—Pues a mí me da la impresión, a la luz de lo aquí expuesto, de que la policía no ha avanzado lo más mínimo. Por otro lado, me pregunto si no existe el riesgo de que el autor de estos crímenes cometa otro asesinato. No cabe duda de que se trata de un desequilibrado mental.
—Bien, eso es algo que ignoramos —repuso Wallander—. De ahí que intentemos trabajar sin descartar ninguna hipótesis.
—Eso suena como una estrategia, pero también podría significar impotencia, ¿no es cierto? —atacó la periodista.
Wallander lanzó una mirada a Thurnberg, quien a su vez, con un gesto apenas perceptible, lo animó a continuar.
—La policía no se ve nunca impotente —atajó Wallander categórico—; esa condición es contraria a la de nuestra profesión.
—Al menos, estarás de acuerdo conmigo en que se trata de un loco, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿quién haría algo así?
—Eso es algo que aún ignoramos.
—¿Crees que lograréis atrapar al responsable de estos crímenes?
—Sin la menor duda.
—¿Crees que atacará de nuevo?
—Tampoco lo sabemos.
Se produjo un breve silencio, Wallander lo aprovechó para incorporarse, y los asistentes dedujeron que daba por finalizada la rueda de prensa. El inspector sospechaba que Thurnberg pretendía concluir el encuentro con la prensa de un modo algo más formal, pero salió de la sala sin ofrecerle siquiera la oportunidad de comentarlo con él. Ya en la recepción, se topó con un grupo de enviados de los medios televisivos que le manifestaron su deseo de entrevistarle. Sin embargo, Wallander los remitió a Thurnberg. Más tarde, Ebba le contó cómo el fiscal se había dejado entrevistar ante las diversas cámaras, dando muestras de no poca satisfacción.
Wallander, por su parte, se dirigió a su despacho para recoger la chaqueta. Pensó que tenía que comer algo antes de partir hacia Skärby. Entretanto, no cesaba de preguntarse por qué le habría venido a la mente la imagen de Westin durante la rueda de prensa; aquella visión repentina debía de tener algún significado. Se sentó ante el escritorio e intentó reflexionar acerca de ello, sin éxito. Finalmente, se dio por vencido. Acababa de ponerse la chaqueta cuando el teléfono móvil, que llevaba en el bolsillo, empezó a vibrar. Era Hanson.
—He encontrado los coches —anunció—. Tanto el de Lena Norman como el de Boge. Un Toyota del 91 y un Volvo, un año más antiguo. Estaban en un aparcamiento cercano a Sandhammaren. Ya he avisado a Nyberg, está en camino.
—Pues yo también voy.
A la salida de Ystad, Wallander detuvo el coche para comer junto a un puesto de perritos calientes. Había adquirido la costumbre de comprar botellas de litro de agua mineral, pero, como era de esperar, había olvidado tomarse el medicamento que el doctor Göransson le había recetado. Ni siquiera lo llevaba consigo, por lo que, enfurecido y a toda velocidad, se dirigió a la calle Mariagatan. Al entrar en el vestíbulo, vio la correspondencia: una postal de Linda, que había ido a visitar a unos amigos a Hudiksvall, y una carta de su hermana Kristina. El inspector llevó el correo a la cocina. En el remite, su hermana había escrito la dirección de un hotel de Kemi, que, según creía Wallander, se hallaba al norte de Finlandia. Por un momento se preguntó qué haría su hermana allí, pero luego pensó que las cartas podían esperar. Se tomó, pues, la pastilla con un vaso de agua. Estaba a punto de salir de la cocina cuando su mirada se posó un instante sobre las cartas que había dejado encima de la mesa. Entonces le sobrevino de nuevo la imagen de Westin y, en aquella ocasión, la idea empezó a concretarse.
Se trataba de algo que Westin había mencionado durante la travesía hasta Bärnsö. Algo que el subconsciente de Wallander había estado procesando y que ahora ascendía hasta su conciencia.
Intentó rememorar la conversación mantenida en la ruidosa cabina de la embarcación, pero no lo consiguió. Sin embargo, tenía la certeza de que algo de lo que Westin había dicho durante aquella charla revestía gran importancia, aunque él no había sido capaz de considerarlo así entonces. Decidió, por tanto, llamar al cartero, si bien antes quería echar un vistazo a los dos coches hallados por Hanson.
Cuando Wallander salió del coche, Nyberg ya había llegado. El Toyota y el Volvo estaban aparcados uno junto a otro. En torno a ambos vehículos habían dispuesto ya el cordón policial y los técnicos empezaban a tomar fotografías. Las puertas laterales y las de los maleteros estaban abiertas. Wallander se acercó a Nyberg, que, en aquel momento, se disponía a sacar un maletín de su propio coche.
—Gracias por la charla de ayer.
—En el año 1973 —explicó Nyberg—, un viejo amigo de Estocolmo vino a Ystad a visitarme, y salimos a cenar fuera. Creo que no había pisado un restaurante desde entonces.
Wallander cayó en la cuenta de que aún no le había devuelto a Edmundsson el dinero de la cena.
—En fin, fue muy agradable —aseguró.
—Sí, ya corren rumores de que estuvimos a punto de ser detenidos por intentar largarnos sin pagar la cuenta…
—¡Con tal de que no llegue a oídos de Thurnberg! Es capaz de creérselo.
Wallander se encaminó hacia Hanson, que tomaba notas en un bloc.
—¿Estáis seguros de que son los coches que buscábamos?
—El Toyota pertenecía a Lena Norman. El propietario del Volvo era Martin Boge.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí aparcados?
—No lo sabemos. Durante el mes de julio, el aparcamiento está abarrotado de coches que vienen y van. Hasta que no llega el mes de agosto, cuando disminuye el número de vehículos, es difícil caer en la cuenta de que algún coche lleva muchos días aparcado.
—¿Se te ocurre algún medio de averiguar si han estado aquí desde la noche de San Juan?
—Eso quizá pueda decírtelo Nyberg.
Wallander se acercó de nuevo a Nyberg, que observaba absorto el Toyota.
—Lo más importante son las huellas dactilares —aseguró Wallander—. Alguien tuvo que traer los coches desde el parque.
—Una persona que deja sus huellas dactilares en el volante de una embarcación, tal vez cometa la imprudencia de dejarnos un rastro en el volante de un coche.
—Esperemos que así sea.
—Lo cual implica —razonó Nyberg— que esa persona está segura de que sus huellas no constan en ningún registro, ni nacional ni internacional.
—Sí, también yo había pensado en eso —confesó Wallander—. Ojalá estemos equivocados.
No necesitaba permanecer allí por más tiempo, y cuando, ya en la carretera, llegó a la altura de la salida que conducía a la casa de su padre, no pudo resistir el impulso de girar. Junto a la entrada vio de lejos un letrero donde se anunciaba que la casa estaba en venta. Lo invadió tal desánimo que prosiguió su camino sin detenerse.
Acababa de entrar en Ystad cuando sonó el móvil, que había dejado en el asiento del acompañante.
Ann-Britt Höglund deseaba hablar con él.
—Estoy en Lund —le comunicó—, en el apartamento de Lena Norman. Creo que será mejor que vengas cuanto antes.
—¿De qué se trata?
—Ya lo verás cuando llegues. Pero yo creo que es decisivo.
Wallander anotó la dirección.
Y se dirigió hacia allí.
El edificio, situado a la entrada de Lund, constaba de cuatro plantas y formaba parte de un complejo constituido por un total de cinco bloques. En una ocasión, hacía ya algunos ataos, estuvo en Lund con su hija Linda, que, mientras le señalaba aquellos bloques, le dijo que eran apartamentos para estudiantes y añadió que, si ella decidiera algún día estudiar en Lund, viviría en uno de ellos. Wallander se estremeció al pensar cuál habría sido su reacción si hubiese encontrado a Linda muerta en el parque.
El coche de policía que descubrió frente a la puerta de uno de los bloques le indicó cuál era el que buscaba. Se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta y salió del vehículo. En el exterior, tendida sobre el césped, una mujer tomaba el sol. Wallander pensó que de buena gana se habría echado junto a ella a dormir un rato. El cansancio iba y venía en densas oleadas. Tras la puerta de entrada bostezaba el joven agente que hacía la guardia. Wallander agitó desde lejos su placa y el policía le señaló la escalera con un gesto indolente.
—Es el último piso. No hay ascensor —aclaró antes de bostezar de nuevo.
Wallander sintió de repente una necesidad imperiosa de aleccionar un poco al joven policía. En efecto, él era un superior procedente de otro distrito; además, iban a la caza de un asesino que había acabado con la vida de cinco personas; en tales circunstancias, le parecía del todo improcedente que lo recibiese un colega que no dejaba de bostezar y que apenas si era capaz de saludar como era debido.
Sin embargo, nada dijo, sino que se apresuró escaleras arriba. El silencio envolvía aquel edificio, que parecía abandonado, con la única excepción de la música que sonaba alta y ruidosa procedente de uno de los apartamentos. Estaban en agosto, de modo que el curso académico todavía no había comenzado. La puerta del apartamento de Lena Norman estaba entreabierta, pero Wallander llamó al timbre.
Cuando Ann-Britt Höglund acudió a abrir, él intentó descifrar la expresión de su rostro y adivinar lo que estaba a punto de presenciar, pero no lo consiguió.
—La verdad, cuando hablamos por teléfono no quería darte la impresión de que había sucedido algo tremendo —se excusó—. Pero enseguida verás porqué quería que vinieras.
El inspector la siguió hasta el interior del apartamento, que despedía el olor típico de las viviendas cerradas durante un tiempo prolongado, con ese aire estancado y difícil de calificar que tan a menudo había percibido en las casas de cemento poco ventiladas. Recordó haber leído, en alguna revista norteamericana, que el FBI había desarrollado un método que permitía determinar con exactitud durante cuánto tiempo había estado cerrada una casa. Pero ignoraba si Nyberg conocía también dicha técnica.
De nuevo, al pensar en Nyberg, recordó que le debía dinero a Edmundsson.
El apartamento contaba con dos habitaciones y una cocina minúscula. Accedieron a la habitación que constituía una combinación de sala de estar y cuarto de estudio. El sol, que entraba a raudales por las ventanas, iluminaba el torbellino de partículas de polvo que flotaban en el aire. Ann-Britt Höglund se colocó ante una de las paredes y Wallander la siguió. Clavadas en aquella pared, había una gran cantidad de fotografías. El inspector se puso las gafas y se inclinó para ver las fotos de cerca. Enseguida reconoció a la joven: era Lena Norman, disfrazada para participar en lo que Wallander supuso que sería una fiesta del siglo XIX También Martin Boge aparecía en esa foto, tomada en el exterior, en los jardines de algún castillo. La fachada del castillo, de ladrillo rojo, quedaba al fondo. La siguiente fotografía era otra fiesta. Y otro ambiente. De nuevo aparecía Lena Norman y, en aquella ocasión, también Astrid Hillström. No obstante, estaba tomada en el interior. Medio desnudos, aquella vez. Wallander supuso que habían intentado recrear el ambiente de un prostíbulo, pero ni Norman ni Hillström resultaban convincentes en su papel.
El inspector se puso de puntillas, echó un vistazo a las demás fotos y concluyó:
—Están representando distintos papeles en otras tantas fiestas.
—Yo creo que es más que una representación —opinó la agente mientras se dirigía al escritorio que había junto a una de las ventanas y sobre el que se acumulaban archivadores y carpetas.
—Los he revisado —prosiguió—, no demasiado a fondo ni de forma detallada, lo reconozco, pero me preocupa lo que he visto hasta el momento.
Wallander alzó la mano.
—Espera un poco, no empieces aún. Necesito beber agua. Y tengo que ir al baño.
—Mi padre padecía diabetes —soltó ella de repente.
Wallander se paró en seco.
—¿Qué insinúas?
—De no conocer la verdad, cualquiera diría que también tú eres diabético, con tanta agua como bebes y tanta visita al baño.
Poco faltó para que Wallander se despojase de su coraza, rompiese su silencio y le dijese la verdad: que ella tenía razón, que él era diabético. Sin embargo, sólo masculló unas palabras inaudibles antes de dirigirse al baño. Cuando salió de la cocina después de haber bebido agua, la cisterna del baño seguía oyéndose.
—Debe de estar mal el flotador —comentó—. Pero, en fin, eso no es problema nuestro.
Ella lo miró expectante, como si aguardase una respuesta a su insinuación sobre su estado de salud.
—Pareces preocupada —observó el inspector—. Cuéntame.
—Te daré una visión general —prometió la agente—. Pero estoy convencida de que, cuando hayamos revisado todo este material a fondo, hallaremos aún más.
Wallander tomó asiento junto al escritorio, pero ella permaneció de pie.
—Bien. Estos chicos se disfrazan. Celebran sus fiestas. Deambulan de aquí para allá entre distintas épocas ya pasadas y nuestros días. De vez en cuando, emprenden también excursiones al futuro, aunque con menos frecuencia, sin duda porque entrañan mayor dificultad: nadie ha visto nunca cómo nos vestiremos los humanos dentro de mil años, ni siquiera dentro de cincuenta años. Esto es lo que ya sabemos. Hemos podido hablar con aquellos de sus amigos que no participaron en la fiesta de San Juan y tú tuviste incluso la posibilidad de hablar con Isa Edengren. Hasta sabemos que, en alguna ocasión, alquilaron los trajes en Copenhague. Pues esto es sólo la punta del iceberg de esa curiosa afición. Bajo todo eso hay algo más profundo. —Ann-Britt Höglund cogió del escritorio un archivador cuya cubierta aparecía decorada con diversas figuras geométricas—. Tengo la impresión de que pertenecían a una secta de origen norteamericano y, al parecer, con sede en Minneapolis. Al examinar por encima el material, uno tiene la sensación de hallarse ante una logia masónica moderna, una especie de Ku-Klux-Klan o algo similar. En este archivador se recogen los fundamentos de una normativa aterradora, muy parecida por cierto, a las cartas de amenaza que la gente nos trae en ocasiones, de esas que reciben cuando interrumpen una cadena de misivas. En el caso de esta secta, no obstante, amenazan con una venganza terrible si alguien revela el secreto de la comunidad. Y esa venganza siempre se resuelve en una sentencia de muerte. Los adeptos pagan una cuota a la sede de Minneapolis, que, a cambio, les instruye y da ideas acerca de cómo organizar sus fiestas y del modo más apropiado de guardar y proteger el secreto. Sin embargo, todo esto lleva aparejada una dimensión espiritual. Si no me equivoco, según este ideario, las personas que se desplazan a través del tiempo podrán elegir, en el momento de su muerte, el periodo en el que desean volver a nacer. Te aseguro que se trata de una lectura muy desagradable. En cualquier caso, y según me ha parecido deducir, Lena Norman era una especie de guía de la facción sueca de esta secta.