—Bueno, eso no cambia nada —atajó Wallander—. En realidad, ha sido un intento aventurado.
—Pues yo no te creo —insistió Albinsson—. Sospecho que estás buscando algo concreto.
—Bien, ya te he dicho cuanto podía revelar. Y, ahora que lo pienso, es posible que me queden aún algunas preguntas que hacerte —afirmó al tiempo que se sentaba de nuevo—. Una saca de correos debe de tener hoy un aspecto muy diferente del que tenía hace diez o veinte años. En realidad, ¿quiénes se envían cartas en estos tiempos?
—Sí, tienes razón, todo eso ha cambiado mucho en los últimos tiempos, y dentro de unos años se habrá modificado aún más. Lo cierto es que el correo postal está pasando de moda y la gente sustituye las cartas tradicionales por el fax o por el correo electrónico.
—Me figuro que la cantidad de cartas privadas se ha reducido notablemente.
—Bueno, no tanto como podría creerse. De hecho, aún hay muchas personas que desconfían del fax o del correo electrónico, gente celosa de su vida privada, que prefiere el sobre cerrado.
—Es decir, que las sacas de Correos no están llenas de folletos publicitarios y de cartas de bancos e instituciones públicas.
—Ni mucho menos.
Wallander asintió y se levantó al mismo tiempo que Albinsson.
—¿Te han servido de algo mis respuestas?
—Creo que sí. Y gracias por tu ayuda —añadió Wallander.
Albinsson no hizo más preguntas y ambos se despidieron en la puerta principal. Ya en la calle, casi lo deslumbró la luz del sol. «¡Qué mes de agosto tan extraordinario!», exclamó para sí. «Este calor, que no parece dispuesto a ceder… y el viento, por lo general intenso y constante, que ahora parece haber desaparecido…».
Mientras regresaba a la comisaría se preguntó si debía vestir el uniforme al día siguiente, cuando enterrasen a Svedberg. Tampoco estaba seguro de si Ann-Britt Höglund no se habría arrepentido ya de su compromiso de pronunciar un discurso que, por si fuera poco, no había sido redactado por ella misma.
Cuando entró, Ebba le comunicó que Lisa Holgersson quería hablar con él. Wallander notó que Ebba parecía abatida.
—¿Qué tal estás? —preguntó solícito—. Últimamente apenas si tenemos tiempo de hablar.
—Las cosas son como son —sentenció ella.
Wallander recordó que su padre solía responder con las mismas palabras cuando se refería a las miserias de la vejez.
—En cuanto pase todo esto, hablaremos tú y yo —prometió Wallander.
Ella asintió, una pizca desganada. Wallander sospechaba que no eran sólo los achaques de la edad lo que le afectaba, pero no tenía tiempo de detenerse a preguntar, de modo que se dirigió al despacho de Lisa Holgersson, cuya puerta estaba, como de costumbre, abierta.
—Bueno, esto sí que es un avance —declaró la comisaria jefe una vez que él se hubo acomodado—. Thurnberg está impresionado.
—Impresionado, ¿por qué?
—Eso tendrás que preguntárselo a él, pero te aseguro que haces honor a tu fama.
Wallander estaba atónito.
—¿Tan mala es?
—¡No! Todo lo contrario.
Wallander alzó los brazos en señal de impotencia. No tenía la menor intención de hablar de sus aportaciones, pues las hallaba del todo insuficientes.
—El director general de la Policía asistirá al entierro —le informó—. Y la ministra de justicia también. Llegarán al aeropuerto de Sturup a las once y yo iré a recibirlos. Ambos han expresado su deseo de celebrar una pequeña reunión para que les expongamos a grandes rasgos el estado de la investigación, a eso de las once y media, en la gran sala de reuniones. Tú, Thurnberg y yo.
—¿No podría acudir Martinson en mi lugar? Él se expresa en público mucho mejor que yo.
—Ya, pero eres tú quien dirige la operación —objetó ella—. Habíamos pensado que durase media hora, como máximo. Luego irán a almorzar y regresarán a Estocolmo inmediatamente después del entierro.
—¿Sabes si alguno de los dos piensa pronunciar un discurso?
—Los dos.
—Este entierro me llena de angustia —confesó Wallander—. No cabe duda de que todo es muy distinto cuando el fallecido ha sido brutalmente asesinado.
—¿Estás pensando en tu viejo amigo Rydberg?
—Así es.
En ese momento sonó el teléfono. Lisa Holgersson respondió y pidió que la llamaran más tarde.
—¿Qué pasó al final con la música? —quiso saber Wallander.
—Lo dejamos en manos del director del coro. Seguro que elegirá algo digno. ¿Qué es lo que suelen interpretar?… Bach y Buxtehude, ¿no? Y, por supuesto, «Maravillosa es la tierra».
Wallander se incorporó, dispuesto a marcharse.
—Espero que aproveches la oportunidad, ahora que vas a tener a tiro tanto al director general como a la ministra de justicia —comentó Wallander.
—La oportunidad, ¿para qué?
—Para hacerles saber que no podemos seguir así por mucho tiempo. Que si continúan recortándonos los presupuestos y los medios en vez de una campaña de ahorro esto parecerá más bien una conspiración conjunta, tanto con el crimen llamado organizado como con ese otro, inclasificable, que están invadiendo este país.
—¡Por todos los santos! ¿Qué insinúas? —se alarmó Lisa.
—No insinúo nada. Lo afirmo: una conspiración cuyo objetivo no es sino impedir que la policía pueda desempeñar con eficacia sus tareas y cumplir su función en la sociedad. Díselo a los dos. Que aún no hemos llegado a ese extremo, pero que no tardaremos en hacerlo.
Ella meneó la cabeza.
—Lamento decirte que no estoy de acuerdo contigo.
—Pero sabes que tengo razón. Todos los que trabajamos en el Cuerpo somos conscientes de que esto está degenerando.
—¿Y por qué no se lo dices tú mismo?
—Pues sí, quizá debería hacerlo. Pero lo primero que he de hacer es atrapar a este asesino.
—No, tú no. Nosotros —observó ella.
Wallander fue al despacho de Martinson, donde también halló a Ann-Britt Höglund. Los dos observaban en la pantalla de un ordenador el rostro de Louise, aunque sin el cabello, que Martinson había eliminado de la imagen.
—He utilizado un programa desarrollado por el FBI —aclaró Martinson—. Ahora podemos comenzar a añadir cientos de peinados, barbas y bigotes. Hasta podemos incorporarle granos…
—No recuerdo que tuviese granos —aseguró Wallander—. Lo único que nos interesa es lo que había bajo la peluca.
—Yo he estado haciendo alguna que otra indagación —explicó Ann-Britt Höglund—. Llamé a un fabricante de pelucas y le pregunté si la cantidad de cabello que se podía ocultar bajo una peluca tenía algún límite determinado, pero no me dio una respuesta clara y unívoca.
—En otras palabras, que puede que el individuo tenga una cabellera bien poblada —concluyó Wallander.
—Con este programa se pueden hacer infinidad de cosas —intervino Martinson—. Podemos ponerle orejas de soplillo o aplastarle la nariz.
—Ya, pero como en la fotografía sale ya su rostro, no tenemos por qué dedicarnos a ponerle ni aplastarle nada —atajó Wallander.
—¿Y el color de los ojos? —inquirió Martinson.
Wallander hizo memoria.
—Azules —resolvió al fin.
—¿Alcanzaste a ver los dientes de la mujer?
—No era una mujer, sino un hombre, recuerda.
—Sí, claro, pero ¿los viste?
—Pues no con mucha claridad, pero creo que tenía una dentadura blanca y bien cuidada.
—¿Cómo no? A los psicópatas suele preocuparles mucho la higiene —comentó Martinson.
—Aún ignoramos si se trata de un psicópata —apuntó Wallander.
Martinson introdujo los datos que Wallander le había proporcionado sobre los dientes y el color de los ojos en la imagen de la pantalla.
—¿Qué edad podía tener la mujer? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—No «la mujer», sino el hombre —repitió Wallander.
—Sí, pero tú no viste a un hombre, sino a una mujer. Después comprendiste que se trataba de un hombre, pero no llegaste a verlo como tal.
Wallander comprendió que tenía razón, que él había visto a una mujer y que aquél debía ser el punto de partida para determinar tanto su edad como otros datos.
—Pues, a decir verdad, siempre me resulta muy difícil calcular la edad, sobre todo cuando se trata de una mujer muy maquillada —confesó—. Pero yo diría que la fotografía que estamos usando es bastante reciente, así que la mujer debe de rondar los cuarenta.
—¿Y su estatura? —inquirió Martinson—. Cuando se puso de pie para ir a los servicios, ¿te pareció alta o baja?
Wallander hizo un esfuerzo por recordar.
—No estoy muy seguro —admitió al cabo—. Pero creo que era bastante alta. Podía medir entre 1,70 y 1,75.
Martinson pulsó un botón del teclado.
—¿Y el cuerpo? ¿Llevaba pechos postizos?
Wallander cayó en la cuenta de que no la había observado con la suficiente atención.
—Sinceramente, no sé qué responder.
Ann-Britt Höglund esbozó una mueca que bien podía interpretarse como una sonrisa.
—Según todos los estudios disponibles, los hombres se fijan de inmediato en el pecho de una mujer, en si es grande o pequeño… Y después, al parecer, en las piernas y el trasero.
Martinson continuaba manipulando la imagen mientras Wallander tomaba conciencia de lo absurdo de la situación. Aquella mujer era, en realidad, un hombre, pero él tenía que describirla como mujer, hasta que Martinson hubiese introducido en el ordenador los datos que necesitaba.
—Verás, llevaba una chaqueta —alegó a modo de excusa—. Quizás yo no sea un observador típico, pero he de decir que no noté que tuviese un busto especialmente sobresaliente. Además, la barra era bastante alta. Y tampoco pude verla bien por detrás, pues, en cuanto se apartó de la barra, quedó rodeada de gente. El bar estaba abarrotado.
—No os preocupéis, de todos modos tenemos bastante información —lo interrumpió Martinson, alentador—. Sólo nos queda intentar adivinar qué tipo de cabello oculta bajo la peluca.
—Pues ahí tenemos, sin duda, cientos de variantes —se lamentó Wallander—. La cuestión es si podemos enviar sólo el rostro, sin peinado. Hacerlo llegar a los periódicos y confiar en que alguien logre identificarlo por los rasgos de la cara, una vez eliminada la dichosa peluca, que hace pensar en el sexo equivocado.
—Bueno, según las investigaciones del FBI, resulta prácticamente imposible —aseguró Martinson.
—Aun así, podemos intentarlo —propuso Wallander. De repente, recordó otro detalle—. ¿Quién de vosotros habló con la enfermera que había atendido la llamada de quien se hizo pasar por Erik Lundberg?
—Yo —respondió Ann-Britt—. En realidad, era tarea de Hanson, pero él no pudo hacerse cargo del asunto.
—¿Qué te dijo?
—No mucho. Que tenía dialecto de Escania.
—¿Y sonaba auténtico?
Ella lo miró sorprendida.
—Pues no. Y la enfermera hizo un comentario al respecto: dijo que su dialecto sonaba extraño, aunque no fue capaz de decir en qué sentido.
—Es decir, que podemos suponer que el dialecto era fingido.
—Así es.
—¿Cómo era la voz, grave o aguda?
—Era una voz grave.
Wallander regresó mentalmente al bar Amigo: Louise le había dedicado una sonrisa antes de decirle que necesitaba ir a los servicios, y su voz era grave, sí, aunque había tratado de fingir un tono agudo.
—Por lo tanto, fue él quien llamó al hospital —concluyó—. De eso creo que podemos estar seguros, incluso aunque no dispongamos de ninguna prueba de ello.
Wallander sintió que necesitaba ordenar las ideas, o, mejor aún, contrastarlas con sus colaboradores más cercanos, que, en aquella investigación, eran precisamente Ann-Britt y Martinson. Ni siquiera Hanson podía contarse entre los que formaban aquel círculo íntimo.
—¿Por qué no hacemos balance nosotros tres? —sugirió Wallander—. Podemos sentarnos en la sala pequeña.
—Yo tendría que terminar esto —repuso Martinson—. No creas que es tan fácil manipular una imagen con este programa.
—No, claro, pero la reunión no tiene por qué llevarnos demasiado tiempo.
Martinson cedió y los tres se encaminaron hacia la más pequeña de las salas de reuniones que había en la comisaría. Una vez acomodados, Wallander les relató lo sucedido durante su visita a la terminal de Correos.
—No albergaba grandes esperanzas, la verdad, pero quería asegurarme —remató.
—Bien, pero eso no tiene por qué modificar nuestra hipótesis —observó Martinson—. Seguimos buscando a un hombre informado hasta límites sorprendentes, alguien que tiene acceso a los secretos mejor guardados de las personas.
—Cierto. Y, hasta el momento, no sabemos de nadie, a excepción de los novios y el fotógrafo, que conociese el lugar y la hora del reportaje de bodas —apuntó Ann-Britt Höglund.
—Pues precisamente en eso debemos centrarnos —intervino Wallander—. Esta investigación es de una amplitud inusitada, se extiende en todas las direcciones imaginables, pero por fin hemos logrado localizar un punto que podemos considerar crucial. Tenemos a un sospechoso que comparte con sus víctimas la afición por disfrazarse; por otro lado, se inmiscuye en un mundo casi secreto. ¿Cómo lo consigue? ¿Por qué medios obtiene la información que después utiliza? —preguntó Wallander y siguió reflexionando sobre su visita a la central de Correos—. Tan sólo encontré un denominador común —precisó—. Sture Björklund y los padres de Isa Edengren tienen el mismo cartero. Aparte de eso, tenemos otros tres carteros, además del que trabaja fuera del distrito de Ystad. Es decir, que podemos desechar esta teoría: todo esto es lo suficientemente absurdo como para que agreguemos la idea de una maquinación de carteros.
Sin embargo, Martinson no acababa de verlo claro.
—Yo creo que estamos precipitándonos. Supongamos que este sujeto que se disfraza de mujer no sea más que un elemento marginal de la investigación. De hecho, no podemos asegurar que ella se encuentre detrás de todo esto.
Wallander aceptó la justificada objeción de Martinson.
—Tienes razón —admitió—. Analicemos, pues, más de cerca a esos cuatro carteros, así como al que debe de existir en el distrito de Simrishamn. La central de Correos nos facilita la labor al proporcionarnos este folleto.
Anotaron los nombres, que se repartieron para investigarlos.
—Por otro lado —agregó Wallander—, aunque no creo que debamos confiar en ello, existe la posibilidad de que en Copenhague logren aislar algunas huellas dactilares en la barra. Por desgracia, cuando pregunté por la copa, ya la habían lavado.