Pisando los talones (26 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Por un instante, inmóvil en medio del sendero, sintió que lo invadía una gran amargura. Había sido policía durante toda su vida; había creído contribuir de ese modo a proteger a los ciudadanos. Sin embargo, la violencia iba en aumento: no sólo crecía, sino que era cada vez más cruel. Y en Suecia había cada vez más puertas cerradas.

Sí, en ocasiones se detenía a pensar en su llavero. Cada año tenía más llaves y más códigos, cada vez más cerraduras que debía abrir y luego cerrar. Y, al igual que su manojo de llaves, también crecía toda una sociedad que cada vez le resultaba más ajena.

Se sentía pesado, cansado y abatido. Ya no podía distinguir con claridad entre el pesar y la indignación. En cambio, el miedo puro y duro, ése sí se perfilaba con claridad en lo más hondo de su conciencia.

Con la más brutal premeditación, alguien había irrumpido en una fiesta idílica y había asesinado a tiros a tres jóvenes. Hacía pocos días, había hallado a Svedberg muerto en el suelo de su apartamento. Y, de algún modo, estos dos sucesos estaban relacionados, si bien el punto de contacto resultaba aún demasiado vago.

Allí, quieto en mitad del sendero, le entraron ganas de salir huyendo a toda prisa; no estaba seguro de poder soportar tanta presión por más tiempo. Cualquiera de sus colegas tendría que hacerse cargo del caso. Martinson, o tal vez Hanson. Él estaba quemado. Para colmo, padecía diabetes. Todo se le hacía muy cuesta arriba.

Entonces oyó que los coches se acercaban quebrando las ramas de los árboles y abriéndose paso por las estrechas veredas. De repente, tuvo a sus colegas allí mismo, a su alrededor, y su presencia lo obligó a tomar un mando del que habría preferido verse libre. Conocía a cuantos se habían reunido en semicírculo en torno a él, a muchos desde hacía diez o incluso quince años. Vio que Lisa Holgersson estaba muy pálida, y Wallander se preguntó qué aspecto tendría él mismo.

—Están ahí abajo —dijo, y señaló el lugar—. Les dispararon. Pese a que aún no se los ha identificado, me atrevería a asegurar que se trata de los tres jóvenes desaparecidos desde la noche de San Juan. Hasta ahora hemos creído, o hemos querido creer, que estaban de viaje por Europa. Ahora ya sabemos que no era así. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Quiero que tengáis presente que quizás han estado ahí muertos desde aquella noche, de modo que ya podéis haceros una idea de su estado. Está más que justificado que utilicéis las mascarillas.

Interrogó con la mirada a Lisa Holgersson, como preguntándole si también quería verlos. Ella asintió.

Wallander los guió. Lo único que se oía era el crujir de las hojas secas y el de las ramas al quebrarse. Cuando les llegó el hedor de los cadáveres, alguno de los policías lanzó un gemido. Lisa Holgersson se asió al brazo de Wallander. Habían llegado. El inspector sabía por experiencia que siempre resultaba más fácil enfrentarse a una visión tan macabra en grupo que a solas. Tan sólo uno de los policías más jóvenes se volvió para vomitar.

—No podemos permitir que los padres contemplen este espectáculo —balbuceó Lisa Holgersson—. Es una atrocidad.

Cuando Wallander se dirigió al médico que los había acompañado, vio que también éste había perdido el color.

—El reconocimiento
in situ
ha de realizarse lo más rápidamente posible —le dijo—. Tenemos que retirar los cuerpos de aquí y adecentarlos un poco antes de que los padres los vean.

El médico negó con la cabeza antes de pronunciarse.

—Yo no quiero tener que hurgar en esto. Llamaré a Lund ahora mismo. —Se apartó unos metros y pidió prestado el móvil a Martinson.

—No debemos olvidar —dijo Wallander mirando a Lisa Holgersson— que hasta el momento teníamos a un policía muerto. Y ahora tenemos a tres jóvenes asesinados, lo que significa que nos hallamos ante cuatro muertes. Eso provocará la alarma entre los ciudadanos, que nos exigirán resultados inmediatos. Por otro lado, hemos de adoptar una postura concreta con respecto a si creemos que ambos sucesos guardan entre sí alguna relación. Comprenderás que todo esto entraña un riesgo considerable.

—¿El riesgo de que alguien empiece a sospechar que Svedberg les disparó?

—Exacto.

—¿Tú crees que lo hizo él?

La pregunta lo pilló desprevenido.

—No lo sé —confesó—. Nada indica que tuviese un motivo para hacerlo. No hay ninguna pista que nos lleve a pensar que él, que resultó muerto también, asesinara a los otros tres. Las dos cadenas se unen en algún punto, pero nos falta el eslabón fundamental, dondequiera que esté.

—Así pues, es importante que concretemos cuánto podemos y debemos decir.

—Por desgracia, no creo que eso tenga importancia: nunca hemos sabido qué armas usar contra las especulaciones.

Ann-Britt Höglund, que estaba cerca, había oído la conversación. Wallander se dio cuenta de que estaba temblando.

—Creo que hay otra circunstancia importante —intervino—. Eva Hillström no tardará en acribillarnos con acusaciones por haber dejado pasar tanto tiempo sin tomar cartas en el asunto.

—Sí, y hasta es posible que tenga razón —concedió Wallander—. En tal caso, tendremos que admitir que nos equivocamos al pensar que el asunto no era tan grave. Y esa responsabilidad tendré que asumirla yo.

—¿Por qué? —quiso saber Lisa Holgersson.

—Alguien tiene que hacerlo —repuso Wallander con sencillez—. Lo de menos es quién.

Nyberg le tendió un par de guantes de plástico. Todos se pusieron manos a la obra. Había muchas tareas que debían realizarse en el orden prescrito. Wallander se acercó a donde se encontraba Nyberg, que en ese momento daba instrucciones al policía que tomaba las fotografías.

—Quiero una grabación en vídeo —señaló Wallander—. Primeros planos y tomas a distancia.

—Así lo haremos.

—Lo mejor será que la haga alguien a quien no le tiemblen demasiado las manos.

—Siempre resulta más fácil observar la muerte a través de una lente —observó Nyberg—. Pero, por si acaso, utilizaremos un trípode.

Wallander llamó a sus colaboradores más cercanos: Martinson, Hanson y Ann-Britt Höglund. A punto estaba de empezar a buscar a Svedberg, cuando cayó en la cuenta de su desliz y se contuvo.

—Están disfrazados —constató Hanson—. Y llevan pelucas.

—Del siglo XVIII —aseveró Ann-Britt Höglund—. Ahora sí que estoy segura.

—O sea, que ocurrió durante la noche de San Juan —terció Martinson—. Ya hace casi dos meses.

—Eso aún no lo sabemos —objetó Wallander—. Ni siquiera sabemos si el crimen se cometió aquí.

A él mismo se le antojó inverosímil que no hubiese ocurrido así. No obstante, bien mirado, le pareció aún más inverosímil el hecho de que nadie hubiese descubierto los cadáveres en todo ese tiempo.

Wallander empezó a dar vueltas en torno al mantel con la intención de hacerse una idea de lo que allí había sucedido. Muy despacio, alejó de su mente cualquier otro pensamiento.

«Se reúnen para celebrar una fiesta. Según el plan, van a ser cuatro, pero uno de ellos cae enfermo. En unas cestas, llevan la comida, unas botellas de vino y un aparato de música».

Wallander se interrumpió. Se acercó a Hanson, que hablaba por teléfono, y aguardó a que terminara.

—¿Qué hay de los coches? —inquirió—. Los que creíamos que estaban circulando por Europa. ¿Dónde están? Estos jóvenes llegaron al parque de alguna manera.

Hanson prometió encargarse de averiguarlo y Wallander siguió dando vueltas en torno al mantel donde yacían los cuerpos. «Disponen la comida, comen y beben». Entonces se agachó. En una de las cestas había una botella de vino vacía; más allá, otras dos.

«La muerte se os presentó y, para entonces, ya os habíais bebido tres botellas, lo que significa que estabais borrachos».

Wallander se puso de pie, meditabundo. Nyberg se hallaba junto a él.

—No estaría mal que averiguásemos si se derramó algo de vino en el suelo, o si se lo bebieron todo.

Nyberg señaló una mancha en el mantel.

—Por lo menos aquí se le derramó vino a alguno de ellos —afirmó—. Te lo digo por si creías que era sangre.

Wallander dijo para sí:

«Así pues, coméis y bebéis y os emborracháis. Además, escucháis música. Entonces llega alguien y os mata. Y os quedáis los tres entrelazados sobre el mantel; uno de vosotros —tú, Astrid Hillström— queda en una posición que sugiere que estás dormida. Puede que sea muy tarde, probablemente ya pasada la noche de San Juan. Tal vez de madrugada».

Wallander se detuvo.

Su mirada se posó en una copa que estaba junto a una de las cestas. Se agachó de nuevo y luego se arrodilló. Le hizo una seña al fotógrafo para que se acercase a tomar un primer plano. La copa estaba apoyada contra la cesta; el pie descansaba sobre una piedrecilla. Miró a su alrededor y levantó el mantel, pero no vio piedras por ninguna parte. Se preguntó qué significaba aquello y, cuando Nyberg pasó a su lado, lo llamó.

—Hay una piedra bajo el pie de la copa. Si encuentras alguna otra que se le parezca, me lo dices.

Nyberg sacó su bloc del bolsillo y tomó algunas notas. Wallander continuó su paseo durante un rato, antes de retirarse unos metros y mirar a su alrededor.

«Desplegasteis el mantel al pie de un árbol. Habíais elegido un lugar apartado y fuera del alcance de miradas inoportunas».

Atravesó los espesos arbustos y se colocó al otro lado del árbol. «Alguien debió de aproximarse a vosotros desde algún lugar cercano, pero sin que lo vierais. Ninguno de vosotros intentó huir. Estabais sentados sobre el mantel, descansando, incluso cabe la posibilidad de que alguno de vosotros se hubiera quedado dormido. Pero dos estabais despiertos».

Wallander volvió a acercarse al mantel. Permaneció largo rato observando los cadáveres.

Había algo que no encajaba en absoluto.

Al cabo de un rato cayó en la cuenta de lo que era.

La imagen que tenía ante sí no era natural. Alguien la había preparado.

13

Aquel domingo, 11 de agosto, al anochecer, cuando ya los focos iluminaban con su luz fría el claro del parque, Wallander hizo algo que sorprendió a todos. Simplemente, se marchó de allí. La única persona con la que habló antes de irse fue Ann-Britt Höglund. Se la llevó discretamente hasta el sendero, ya trillado por todos los coches patrulla y plagado de huellas de neumático. Necesitaba que le prestase su vehículo, pues él había dejado el suyo aparcado en la calle Mariagatan. Sin embargo, no le reveló adónde pretendía ir. Tan sólo le dijo que llevaba el móvil encima para que, si ocurría algo importante, pudiesen localizarlo en cualquier momento. Y desapareció por el sendero. Ann-Britt regresó al lugar del crimen, donde los trabajos de inspección avanzaban a marchas forzadas. Los cuerpos ya no estaban allí. Se los habían llevado pasadas las cuatro. Al cabo de un rato, Martinson, al percatarse de la ausencia de Wallander, quiso saber adónde había ido. También Hanson y Nyberg se preguntaron dónde estaría. Ann-Britt les respondió y les dijo la verdad: que no lo sabía; que tan sólo le había pedido prestado su coche.

Sin embargo, no había nada de extraño en el comportamiento de su colega. De repente, tras pasar tantas horas junto a los macabros restos de una fiesta de San Juan, sintió que no podía más y se marchó. Por otro lado, para poder hacerse una idea del conjunto, necesitaba algo de perspectiva. Sabía que él era el responsable último de las investigaciones. O, más bien, de la investigación, pues ya empezaba a considerarlas una sola. Si estaba seguro de algo era de que todo estaba relacionado: los jóvenes muertos, Svedberg, el telescopio desaparecido, todo. Cuando se llevaron de allí los cadáveres, sintió que lo vencían el cansancio y el agobio. En cualquier caso, se obligó a seguir adelante y dedicó un par de horas a intentar, por segunda vez, imaginarse lo que había sucedido en aquel lugar. Después le sobrevino la imperiosa necesidad de alejarse de aquel escenario. Cuando le pidió el coche prestado a Ann-Britt Höglund, sabía perfectamente adónde se dirigiría. En efecto, no era una huida improvisada, pues rara vez, por agotado y abatido que se encontrase, perdía el control de sí mismo. De este modo, cuando avanzaba por el sendero a la luz del crepúsculo, le entraron las prisas. Había algo que quería ver; necesitaba poner un espejo ante sus ojos. A la entrada del parque aguardaban unos cuantos periodistas, pues rápidamente se había extendido el rumor de que algo había sucedido en el interior de la zona de recreo.

Wallander los rechazó con un gesto de la mano cuando se le acercaron para torpedearlo con sus preguntas. Los calmó diciéndoles que informarían a la prensa al día siguiente, que todavía no podía decirles nada, y ello por motivos técnicos de la investigación, e incluso por otros motivos que no podía siquiera mencionarles. Ni que decir tiene que esto último no era cierto, pero en aquel momento le traía sin cuidado. Lo único que le importaba era encontrar a la persona o a las personas que habían matado a aquellos tres jóvenes. Si luego resultaba que Svedberg había estado involucrado de un modo u otro, no tendrían más remedio que aceptarlo. Debía dirigir las pesquisas en la dirección correcta, sin preocuparse de cuál sería la verdad a la que dichas pesquisas lo abocasen.

Abandonó, pues, el lugar y, al llegar a la carretera principal en dirección a Ystad y a Malmö, se detuvo un momento para comprobar que ninguno de los periodistas con que se había topado a la entrada del parque lo seguía.

Aparcó a la puerta de la casa de Svedberg, en la calle Lilla Norregatan. Echó un vistazo a la hormigonera y luego se palpó el bolsillo: allí llevaba las llaves del apartamento desde que se las diera Nyberg. En la puerta de la vivienda seguía colgado el rótulo que prohibía la entrada a toda persona ajena al Cuerpo de Policía. Wallander despegó la cinta adhesiva que cubría el ojo de la cerradura y abrió la puerta. El ambiente estaba cargado, olía a cerrado allí dentro. Fue a la cocina y abrió la ventana. Luego, mientras bebía agua del grifo del fregadero, recordó que al día siguiente, el lunes por la mañana, tenía cita con el doctor Göransson. Y sabía que no acudiría a esa cita, al igual que era consciente de que no había hecho nada por su salud desde que le confirmaron el diagnóstico. En efecto, seguía comiendo tan mal y tan a salto de mata como antes, y el ejercicio que practicaba era mínimo. Además, tal y como se presentaban las cosas, tendría que posponerlo todo incluida su propia salud.

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