El inspector apartó el reproductor y dejó caer las palmas de las manos sobre la mesa. Cuando abrió la boca para empezar a hablar, no tenía ni idea de lo que iba a decir. Y rebuscó en su mente hasta dar con el hilo conductor que necesitaba.
Estuvieron revisando los datos y las pistas de que disponían. En determinado momento, superaron tanto el cansancio como el profundo malestar que los embargaba.
«Una batida puede llevarse a cabo tanto en un paisaje físico como en uno espiritual», reflexionó Wallander. «Eso es exactamente lo que estamos haciendo, peinando nuestras observaciones, en lugar de unos matorrales que se resisten. Sin embargo, los procedimientos son bastante similares».
Se tomaron una pausa poco después de las doce de la noche. En el momento de reunirse de nuevo, Martinson se sentó sin darse cuenta en la silla de Svedberg, pero se percató enseguida de su lapsus y se cambió de sitio. Wallander aprovechó la pausa para orinar y para beber agua. Tenía la boca seca y le dolía la cabeza, pero aguantó el tirón y se dio ánimos para seguir adelante. Durante la pausa, entró también en su despacho y llamó al hospital. Tras una prolongada espera pudo al fin hablar con la enfermera que le había extraído la muestra de sangre.
—La chica está durmiendo —explicó—. Quería que le diese un somnífero, pero, claro, en su caso, no nos está permitido. Sin embargo, creo que ha conseguido dormirse sin la pastilla.
—¿Han telefoneado sus padres? ¿Su madre, tal vez?
—No. Sólo un hombre que dijo ser su vecino.
—¿Lundberg?
—Sí, eso es.
—No reaccionará hasta mañana, creo yo —comentó Wallander.
—¿Qué es lo que ha sucedido, en realidad?
Wallander, que no vio motivo alguno para ocultárselo, se lo contó. Al acabar, ella guardó silencio un buen rato.
—Parece mentira. ¿Cómo pueden ocurrir esas cosas?
—No lo sé —confesó Wallander—. Para mí es tan incomprensible como para cualquier otra persona.
Tras la conversación, regresó a la sala de reuniones. Se sentía preparado para ofrecer una síntesis de todas las conclusiones.
—Ignoro por qué se han producido estos hechos —comenzó—. Al igual que a vosotros, no me cabe en la cabeza qué tipo de locura puede llevar a nadie a matar a tiros y a sangre fría a tres jóvenes que celebraban su fiesta de San Juan. No logro vislumbrar ningún móvil, y por tanto tampoco puedo imaginarme al posible autor del crimen. Sin embargo, sí puedo distinguir una especie de curso de los acontecimientos, el mismo que vosotros, supongo. No está del todo claro y adolece de muchas lagunas, pero, en fin, algo es algo. Quisiera repasarlo otra vez. Corregidme si me equivoco y añadid lo que se me olvide.
Extendió el brazo para alcanzar una botella de agua Ramlösa con gas y se llenó el vaso antes de proseguir.
—En algún momento de la tarde del 21 de junio, tres jóvenes llegan al parque natural de Hagestad. Se supone que accedieron al lugar en dos vehículos, que no hemos hallado aún; averiguar dónde están esos coches es una de los asuntos más urgentes y, por ahora, pendientes. Según Isa Edengren, que iba a participar en la fiesta pero que cayó enferma, con lo que salvó así su vida, habían elegido previamente el lugar. Por otro lado, la fiesta era una especie de juego en el que se disfrazaron. Además, no era la primera vez que esto ocurría. Creo que debemos intentar comprender seriamente qué se traían entre manos. Tengo el convencimiento de que los unían lazos muy estrechos que tal vez excediesen los límites de la amistad. Sin embargo, ignoramos hasta la fecha de qué tipo de lazos se trataba. Así pues, llegan al lugar y ponen la mesa para celebrar una fiesta recreando el ambiente de la época de Bellman. Van disfrazados, llevan pelucas y acompañan la cena con la música de las
Epístolas de Fredman
. Otro hecho que desconocemos es si alguien los ha estado observando, ya sea cuando llegaron al parque, ya sea en el transcurso de la noche. El lugar se encuentra, desde luego, bien apartado de posibles miradas de extraños. Y, de repente, algo sucede. Aparece un asesino y los mata. Todos han sido alcanza dos por un tiro de bala en medio de la frente. Tampoco podemos decir cuál fue la clase de arma utilizada, aunque sí afirmar que el tirador sabía lo que hacía y que no pareció dudar lo más mínimo. Hasta que finalmente, cincuenta y un días más tarde, encontramos los cadáveres. Esto es, con toda probabilidad, lo que ha sucedido. Sin embargo, antes de saber con certeza cuánto tiempo llevan muertos, no podemos excluir la eventualidad de que todo se desarrollara de otro modo. Ni siquiera tiene por qué haber sucedido durante la fiesta de San Juan, sino que puede haber ocurrido después. Simplemente, no lo sabemos. Con independencia de cuándo ocurrió, hemos de concluir que el asesino debía de conocer algunos detalles. Es ilógico pensar que este triple asesinato fuera fruto de una casualidad. Por supuesto, tampoco podemos descartar la idea de que el autor del crimen sea un loco. En realidad, no podemos obviar ninguna posibilidad. Pese a todo, no pocas circunstancias apuntan al hecho de que el asesinato de estos jóvenes forma parte de un plan muy estudiado, si bien soy incapaz de imaginarme siquiera qué tipo de plan puede ser ése. ¿Qué ser humano puede querer acabar con tres jóvenes vidas en el preciso instante en que se entregan al disfrute y a la diversión? ¿Cuál puede ser el motivo? La verdad, no logro entenderlo. Y he de decir que nunca me he visto en una situación similar.
Guardó silencio entonces, aunque aún no había concluido, pues quería ofrecerles a sus compañeros la posibilidad de formular alguna pregunta. No obstante, como nadie abrió la boca, volvió a tomar la palabra.
—Hay algo más —anunció—. Si el asesinato de Svedberg es el principio o el final, o más bien un paso intermedio o un suceso paralelo a la conducta de estos tres jóvenes durante la noche de San Juan, es algo que también ignoramos. Lo cierto es que Svedberg ha sido asesinado. Hemos hallado en su apartamento una fotografía en la que aparece uno de los jóvenes asesinados. Una fotografía tomada durante una de sus fiestas. Sabemos que Svedberg se lanzó a hacer pesquisas en cuanto Eva Hillström y los padres de los otros dos muchachos comunicaron a la policía su preocupación por el hecho de que sus hijos se hubiesen marchado de viaje. El porqué de su solitaria investigación es otro dato que desconocemos. Pese a todo, hubo un punto de contacto entre ambos sucesos. Y eso es algo que no podemos ignorar. Debemos empezar a trabajar por ahí. Y hemos de dirigir nuestras fuerzas en varias direcciones al mismo tiempo. —Dejó el lápiz sobre la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Comprobó que le dolía la espalda. Dirigió la mirada a Nyberg—. Tal vez esté precipitándome —añadió—. Pero el hecho es que tanto Nyberg como yo tuvimos la firme sensación de que, en el parque, habían dispuesto el lugar del crimen como un escenario.
—Yo no me explico cómo pudieron haber estado allí durante cincuenta y un días sin que nadie los descubriera —intervino Hanson, abatido—. En verano, va siempre un montón de gente a ese parque.
—Sí, yo tampoco lo entiendo —convino Wallander—. Y eso nos brinda tres alternativas. La primera, que estamos equivocados en el punto de partida y aquello no era la fiesta de San Juan, sino otra que se celebró más tarde. La segunda, que el lugar donde los hallamos y el lugar del crimen no son el mismo. La tercera, que sí lo sean, pero que los cadáveres fueran desplazados y vueltos a colocar allí más tarde.
—¿Quién haría algo así? —inquirió Ann-Britt Höglund—. Y, sobre todo, ¿por qué?
—Pues eso es, precisamente, lo que yo creo que ha sucedido —afirmó Nyberg.
Todos los presentes se volvieron hacia él. Nyberg no solía mostrarse tan seguro en la fase preliminar de una investigación.
—Sí, yo tuve la misma impresión que Kurt —explicó—. Que aquello estaba amañado. Más o menos, como cuando un fotógrafo va a tomar una fotografía en un estudio. Además, descubrí algunos detalles que me dieron que pensar.
Wallander aguardaba, impaciente, pero de pronto fue como si Nyberg hubiese perdido el hilo.
—Te escuchamos —lo animó el inspector.
Nyberg meneó la cabeza.
—De todos modos, admito que parece una locura. ¿Por qué motivo alguien trasladaría a una persona muerta, para luego devolverla al lugar del crimen?
—Puede haber muchas razones —apuntó Wallander—. Para retrasar el descubrimiento, para así ganar tiempo y desaparecer…
—O para poder enviar unas cuantas postales —les recordó Martinson.
Wallander asintió, y después propuso:
—Veámoslo paso a paso. No debemos descartar ninguna hipótesis, pero sí analizar cuál sería la más probable.
—Las copas me dieron la pista —dijo Nyberg despacio—. En dos de ellas había aún restos de vino. En una, unos posos, en la otra, unos dedos de vino. Como es natural, tendría que haberse evaporado hace tiempo. Pero lo que más me sorprendió fue lo que no había: ni mosquitos ni ningún otro insecto muerto. Y en aquellos posos tendrían que haber caído algunos. Todos sabemos lo que ocurre cuando dejamos por la noche a la intemperie un vaso con vino. Por la mañana lo encontramos lleno de insectos muertos. Sin embargo, en esas copas no había nada.
—¿Cómo interpretas esa anomalía?
—Está claro: que las copas no llevaban allí mucho tiempo cuando Mats Leman descubrió los cuerpos.
—¿Cuántas horas, crees tú?
—Bueno, no podría decirlo con precisión, como es lógico.
—Sin embargo, los restos de comida contradicen tu versión —objetó Martinson—. Pollo podrido, lechuga mohosa, mantequilla agria, pan duro y seco… Los alimentos no se estropean en unas cuantas horas.
Nyberg lo miró.
—Pues eso es precisamente lo que estamos diciendo —le explicó—, que lo que Mats y Rosmarie Leman encontraron era una escena amañada; que alguien colocó allí unas copas y vertió en ellas un poco de vino. Los alimentos podridos pueden haberse preparado en otro lugar, antes de servirlos en los platos. —Nyberg volvía a parecer tan seguro de sus palabras como al principio—. La mayoría de estas cosas podremos demostrarlas en breve. Seremos capaces de establecer cuánto tiempo estuvo expuesto a la acción del aire el vino que hallamos en las copas. Podremos determinar estos datos y demostrarlos. Sin embargo, yo ya me he hecho una idea. Si los Leman hubiesen decidido dar el paseo un día antes, no habrían encontrado nada.
Se hizo el silencio en la sala y Wallander comprendió que Nyberg había llegado más lejos que él en sus conclusiones. En efecto, él no había imaginado que los cuerpos llevasen menos de un día en el parque. Aquello implicaba que el asesino había actuado muy poco antes de que ellos llegaran al parque. Por otro lado, lo que Nyberg acababa de decir modificaba radicalmente la relación de Svedberg con el asesinato. Éste podía haber matado a los jóvenes y luego haber ocultado los cuerpos, pero no pudo sacarlos y llevarlos allí de nuevo.
—Pareces convencido. ¿Hay alguna posibilidad de que te equivoques de medio a medio? —le interpeló Wallander.
—Ninguna. Puede que me equivoque en los momentos concretos y en los lapsos de tiempo. Pero, en líneas generales, los hechos tienen que haberse producido tal como los he descrito.
—Queda una pregunta por contestar —dijo Wallander—: Si el lugar del crimen es también el lugar del hallazgo.
—Aún no hemos acabado de analizarlo todo —advirtió Nyberg—. Aunque sí parece que la sangre traspasó el mantel e impregnó la tierra.
—En otras palabras, tú crees que les dispararon allí mismo, pero que seguramente los trasladaron una vez muertos.
—Exacto.
—En ese caso, la pregunta es adónde los llevaron.
Todos comprendieron que esa pregunta era decisiva. Estaban perfilando los movimientos de un asesino. No podían verlo, no lo tenían allí delante, pero empezaban a vislumbrar parte de sus desplazamientos. Aquello era un gran avance.
—Hasta ahora nos hemos figurado que se trata de una sola persona —comenzó Wallander—. Pero, por supuesto, pueden haber sido más. Lo cual resulta, por otro lado, bastante más verosímil si aceptamos la hipótesis de que los cuerpos fueron desplazados.
—Es posible que estemos utilizando un verbo equivocado —intervino Ann-Britt Höglund—. Tal vez no sea correcto hablar de «desplazar», sino más bien de «ocultar».
Wallander se sorprendió: estaba a punto de decir exactamente lo mismo.
—Esa zona no es de las más recónditas del parque —prosiguió—. Por supuesto, se puede acceder a ella en coche, pero no está permitido y llamaría la atención. La alternativa es, por tanto, muy sencilla. Los cuerpos han estado ocultos en el parque, tal vez en las inmediaciones del lugar del crimen.
—Los perros no encontraron ninguna pista reveladora —objetó Hanson—. Pero eso no tiene por qué significar nada.
Wallander había tomado una determinación.
—No podemos permitirnos el lujo de esperar los resultados de los distintos análisis técnicos. Quiero que nos pongamos manos a la obra en cuanto haya amanecido. Se trata de buscar un lugar en el que los cuerpos hayan podido estar escondidos por un lapso de tiempo más o menos prolongado. Si nuestros razonamientos son correctos, creo que ese lugar está muy cerca.
Era ya más de la una. Wallander comprendió que todos necesitaban dormir unas horas, pues no tardarían en tener que ponerse a trabajar de nuevo.
Él fue el último en abandonar la sala de reuniones. Recogió sus papeles y se dirigió a su despacho para guardarlos en su escritorio. Después se puso la chaqueta y se marchó de la comisaría. Fuera no corría el menor soplo de aire. Seguía haciendo calor. Respiró hondo, hasta llenar del todo los pulmones. Se colocó tras un coche de la policía y orinó. A la mañana siguiente tenía cita con el doctor Göransson. Sin embargo, no pensaba ir. Su nivel de glucemia era demasiado alto: quince con cinco. Pero ¿cómo iba a pensar en su salud en aquellos momentos?
Echó a andar hacia su casa a través de la ciudad desierta.
Por el camino se dijo que, durante la larga reunión, había un tema que no habían tocado. Y Wallander sospechaba que no era el único que había pensado en ello. Ni el único al que le preocupaba.
Estaban forjándose una imagen del autor del crimen y de sus movimientos. Sin embargo, no tenían la menor idea de cómo pensaba ni de lo que lo impulsaba a actuar así.
Sobre todo, ignoraban si tenía planes de atacar de nuevo.
Wallander no llegó a acostarse aquella noche. Ya en la calle Mariagatan, mientras revolvía en sus bolsillos en busca de las llaves de su casa, lo invadió un inmenso desasosiego. En efecto, en algún lugar, entre las sombras, había un asesino que había actuado con total determinación. ¿Qué podía haberlo llevado a comportarse así? ¿Actuaría de nuevo? Wallander se quedó quieto un instante, con las llaves en la mano, antes de tomar una decisión. Volvió a meterse las llaves en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió al coche. Mientras conducía a través de la ciudad dormida, introdujo un casete de ópera en el reproductor del coche, pero lo paró casi de inmediato. Reinaba en las calles una calma absoluta, y eso era precisamente lo que necesitaba. Bajó el cristal de la ventanilla para que el frescor nocturno entrase en el vehículo y el aire le diera en la cara. La angustia iba y venía, incesante como el oleaje. Buceaba en su subconsciente en pos de una especie de sortilegio, algo que lo convenciera de que el asesino no volvería a atacar, pero no encontró nada capaz de procurarle sosiego. Con toda certeza, el autor del crimen estaba ahí fuera, en la noche oscura, y allí permanecería hasta que lo atrapasen. Y no les quedaba otro remedio que atraparlo. No podían dejarlo escapar; si el asesino lograba sustraerse a la acción de la justicia, se convertiría en uno de aquellos criminales que, año tras año, perseguían a Wallander en sus sueños.