Pisando los talones (62 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—Creo que aún no me hago a la idea —comentó la joven—. He pasado dos días enteros completamente sola en una casa vacía situada en un bosque inmenso y solitario y, cuando vuelvo, me encuentro con esto…

La muchacha rompió a llorar y Birch le rodeó los hombros con el brazo, con gesto protector.

—Voy a llevarla a casa cuanto antes. ¿Me llamarás cuando llegues? —quiso saber Birch.

—Claro, te llamaré cuando esté en Ystad —prometió Wallander—. ¿Dónde estarás entonces?

—Quiero ir a ver el apartamento esta misma noche.

Wallander comprobó si tenía el número de móvil de Birch y se encaminó a su coche, que había aparcado en la acera de enfrente. Birch y María Hjortberg partieron en el coche del agente. Eran ya las diez y media.

Estaba a punto de abrir la puerta del coche cuando el móvil empezó a zumbarle en el bolsillo, de modo que respondió.

—¿Puedo hablar con Kurt Wallander?

—Soy yo.

—Hola, soy Lone Kjær. Sólo quería que supieras que la supuesta Louise se encuentra en el bar Amigo en este preciso momento. ¿Qué quieres que hagamos?

Wallander no dudó ni un instante.

—Yo estoy en Malmö, así que salgo hacia allí ahora mismo. Si abandona el bar, seguidla.

—Creo que podrás tomar el transbordador de las once, así que llegarás a Copenhague a las doce menos cuarto. Estaré esperándote.

—No la perdáis de vista —rogó Wallander—. Necesitamos a esa mujer.

—La tendremos bien vigilada. Te lo prometo.

Wallander salió a toda velocidad en dirección al puerto y estacionó el coche en el aparcamiento.

A las once en punto, el transbordador
Löparen
abandonó el muelle y puso rumbo a Copenhague.

Wallander viajaba en la cubierta superior, desde donde contemplaba la oscuridad de la noche. Al poco, empezó a rebuscar en el bolsillo, pero el teléfono no estaba allí: se lo había dejado en el asiento del coche.

Además, no recordaba si había apagado o no las luces de su coche. Le preguntó a una de las azafatas del barco si había algún teléfono desde el que pudiese realizar una llamada.

—Lo siento, el teléfono está averiado.

Wallander asintió. Lone Kjær tendría, sin duda, un teléfono móvil. Volvió a hundir la mirada en la oscuridad. En su interior, la tensión crecía sin cesar.

29

Wallander la vio tan pronto como hubo cruzado la pasarela. Llevaba una cazadora de piel, el pelo rubio y corto y era más joven de lo que él había imaginado. Y de baja estatura. No cabía la menor duda de que era policía, si bien, como de costumbre, no habría sabido explicar por qué. Simplemente, era capaz de identificar a un compañero en medio de una multitud de desconocidos.

Así pues, se saludaron como colegas.

—Louise sigue en el bar —le dijo ella enseguida.

—Si es que se llama Louise —observó Wallander.

—¿Qué esperas de ella, en realidad?

Wallander había reflexionado sobre la situación durante la travesía. A decir verdad, no había cargo alguno contra la mujer. No era sospechosa de haber cometido ni de haber estado involucrada en ningún delito. Lo único que quería era hablar con ella, pues consideraba que tenía suficientes preguntas que hacerle.

—Sospecho que posee una buena cantidad de información. O sea, que es muy importante que no desaparezca.

—¿Qué te hace temer que pretenda escapar?

Wallander comprendió que la pregunta era más que pertinente. De hecho, era posible que ella no supiese que la buscaban ni que su fotografía había aparecido en los periódicos. El que nadie la hubiese identificado al ver su foto podía deberse simplemente a que ella, por alguna razón de lo más natural, no saliese mucho.

Mientras conversaban, habían pasado la aduana y se encontraban ya en la calle, donde los aguardaba un coche patrulla. Se sentaron en el asiento trasero y partieron.

—Bien pensado, un bar no es el lugar más indicado para mantener una conversación de esta naturaleza.

—Podéis utilizar mi despacho.

Sobrevino un silencio, y Wallander rememoró la última vez que había estado en Copenhague, cuando asistió a una representación de
Tosca
en Det Kongelige Teater
[12]
. Había ido solo y, después de la ópera, entró en un bar del que salió bastante ebrio para, finalmente, tomar el último transbordador de regreso a Malmö.

Estaba a punto de pedirle que le prestase su teléfono móvil cuando el coche se detuvo. Lone Kjær mantuvo una breve conversación por radio.

—Sigue allí —lo informó, al tiempo que señalaba hacia fuera—. ¿Quieres que te espere aquí?

—En realidad, podrías acompañarme.

A la puerta del establecimiento, relucía un letrero luminoso en el que sólo se leían las letras «igo». Wallander se sintió cada vez más tenso, pues estaba a punto de conocer a la mujer que tantas intrigas había suscitado desde que hallaron su fotografía en el escondite secreto de Svedberg, bajo el linóleo de su apartamento de la calle de Lilla Norregatan.

Abrieron la puerta, apartaron una cortina y accedieron al interior del bar. Hacía calor, y el ambiente estaba cargado de humo de tabaco, matizado por una luz rojiza. El local estaba muy concurrido. Un hombre que se dirigía a la salida avanzó hacia ellos.

—Al final de la barra —le dijo el hombre a Lone Kjær.

Wallander lo oyó y, mientras la colega danesa aguardaba junto a la puerta, comenzó a abrirse paso entre la gente.

Entonces la descubrió.

Estaba sentada en un extremo de la barra. Llevaba el pelo como en la fotografía. Wallander permaneció inmóvil, contemplándola. Pese a estar rodeada de gente, le pareció que había acudido allí sola. Louise estaba tomando vino. Ella lanzó una mirada hacia la zona en que él se encontraba, pero Wallander se hizo a un lado hasta quedar tras la fornida espalda de un hombre que, en el centro del local, charlaba con una cerveza en la mano. Wallander avanzó de nuevo para comprobar que ella había vuelto a concentrar su atención en la copa de vino. El inspector se dio la vuelta, hizo una seña de asentimiento a Lone Kjær y siguió avanzando entre los clientes.

Tuvo suerte: no bien llegó hasta ella, el hombre que ocupaba el taburete que había a su izquierda se levantó y se marchó, de modo que el inspector pudo sentarse en él. Ella le lanzó una mirada fugaz antes de regresar a su copa de vino.

—Tú eres Louise, ¿no es cierto? —comenzó Wallander—. Yo me llamo Kurt Wallander, de la policía de Ystad. He venido a Copenhague para hablar contigo.

Wallander notó la tensión en el semblante de la mujer, que, no obstante, no tardó en recobrar la serenidad, lo que se tradujo en una amplia sonrisa.

—Claro —contestó—. Pero estaba a punto de ir a los servicios, si no te importa.

De modo que la mujer se levantó y desapareció hacia la pared del fondo, donde un letrero indicaba que se hallaban los aseos. Wallander negó con la cabeza cuando el camarero le preguntó qué quería tomar. Pensó que la mujer no tenía acento de Escania. Pero era sueca.

Lone Kjær se había aproximado a Wallander. Éste la vio a unos pasos, junto a la barra, y le indicó con un gesto que todo estaba en orden. De la pared que se alzaba tras la barra colgaba un reloj y publicidad de una marca de whisky completamente desconocida para Wallander. Habían transcurrido ya cuatro minutos, y Wallander lanzó una mirada a los servicios. Vio salir a un hombre, después a otro. Mientras aguardaba, intentaba decidir cuál sería la primera pregunta que le haría a Louise, pues había muchas entre las que elegir.

De pronto, se dio cuenta de que habían pasado ya siete minutos. Algo no iba bien. Se levantó y se dirigió a la puerta de los servicios de señoras. Lone Kjær lo vio alejarse bruscamente de la barra y se apresuró en la misma dirección.

—Entra en los servicios de señoras —le pidió Wallander.

—¿Por qué? Si aún no ha salido. Si hubiese intentado abandonar el bar, yo me habría dado cuenta.

—Aquí falla algo —insistió Wallander—. Quiero que entres.

Lone Kjær obedeció mientras Wallander aguardaba. No sabía decir qué con exactitud, pero no le cabía la menor duda de que algo extraño había ocurrido. Lone Kjær volvió enseguida.

—Pues ahí dentro no está.

—¡Joder! —exclamó Wallander—. ¿Había alguna ventana?

Sin esperar respuesta, se abalanzó hacia la puerta e irrumpió en los servicios, donde dos mujeres se retocaban el maquillaje ante el espejo. Wallander apenas si se fijó en ellas.

Louise había desaparecido, de modo que volvió a salir a toda prisa.

—Tiene que estar aquí —reiteró incrédula Lone Kjær—. Yo la habría visto salir.

—Ya, pero no está —replicó Wallander.

Se abrió paso apretujándose entre los clientes del establecimiento, cada vez más numerosos. El hombre que vigilaba la entrada parecía un luchador profesional.

—Pregúntale —le indicó Wallander a la colega danesa—. Una mujer de melena oscura. Queremos saber si ha salido de aquí hace unos diez minutos.

Lone Kjær le hizo la pregunta al luchador, pero éste negó con un gesto.

—Pregúntale si la habría visto salir —insistió Wallander.

El luchador respondió algo que Wallander no logró captar.

—Dice que está seguro: no ha salido ninguna mujer morena —aclaró ella alzando la voz para hacerse oír entre tanto ruido.

Wallander se apresuró a regresar al interior con la intención de buscar a Louise, pese a que, en el fondo, sabía que la mujer había desaparecido.

Finalmente, se rindió.

—No está aquí, así que podemos marcharnos —concluyó abatido. Volvió a la barra, pero también la copa había desaparecido—. ¿Dónde está la copa? —inquirió dirigiéndose al camarero.

—Ya la hemos lavado.

Wallander le lanzó una mirada elocuente y le hizo un gesto a Lone Kjær para que se acercase.

—Dudo mucho de que dé resultado —aseguró—. Pero podrías intentar detectar algunas huellas en la barra. Las necesitaría para compararlas.

—En fin, será la primera vez que acordono medio metro de la barra de un bar, pero ordenaré que lo hagan —prometió ella.

Le llevó un buen rato conseguir que el camarero comprendiese lo que pretendía hacer, antes de ponerse en contacto por radio con los técnicos que habrían de detectar y aislar las huellas digitales. Wallander salió a la calle.

Notó que estaba empapado en sudor, además de profundamente irritado por haberse dejado engañar. Aquella sonrisa…, que estaba dispuesta a hablar con él, pero que antes necesitaba ir a los servicios… ¿Cómo no había caído en la cuenta?

Diez minutos más tarde salió Lone Kjær.

—No acabo de explicarme cómo se las ha arreglado —se lamentó—. Yo la habría visto si hubiese salido.

En la mente de Wallander había empezado a cobrar forma una imagen que, paulatinamente, le llevó a comprender lo ocurrido. Sólo cabía una posibilidad. La explicación era tan insólita que le costó entenderla en todo su alcance.

—Necesito reflexionar. ¿Podemos ir a tu despacho?

Durante el trayecto hacia la comisaría, el inspector no pronunció palabra. Y tampoco ella le hizo ninguna pregunta. Subieron al tercer piso, donde Lone le ofreció un café que Wallander aceptó.

—No comprendo cómo pudo salir —repitió la colega—. No lo entiendo.

—Es que a lo mejor nunca llegó a salir —sentenció Wallander—. Louise podría seguir allí dentro.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Qué podría seguir allí? Entonces, ¿qué hacemos nosotros aquí?

Wallander meneó la cabeza despacio. ¡Qué lento era! Y empezaba a hartarse de eso. En efecto, la primera vez que vio la fotografía en el apartamento de Svedberg, notó algo extraño en el cabello de aquella mujer.

«Debería haber caído en la cuenta mucho antes», se recriminó. «Debería haber visto que se trataba de una peluca».

Lone Kjær reiteró su pregunta.

—Louise podría seguir allí, en el bar —repitió él—. Por la sencilla razón de que Louise era otra persona, totalmente distinta. Louise era un hombre. Y el luchador que vigilaba la puerta dijo que había visto salir a tres hombres distintos durante los últimos minutos. Uno de ellos también pudo haber sido Louise, con la peluca en el bolsillo y sin maquillaje.

Wallander notó que ella no daba crédito a sus palabras. Y, a decir verdad, él no se sentía con fuerzas para explicárselo, pues lo más importante era, en definitiva, el descubrimiento que acababa de hacer.

Pese a todo, consideró que Lone se merecía una aclaración: eran más de las doce de la noche y ella le había estado ayudando hasta entonces.

—Hace ya algunos años, hice un viaje al Caribe —comenzó—. Fue durante uno de los peores periodos de mi vida. Una noche, tuve la oportunidad de entablar conversación con una mujer de extraordinaria belleza. Estaba sentado muy cerca de ella y podía ver su rostro con toda claridad. Pero no me di cuenta hasta que ella me lo dijo.

—Hasta que te dijo, ¿qué?

—Pues que era un hombre.

Lone Kjær pareció comenzar a aceptar la explicación de Wallander.

—De modo que ella entró en los servicios, se quitó la peluca y se limpió el maquillaje y salió tranquilamente —prosiguió Wallander—. Es probable que también hubiese modificado su vestimenta de algún modo. Ninguno de nosotros notó nada: puesto que esperábamos a una mujer, ¿quién iba a fijarse en los hombres que pasaban?

—Por lo que sé, Amigo no tiene fama de ser refugio de travestís.

—Ya, pero es posible que él fuese allí con la intención de hacerse pasar por una mujer, no para relacionarse con otros como él.

—¿Cómo afecta todo esto a tu investigación?

—No lo sé. Seguramente, en muchos aspectos, aunque aún no alcanzo a vislumbrar todas las consecuencias.

Ella miró el reloj.

—El último transbordador con destino a Malmö acaba de partir. El próximo no saldrá hasta las cinco menos cuarto de la mañana.

—Pues me iré a un hotel —resolvió Wallander.

Ella negó con un gesto.

—No. Puedes dormir en mi casa, en el sofá —ofreció solícita—. Mi marido es camarero y suele llegar a casa a estas horas. Normalmente, nos sentamos a charlar un rato mientras comemos algo.

Abandonaron, pues, la comisaría. A Wallander no llegó a quedarle claro en qué parte de la ciudad vivía Lone Kjær. Torben, que así se llamaba su marido, acababa de llegar cuando entraron ellos. Resultó ser un hombre amable, tan bajo como su mujer. En la cocina, se tomaron unos bocadillos que acompañaron con cerveza. Después, ella le preparó el sofá a Wallander, que insistió en tomar el primer transbordador hacia Malmö. Antes de darle las buenas noches, ella le prometió que lo despertaría a tiempo.

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