—¿Quieres decir que está siguiendo la pista de otra persona?
—Algo así. Tenemos que asegurarnos de que el personal destinado a vigilar el lugar del crimen y los responsables de los cordones policiales mantengan los ojos abiertos, muy abiertos, por si volviera.
Wallander pasó entonces a relatarle la llamada de Westin y las asociaciones a las que las palabras de aquél lo habían conducido. Ella lo escuchaba con atención, pero con claras y crecientes reservas.
—Sí, claro. Merece la pena investigar esa posibilidad —lo animó una vez que él hubo concluido—. Sin embargo, me temo que esa hipótesis tiene bastantes puntos débiles. Para empezar, ¿tú crees que la gente sigue escribiendo cartas y contándose cosas personales en ellas?
—Bueno, en el fondo, pienso que puede ser una solución. O una idea que nos aboque a otra más sólida y más acorde con los datos que ya poseemos.
—¿No ha aparecido ya un cartero de provincias en esta investigación?
—Dos, para ser exactos, si contamos a Westin —puntualizó Wallander—. Si no recuerdo mal, Erik Lundberg, el vecino de Isa Edengren, me explicó que el cartero había pasado la misma mañana que Isa ingresó en el hospital y que él se lo contó.
—Pues quizá no fuese mala idea comparar su voz con la del hombre que llamó al hospital —sugirió Ann-Britt Höglund.
A Wallander le llevó un instante comprender su propuesta.
—¡Ah! ¿Te refieres al que se hizo pasar por Lundberg?
—Claro. El cartero sabía que ella estaba ingresada y, por si fuera poco, también sabía que Lundberg lo sabía.
Por un momento, Wallander se sintió desconcertado. ¿Y si su razonamiento no resultaba ser tan descabellado? No obstante, se sentía exhausto, y en esas condiciones no le parecía sensato confiar en su propio juicio.
Pasó, finalmente, a referirle su encuentro con Bror Sundelius y su sospecha, cada vez más firme, de que aquel hombre no sólo le ocultaba algo, sino que también le había mentido.
—Es decir, que en algún punto de esa historia aparece nuestro Svedberg.
—En cierto sentido, podría tratarse de una historia de chantaje —apuntó Wallander—. Es absurdo negar que Svedberg se comportó de un modo insólito. Sabes tan bien como yo que debería haber instruido diligencias cuando Stig Stridh presentó la denuncia por agresión contra su hermano; eso estaba clarísimo. Y, sin embargo, la archiva por improcedente. Por si fuera poco, y al decir de Stridh, se condujo le modo amenazante, o sea, que se esfuerza, de forma activa y agresiva, para que Nils Stridh no sea citado a juicio. El que la comisión de Justicia desestimara el caso se me antoja un golpe de suerte, ni más ni menos. Svedberg se arriesgó seriamente a que lo expedientaran.
—Pues yo no me imagino a Svedberg amenazando a nadie.
—Exacto. Precisamente por eso debemos sospechar que hubo algo irás tras todo aquel asunto. Svedberg no se comportó como debía. O como solía. Se sentía bajo presión.
—¿Por parte de Nils Stridh?
—No logro imaginar otra explicación. Además, eso implicaría también a Bror Sundelius.
Ambos reflexionaron un momento acerca de las palabras de Wallander.
—¿Estás hablando de coacción? —inquirió ella al cabo.
—Míralo desde otra perspectiva: ¿qué otro motivo pudo haber?
—¿Cómo alguien como Nils Stridh pudo chantajear a Svedberg?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—Yo creo que deberíamos presionar a Sundelius —resolvió Ann-Britt Höglund.
—Sí. Y eso es lo que vamos a hacer —aseguró Wallander—. Tan pronto como podamos. En mi opinión, debemos reservar un lugar preferente para el ex director de banco, similar al de otros puntos importantes de la investigación.
Eran poco más de las diez de la mañana; Martinson y Hanson ya habían llegado, al igual que los tres policías de Malmö, y se hallaban en la sala de reuniones. Nyberg seguía en la playa de Nybrostrand, y Lisa Holgersson se había encerrado en su despacho para organizar los contactos con los medios de comunicación. Wallander entrevió en el pasillo a Thurnberg, que, ante su sorpresa, se mantuvo apartado. Al menos, por el momento. Una vez en la sala de reuniones, recibieron una copia de la denuncia de Nils Hagroth contra Wallander, la cual suscitó algún que otro comentario jocoso. «Derribamiento contra el suelo mediante el uso de la violencia contra una persona de sexo masculino que corría pacíficamente», fueron las líneas que más algarabía provocaron entre los colegas. Como es natural, Wallander no le veía mucha gracia a todo aquello, no ya porque temiese las posibles consecuencias, sino porque el incidente estaba dispersando un poco a sus colaboradores. De modo que los llamó al orden, se distribuyeron las tareas y dieron por concluida la reunión. Había trabajo para dar y tomar. Wallander se marchó, en compañía de Ann-Britt Höglund, a Köpingebro, para hablar con los padres de Malin Skander, la novia, que estaban conmocionados. Martinson y Hanson visitarían a los parientes más próximos de Torbjörn Werner, el novio. Wallander se durmió en cuanto se sentó en el coche de Ann-Britt Höglund, y ella no interrumpió su descanso.
El inspector no se despertó hasta que el coche se detuvo. Se encontraban en una granja a las afueras de Köpingebro. El día era hermoso y cálido, pero un amargo silencio pesaba sobre el lugar. Las puertas estaban cerradas, al igual que las ventanas. Cuando se dirigían a la casa, desde una de las esquinas del edificio les salió al paso un hombre de edad algo avanzada, alto y de complexión fuerte, que vestía traje oscuro. Con los ojos enrojecidos, se presentó: era el padre de la novia, y se llamaba Lars.
—Tendréis que hablar conmigo. Me temo que mi mujer no está en condiciones —dijo excusándola.
—Lamentamos profundamente lo ocurrido —comenzó Wallander—. Y también nos duele no poder aplazar esta conversación.
—Por supuesto que no puede aplazarse —convino Lars Skander sin ocultar su amargura y su dolor—. Se trata de atrapar a ese loco, ¿no es así? —El hombre los miraba con una expresión de súplica—. ¿Cómo puede haber gente capaz de hacer algo así? ¿Cómo puede alguien asesinar a una pareja de recién casados que se dispone a tomar sus fotografías de boda?
Wallander se preguntaba con desasosiego si el hombre no se vendría abajo, cuando intervino Ann-Britt Höglund.
—Te haremos unas preguntas, sólo las más importantes. Si queremos atrapar al asesino de tu hija, necesitamos cierta información.
—¿Os importa que nos sentemos aquí fuera? El ambiente en el interior de la casa no es muy agradable —se lamentó Lars Skander.
Rodearon, pues, el edificio hasta la parte de atrás, donde había una mesa y sillas de jardín al abrigo de un viejo cerezo.
Lars Skander era veterinario, natural de Hässleholm y afincado en Ystad desde que finalizó sus estudios. Además de Malin, la más joven, tenían otra hija y un hijo. Los otros dos ya se habían marchado de casa y se habían casado. Malin y su novio, Torbjörn, se conocían desde sus primeros años en la escuela y a nadie se le había ocurrido pensar que no acabasen juntos. No hacía mucho que Torbjörn se había hecho cargo de la granja de su padre, adonde la pareja se había trasladado a principios de verano, si bien la boda se había pospuesto, por diversas razones de tipo práctico, hasta el mes de agosto.
Hasta ese punto, Wallander dejó que Ann-Britt Höglund llevase el interrogatorio, y pronto percibió que la agente se dirigía al hombre con cautela y discreción.
Había llegado el momento de que él interviniese.
—Bien, hay una serie de preguntas que no me queda otro remedio que formular —comenzó—. ¿Se te ocurre quién puede haber hecho algo así? ¿Sabes si tenían enemigos?
Lars Skander lo miró sin comprender.
—¿Cómo iban a tener ellos ningún enemigo? Eran encantadores con todo el mundo, las personas más pacíficas que jamás conocí.
—Pese a todo, es mi obligación preguntar. Y pedirte que reflexiones antes de responder —insistió Wallander.
—Ya lo he meditado. No tenían ningún enemigo.
Wallander se recordó entonces a sí mismo que lo más importante era, de nuevo, la información. ¿Cómo había accedido el asesino a todos los datos necesarios para elaborar su plan?
—¿Cuándo fijaron el día de la boda? —preguntó.
—Pues no lo recuerdo con exactitud, pero fue en mayo o, como mucho, a finales de junio.
—¿Cuándo decidieron que las fotos se tomarían en la playa de Nybrostrand?
—Lo ignoro. Torbjörn y Rolf Haag eran buenos amigos desde hacía muchos años y me figuro que acordaron juntos el lugar, pero supongo que también Malin dio su opinión.
—¿Cuándo te enteraste de que harían el reportaje allí?
—Torbjörn y Malin lo tenían todo muy bien organizado, todo tenía que salir perfecto. Seguro que planearon la sesión de fotografías junto con todos los demás detalles de la boda.
—Es decir, lo más tarde, hace unos dos meses.
—Exacto.
—¿Qué personas estaban al corriente de que las fotos se harían en la playa?
La respuesta los sorprendió.
—Casi nadie.
—Y eso, ¿por qué?
—Querían disfrutar de algo de tranquilidad durante las horas que transcurrirían entre la boda y la fiesta, de modo que sólo lo sabían ellos y el fotógrafo, como si hubiesen decidido emprender un viaje de novios secreto que duraría dos horas.
Wallander y Ann-Britt intercambiaron una mirada elocuente.
—Bien. Esto es de capital importancia —subrayó Wallander—. ¿Quieres decir que ni siquiera tú o tu mujer lo sabíais?
—Así es, ninguno de los dos estábamos enterados. Y estoy convencido de que los padres de Torbjörn también lo ignoraban.
—Disculpa que insista —se excusó Wallander—, pero necesito estar seguro de que te he entendido bien. Según dices, a excepción de Malin y de Torbjörn, tan sólo el fotógrafo conocía el lugar donde pensaban hacerse las fotografías.
—Eso es.
—Y eligieron el lugar en mayo o en junio, ¿cierto?
—Bueno, al principio querían hacer el reportaje en las Piedras de Ale —corrigió Lars Skander—. Pero después cambiaron de idea.
Wallander frunció el entrecejo, pues no estaba seguro de haber comprendido.
—En otras palabras, tú sabías, pese a todo, el lugar elegido para las fotografías.
—Sí, yo conocía el plan inicial pero, como te digo, cambiaron de idea, pues pensaron que aquello resultaría demasiado vulgar: todo el mundo hacía sus reportajes de boda en las Piedras de Ale.
Wallander contuvo la respiración.
—¿Cuándo cambiaron de opinión y modificaron sus planes?
—Hace unas semanas.
—¿Y lo mantuvieron en secreto?
—Efectivamente.
Wallander observó a Lars Skander en silencio. Después volvió la vista hacia Ann-Britt Höglund. Por la mente de ambos cruzaba la misma idea. Habían decidido cambiar el lugar de la sesión de fotos hacía unas semanas, y lo habían guardado en secreto. Pero en aquellas semanas alguien había sido capaz de violar el secreto que ellos creían a buen recaudo.
—Llama a Martinson —ordenó Wallander—. Necesitamos que los padres de Werner nos confirmen este dato.
La agente se levantó y se apartó unos metros para efectuar la llamada. «Hasta ahora, no nos habíamos hallado tan cerca», se dijo Wallander, y siguió interrogando a Lars Skander.
—¿Se te ocurre quién podía saber, aparte de ellos tres, que tomarían las fotos en la playa?
—No.
Wallander sopesó en silencio todas las alternativas. Aún ignoraba si Rolf Haag tenía o no un ayudante. Por otro lado, siempre existía la posibilidad de que alguno de los amigos o parientes más cercanos conociese ese dato, sin que Lars Skander lo supiese.
En esas, de pronto se abrió una de las ventanas del piso de arriba. Una mujer se inclinó hacia fuera. Y dejó escapar un grito.
En adelante, la imagen de aquella mujer en la ventana y lo que ocurrió después quedarían grabados en la memoria de Wallander como una sucesión de escenas totalmente irreales. Una calma absoluta, uno de los días de agosto más cálidos hasta la fecha, el verdor intenso del jardín, Ann-Britt Höglund junto a un peral con el teléfono móvil contra la mejilla, él mismo sentado frente a Lars Skander, en una silla de madera pintada de blanco, y de pronto, aquel grito… Al instante, tanto él como Ann-Britt Höglund tuvieron la sensación de que, por más que corrieran, llegarían demasiado tarde. La mujer que acababa de abrir la ventana tenía la intención de lanzarse al vacío, y ellos no tendrían la menor oportunidad de detenerla. Caería sobre el camino de piedra que, como una amplia cinta gris, rodeaba la casa. Tal vez sobreviviese, pues la altura no era demasiado elevada. Pero daba la impresión de que quería lanzarse de cabeza.
Durante un instante, todo quedó en suspenso, como una imagen congelada de una película. Después, Ann-Britt Höglund arrojó el móvil y echó a correr hacia la ventana, mientras Wallander voceó algo que, después, no fue capaz de recordar. Lars Skander se levantó despacio, como si no comprendiese lo que sucedía. La mujer de la ventana no cesaba de gritar, esa mujer, la madre de la novia muerta, y su dolor, hendieron aquel apacible día de verano como un diamante corta un cristal.
Después, cuando comentaron el suceso, ambos convinieron en que el grito de la mujer había sido, sin duda, lo más desgarrador. Ann-Britt Höglund rodeó la casa a la carrera mientras Wallander aguardaba bajo la ventana con los brazos extendidos. Lars Skander surgió de repente a su lado, como una aparición, con la mirada impotente, fija en la triste figura que pendía de la ventana.
Entonces vieron perfilarse el rostro de Ann-Britt Höglund en la ventana. La agente apartó del alféizar a la mujer con un tirón decidido. Un profundo silencio los envolvió al punto.
Los gritos de la mujer habían cesado. Cuando subieron a la habitación, Ann-Britt Höglund, sentada en el suelo, la rodeaba con sus brazos. Wallander bajó las escaleras para llamar a una ambulancia. Cuando ésta llegó para llevarse a la mujer, Ann-Britt y él regresaron a la parte posterior de la casa. Ann-Britt recogió el móvil que yacía sobre el césped, y Wallander se dejó caer en una de las sillas del jardín.
—Martinson acababa de contestar al teléfono cuando se abrió la ventana —comentó la agente—. Supongo que estará preguntándose…
—Claro, vuelve a llamar —aconsejó Wallander.
Ella se sentó al otro lado de la mesa, atenta al zumbido de una avispa que revoloteaba entre los rostros de ambos.