. «Como mi propia hija. Tendría que haber reparado antes en ese detalle».

Por más que pensó, no le vino a la mente ninguna respuesta que reconfortara a la mujer. Sin embargo, notó que ella no le echaba en cara lo ocurrido.

—En realidad, sólo llamaba para preguntar si los padres de Isa han vuelto a casa.

—Sí, regresaron ayer noche.

—Muy bien, gracias. Sólo era eso —concluyó Wallander reiterándole su pésame.

Decidió que iría a Skärby inmediatamente después de la rueda de prensa. En realidad, habría preferido partir hacia allí de inmediato, pero no iba a tener tiempo. Descolgó el auricular para llamar al fiscal Thurnberg, y, sin mencionar la información que había obtenido la noche anterior, lo puso someramente al corriente de los nuevos datos arrojados por los análisis de los expertos. Thurnberg lo escuchaba en silencio. Wallander se guardó para el final lo más importante: que podían concentrarse en la búsqueda de un único asesino. Thurnberg solicitó un informe escrito, que Wallander le prometió que recibiría sin tardanza.

—Se va a celebrar una rueda de prensa a las once —lo informó Wallander—. A mí parecer, sería bastante apropiado dar a conocer estos datos, y también pedir que publiquen las fotografías de las armas utilizadas.

—¿Acaso disponemos ya de esas fotografías?

—Las tendremos mañana, a más tardar.

Thurnberg no opuso objeción alguna y le hizo saber que también él pensaba participar en la rueda de prensa. La conversación fue corta y se ciñó estrictamente a lo profesional, pero Wallander, tras colgar el auricular, se dio cuenta de que estaba empapado en sudor.

La reunión con los representantes de la prensa tuvo que celebrarse en la sala de reuniones más amplia de la comisaría. Wallander era incapaz de recordar la última vez que los medios de comunicación habían mostrado tanto interés por un suceso. Como de costumbre, subió a la tarima presa de un gran nerviosismo. Ante su sorpresa, fue Thurnberg el primero en tomar la palabra. En efecto, aquello no había ocurrido jamás. Durante todos los años de servicio prestados por Per Keson, éste siempre había reservado dicho cometido a Wallander, o al comisario jefe. No obstante, Thurnberg parecía acostumbrado a hablar con los periodistas. «He aquí otro indicio de los nuevos tiempos», concluyó Wallander, pero después no fue capaz de determinar si esa reflexión era sólo malintencionada o si, además, conllevaba cierta dosis de envidia. En cualquier caso, escuchó con atención las palabras del fiscal, que era, sin duda, un orador excelente.

Llegó, pues, el turno de Wallander. Había garabateado algunas palabras que le servirían de guía en su exposición, pero, naturalmente, llegado el momento no logró encontrar la nota. Pese a todo, habló de las armas, de la pista de Ludvika y de la posible conexión con el robo de Orsa; añadió que aún aguardaban la confirmación de que se trataba de la misma arma utilizada en el archipiélago de Ostergötland, en Bärnsö. Mientras hablaba, le vino a la mente, sin saber por qué, la figura de Westin, el cartero que lo llevó hasta la isla. Finalmente, se refirió también al hallazgo de la embarcación robada. Una vez que hubo finalizado, comenzó el turno de preguntas, que no fueron pocas. Thurnberg se hizo cargo de la mayoría, apoyado por alguna que otra intervención breve de Wallander. Martinson escuchaba de pie desde el fondo de la sala.

Una de las últimas en pedir la palabra fue una periodista de uno de los diarios vespertinos. Wallander no la conocía.

—En otras palabras, que la policía no tiene aún ninguna pista —declaró al tiempo que dirigía la mirada hacia Wallander.

—Tenemos muchas pistas —replicó Wallander—, aunque reconozco que no estamos en condiciones de asegurar que detendremos en breve al responsable.

Other books

An Affair to Remember by Karen Hawkins
Working It by Cathy Yardley
The Staircase Letters by Arthur Motyer
Beneath an Oil-Dark Sea by Caitlin R. Kiernan
Misguided Heart by Amanda Bennett
Hotel Ruby by Suzanne Young
The Forgiven by Marta Perry