—¿Y dijo que eran tres? ¿Tres personas muertas?
—Eso creía.
Martinson se levantó de un salto.
—Voy para allá ahora mismo. ¿Has visto a Wallander?
—No.
Al punto recordó que iba a visitar a alguien aquella mañana, sí, a un director de banco jubilado llamado Sundberg, o quizá Sundelius. Y marcó el número del móvil de Wallander.
El inspector había ido a pie desde la calle Mariagatan hasta Vädergränd. Era una casa muy hermosa; había pasado por delante en numerosas ocasiones y siempre le había llamado la atención. Llamó al timbre y Sundelius le abrió la puerta enfundado en un traje bien planchado. No habían hecho más que sentarse en la sala de estar cuando sonó el móvil de Wallander, que de reojo percibió la mirada displicente de Sundelius cuando se sacó el móvil del bolsillo al tiempo que pedía disculpas.
Escuchó a Martinson antes de formular la misma pregunta que éste le había hecho al policía.
—¿Dijo que eran tres personas?
—Aún no está confirmado, pero el hombre dijo que así lo creía.
Wallander sintió como si algo le oprimiera la cabeza.
—¿Comprendes lo que eso puede significar?
—Sí. ¡Ojalá ese hombre haya visto visiones!
—¿Acaso daba esa impresión?
—Según el agente que atendió la llamada, no.
Wallander miró un reloj que Sundelius tenía colgado en la pared. Eran las nueve y nueve minutos.
—Ven a recogerme a la calle Vädergränd, número siete.
—¿Quieres que pida refuerzos?
—No, primero hemos de ver de qué se trata.
Martinson le dijo que iría a buscarlo de inmediato y Wallander se levantó.
—Por desgracia, hemos de aplazar la conversación.
Sundelius lo miró con indulgencia.
—Imagino que se habrá producido un accidente.
—Así es —mintió Wallander—, un accidente de tráfico. De esos que uno no puede prever cuando ha concertado una cita un domingo por la mañana. Volveré a llamarlo en cuanto pueda.
Sundelius lo acompañó a la puerta. Martinson llegó al minuto, Wallander entró en el coche y puso la sirena en el techo.
—He conseguido localizar a Hanson —explicó Martinson—. Espera instrucciones. —Luego le señaló una nota que había junto a la guantera sujeta con una pinza—. Ahí está el número de móvil desde el que llamó ese hombre.
—¿Ha dado su nombre?
—Se apellida Leman. El nombre es Max, o Mats, no estoy seguro.
Wallander marcó el número mientras Martinson pisaba el acelerador. No había mucha cobertura, y se oían interferencias. Contestó una mujer, con lo que Wallander se preguntó si no habría marcado mal.
—Perdón, ¿con quién hablo?
—Con Rosmarie Leman.
—Bien, aquí la policía. Estamos en camino.
—Dense prisa —lo exhortó la mujer—, tanta como puedan.
—¿Ha sucedido algo más? ¿Dónde está su marido?
—Está vomitando. ¡Por favor, no tarden!
Wallander le pidió que le indicase con precisión cómo llegar al lugar donde se encontraban.
—No hagáis ninguna llamada. Es posible que tengamos que ponernos en contacto con vosotros de nuevo —les dijo antes de dar por concluida la conversación. Luego se dirigió a Martinson—: En fin, no cabe la menor duda de que ha ocurrido algo.
Su compañero pisó a fondo el acelerador. Ya estaban en Nybrostrand.
—¿Sabes por dónde cae eso? —preguntó Wallander.
—Sí, antes solíamos ir a pasear por allí, cuando los niños eran pequeños.
Calló de forma abrupta, como si hubiese dicho alguna inconveniencia. Wallander miraba fijamente por la ventanilla. Ignoraba con qué iba a encontrarse, pero se temía lo peor.
En cuanto llegaron al parque natural, una mujer salió corriendo en dirección a ellos. Al fondo, sentado sobre una piedra y con la cabeza hundida entre las manos, estaba su marido. Wallander salió del coche. La mujer, que se hallaba en un estado de gran excitación, no cesaba de señalar y de gritar. El inspector la asió por los hombros y le pidió que se calmase. El hombre no se movía de la piedra. Cuando Wallander y Martinson se acercaron a él, alzó la vista. Wallander se puso en cuclillas.
—Cuéntame lo ocurrido —le pidió.
El hombre señaló hacia el interior del parque.
—Están allí tendidos —musitó—. Están muertos. Y llevan muertos mucho tiempo.
Wallander lanzó una mirada a Martinson antes de dirigirse de nuevo al hombre.
—¿Y dices que son tres?
—Eso creo.
Aún quedaba otra pregunta, la más temible.
—¿Has podido distinguir si eran jóvenes?
El hombre negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Debe de haber sido una visión espantosa —admitió Wallander—. Pero tienes que venir e indicarnos dónde están.
—Nunca volveré a ese lugar. Nunca.
—Yo sé dónde es —intervino la mujer, que estaba detrás de su marido, con las manos apoyadas sobre sus hombros.
—Pero tú no llegaste a verlos, ¿no?
—No, no los vi, pero nuestras mochilas y la manta siguen allí. Yo sabré indicaros dónde es.
Wallander se levantó.
—Está bien, vamos.
La mujer los guió por el parque. Reinaba una calma absoluta. Wallander creyó distinguir el lejano murmullo del mar. Aunque tal vez se tratara de sus propios pensamientos, que producían ese zumbido en su cabeza. Caminaban con paso presuroso. Wallander tenía la camisa empapada en sudor y notó que le costaba mantener el mismo ritmo que Martinson y la mujer. Por otro lado, necesitaba parar a orinar un momento. Una liebre cruzó veloz el sendero. En la mente de Wallander se agolpaban imágenes de muy diversa índole. Ignoraba lo que les aguardaba, si bien estaba seguro de que sería algo insólito. Ninguna de las personas muertas que había visto a lo largo de su vida se parecía a las demás. Cada una de ellas era única, como cuando estaba viva. Nada se repetía, nada resultaba como la vez anterior. Lo mismo sucedía con la angustia que le sobrevenía cada vez: la sentía, sentía el nudo en el estómago y, sin embargo, en cada ocasión era como la primera.
De pronto, la mujer aminoró el paso y el inspector comprendió que estaban aproximándose. Enseguida llegaron al lugar donde habían dejado la manta y las dos mochilas. Ella se dio la vuelta y, con mano trémula, les señaló la pendiente que había al otro lado del sendero.
Hasta aquel momento, Martinson había ido a la cabeza de la pequeña expedición. Ahora, sin embargo, le tocó el turno a Wallander. Miró hacia el pie de la pendiente sin ver otra cosa que la espesura del bosquecillo. A continuación, empezó a descender; Martinson le pisaba los talones. Llegaron hasta los arbustos y echaron una ojeada a su alrededor.
—¿Es posible que se haya confundido al indicarnos el lugar? —inquirió Martinson muy quedo, como si temiese que alguien lo oyera.
Wallander no respondió, pues algo reclamaba su atención en ese momento. Al principio no supo muy bien de qué se trataba, pero luego cayó en la cuenta.
Era el olor, un olor fétido. Miró a Martinson, cuyo olfato aún no había reaccionado. Wallander empezó a adentrarse por entre los arbustos, todavía sin llegar a descubrir nada. A unos metros de donde se encontraban se alzaban algunos árboles de altas copas. Por un instante, el hedor desapareció, para luego volver a inundarlo todo con mayor intensidad.
—¿A qué apesta aquí? —preguntó Martinson, pero no bien acabó de formular la pregunta cuando comprendió cuál era el origen de las hediondas vaharadas.
Wallander avanzaba despacio, y Martinson, a un paso de él, le seguía. De pronto, Martinson se paró en seco. Notó que su compañero se había llevado un sobresalto. Algo despedía destellos entre los dos arbustos que tenían a su izquierda. El olor a podrido era tan intenso que casi podía masticarse. Se miraron mientras se protegían la boca y la nariz con la mano.
Wallander notaba cómo la sensación de marco crecía en su interior, al tiempo que intentaba aspirar profundamente por la boca, sin respirar por la nariz.
—Espera aquí —le ordenó a Martinson, y notó que le temblaba la voz. Después, se obligó a continuar. Apartó las ramas de unos arbustos y dio unos pasos más.
En torno a un mantel de hilo azul, extendido sobre la hierba, había tres jóvenes tendidos y con los cuerpos entrelazados. Estaban disfrazados y llevaban pelucas. A los tres les habían disparado en la frente. Y los tres se hallaban en un avanzado estado de descomposición.
Wallander cerró los ojos y se agachó.
Transcurrido un instante, se levantó y regresó temblando hasta donde lo aguardaba Martinson. Sin más preámbulos empezó a empujar a éste en dirección contraria, como si los persiguiese alguien. No se detuvieron hasta llegar al sendero.
—En mi vida he visto algo más diabólico —balbució Wallander.
—¿Son ellos?
—Con total seguridad.
Durante unos segundos, ninguno pronunció una palabra. Más tarde, Wallander recordaría que había oído trinar a un pájaro sobre la rama de un árbol cercano. Todo se le antojó entonces como un sueño estrambótico, pero todo era, de hecho, aterradoramente real.
Wallander hizo acopio de todas sus fuerzas: debía volver a comportarse como un policía y empezar a actuar como tal. Se sacó el móvil del bolsillo y llamó a la comisaría. Pasado un minuto, más o menos, escuchó la voz de Ann-Britt Höglund.
—Hola, soy Wallander.
—¿No ibas a visitar a un director de banco esta mañana?
—Los hemos encontrado, a los tres. Y están muertos.
El inspector la oyó tomar aliento.
—¿Boge y los otros dos?
—Así es, de un disparo.
—¡Dios mío!
—¡Presta atención! Habrá que movilizar a todas las unidades. Estamos en el parque natural de Hagestad. Martinson se apostará a la entrada para recibir a los efectivos e indicarles el camino. Lisa también tendrá que acudir. Y necesitaremos gente para acordonar la zona.
—¿Quién se pondrá en contacto con los padres?
Wallander sintió una angustia inconmensurable. ¡Claro! Había que avisar de inmediato a los padres. Además, éstos tendrían que identificar a sus hijos.
El inspector se sentía incapaz de informarlos.
—Llevan muertos mucho tiempo, tal vez más de un mes —dijo al fin—. No puedes figurarte qué aspecto tienen.
Ann-Britt se hacía cargo de la situación.
—Se lo comentaré primero a Lisa, pero creo que no debemos pedirles a los padres que vengan aquí —prosiguió Wallander.
Ella no añadió nada más y pusieron punto final a la conversación. El inspector se quedó quieto con la mirada fija en el móvil.
—Será mejor que vuelvas a la entrada del parque y esperes allí —le indicó a Martinson.
Éste señaló con la cabeza a Rosmarie Leman.
—¿Qué hacemos con ella?
—Anota lo más importante, la hora, su dirección… Luego pueden marcharse a casa, pero hay que prohibirles que hablen de esto con nadie.
—No creo que podamos exigirles eso.
Wallander clavó en él la mirada.
—En una situación como ésta, podemos exigir cualquier cosa.
Martinson y Leman se marcharon, y el inspector se quedó solo. El pájaro siguió con sus trinos. A unos metros de distancia, semiocultos por los espesos arbustos, yacían los cadáveres de los tres jóvenes. Wallander pensó entonces en la soledad, y se preguntó hasta qué punto una persona podía sentirse sola. Se sentó sobre una piedra, junto al sendero. El pájaro fue a posarse en un árbol más alejado.
«No logramos devolverlos sanos y salvos a sus casas», pensó. «Nunca partieron de viaje a Europa. Estaban aquí. Y ya estaban muertos. Quién sabe si no lo estaban ya desde la noche de San Juan. Eva Hillström estaba en lo cierto, desde el principio. Fue otra persona la que escribió esas postales. Y han estado aquí todo el tiempo, en el mismo lugar en el que celebraron su fiesta».
Wallander no pudo por menos que pensar en Isa Edengren. ¿Acaso sospechaba lo que había ocurrido? ¿No sería ése el motivo por el que había intentado suicidarse, porque sabía que sus tres amigos estaban muertos, como ella misma lo habría estado de no haberse dado la casualidad de ponerse enferma ese día?
En cualquier caso, había algo que no alcanzaba a comprender. ¿Cómo era posible que, a lo largo de un mes, nadie hubiese descubierto los cadáveres, si habían estado allí todo ese tiempo, en un parque público y en periodo estival? Cierto que el rincón elegido para extender su mantel y celebrar la fiesta quedaba algo oculto. Aun así, alguien tenía que haberlos visto. O, al menos, haberlos olido.
Aquello no encajaba, pero Wallander se sentía incapaz de pensar. Su capacidad de discurrir había quedado paralizada. ¿Quién era capaz de matar a tres jóvenes que habían decidido disfrazarse para celebrar juntos el solsticio de verano? Todo se le antojaba un despropósito atroz.
Y, relacionado con este despropósito, ya fuese en la periferia o en el núcleo del mismo, otra persona había aparecido muerta: Svedberg. ¿Qué tenía que ver él con todo aquello? ¿De qué modo estaba involucrado en el asunto?
Wallander sentía crecer la impotencia. Pese a no haber contemplado a los jóvenes más que unos segundos, había visto con claridad los disparos en la frente. Quien había efectuado esos disparos sabía muy bien adónde apuntaba.
Y Svedberg había sido el mejor tirador de todos ellos.
El pájaro alzó el vuelo. De vez en cuando, una ráfaga de aire agitaba las hojas de los árboles, y luego, enseguida, regresaba la calma.
Svedberg había sido el mejor tirador de todos ellos
. Wallander se obligó a reflexionar sobre las consecuencias que se derivaban de esa idea. ¿Podía haber sido Svedberg el autor de tal carnicería? ¿Podía objetarse algo a esa posibilidad, tan digna de consideración como cualquier otra?
¿Acaso había otra alternativa clara?
Wallander se levantó y comenzó a ir y venir por el sendero. Le habría gustado que Rydberg se hallara en algún lugar en el que él pudiera localizarlo: en ese instante, lo habría telefoneado. Pero Rydberg estaba muerto. Igual que aquellos tres jóvenes.
«¿En qué clase de mundo vivimos?», se preguntó. «Un mundo en el que alguien mata a tres adolescentes que apenas si empezaban a vivir…».
Se paró en seco en mitad del sendero. ¿Por cuánto tiempo podría aguantar aquello? Pronto cumpliría los treinta años de servicio en la policía. En una ocasión, patrullando en las calles de Malmö, su ciudad natal, un hombre bebido le clavó un cuchillo al lado del corazón. A partir de aquel momento, su vida cambió por completo. «Hay un momento para vivir y otro para morir», solía decirse en aquella época. Le quedó una cicatriz en la parte izquierda del tórax. Y él seguía con vida, pero ¿cuánto tiempo podría seguir soportándolo? Pensó en Per Kesson, allá en Uganda; a veces se preguntaba si volvería algún día.