—Aun así —insistió ella—. He oído hablar del obispo, el hombre tenía cincuenta y cinco años y, a esa edad, uno puede sentir la necesidad de dedicarse a otra actividad antes de jubilarse. Pero Ke Larstam cambió de profesión antes de haber cumplido los cuarenta.
Wallander vio que la joven colega había reparado en un detalle que podía resultar de capital importancia.
—¿Quieres decir que tal vez ocurrió algo?
—¿Por qué lo dejó, si no? ¿Por qué rompió con su carrera de ingeniero? Para mí está claro que debió de ocurrir algo decisivo, algo que lo movió a desligarse radicalmente de su pasado.
—Un ingeniero que, de repente, quema las naves y se retira… —prosiguió Wallander.
—Además, no sólo cambió de profesión, sino que también se mudó —apuntó Thurnberg—. Eso quizá corrobore que Ann-Britt está en lo cierto.
—Bien, yo me haré cargo de este asunto —afirmó Wallander—. Llamaré al gabinete de ingeniería… ¿Cómo se llama?
Martinson buscó en sus papeles hasta hallar el nombre.
—Strands Konsultativa Ingenjörsbyrå. Lo abandonó en 1985. Es decir, a la edad de treinta y tres años.
—Bueno, empezaremos por ahí —resolvió Wallander—. El resto os dedicaréis a seguir revisando el material aquí mismo en busca de indicios que nos revelen dónde puede hallarse en estos momentos o quién puede ser su próxima víctima.
—¿No deberíamos pedirle a Kjell Albinsson que viniera aquí de nuevo? —sugirió Thurnberg—. Tal vez recuerde algún otro dato si asiste a nuestro intercambio de puntos de vista.
—De acuerdo, buena idea —convino Wallander—. Lo traeremos aquí. Por cierto, alguien tiene que comprobar si el nombre de Larstam figura en nuestros registros. Al parecer, ése es su verdadero nombre.
—Creo que no lo tenemos —intervino Martinson—. Ya lo he comprobado.
Sorprendido, Wallander se preguntó cuándo había realizado Martinson tal comprobación. Al final, dedujo que no cabía más que una explicación: el colega no había dicho la verdad cuando afirmó que había dormido una hora, sino que había estado trabajando, como Wallander. Su pequeña mentira era claro indicio de su preocupación por el inspector.
Y éste, sin saber si debía sentirse conmovido o indignado, finalmente optó por no sentirse ni lo uno ni lo otro.
—Bien, manos a la obra. ¿Tenemos el número de teléfono del gabinete de ingenieros?
Alguien le dio el número solicitado, que él marcó para averiguar, tras unos segundos, que dicho número había cambiado por otro cuya dirección se hallaba en Vaxholm, a las afueras de Estocolmo. Wallander hizo un nuevo intento y, en esta ocasión, obtuvo la esperada respuesta.
—Strands Ingenjörer, buenos días —contestó una voz de mujer.
—Soy Kurt Wallander, inspector de la policía de Ystad —se presentó—. Necesito información sobre un ex empleado suyo.
—¿De quién se trata?
—Un ingeniero llamado Ke Larstam.
—No tenemos ningún empleado con ese nombre.
—Es lo que acabo de decirte. Ya no trabaja ahí. Te ruego que me escuches con atención.
—Oye, otro tono, por favor. ¿Cómo sé yo que eres policía? En realidad, podrías ser cualquier cosa.
Wallander estuvo a punto de arrancar el cable de la pared, pero logró calmarse.
—Cierto —convino al cabo—. No puedes saber quién soy en verdad, pero el caso es que necesito la información. Ke Larstam dejó el puesto en 1985.
—Eso fue antes de que yo entrase a trabajar aquí, así que será mejor que hables con Persson.
—Conforme. Para evitar nuevos malentendidos, te daré mi número de teléfono, así comprobaréis que corresponde a la comisaría de Ystad.
Ella anotó el número.
—Es muy urgente —la apremió Wallander—. La persona llamada Persson, ¿se encuentra ahí en este momento?
—Está reunido con los representantes de una constructora, pero le pediré que te llame en cuanto termine.
—Imposible —opuso Wallander—. Tendrá que interrumpir la reunión y llamarme de inmediato.
—Le advertiré que es muy urgente, pero no prometo nada.
—En tal caso, puedes decirle otra cosa: que un helicóptero de la policía de Estocolmo aterrizará en vuestro tejado si no me ha llamado en tres minutos.
Wallander colgó el auricular y, cuando alzó la vista, comprobó que todos sus compañeros lo miraban fijamente. Él se limitó a volver los ojos hacia Thurnberg, que, de pronto, rompió a reír a carcajadas.
—Lo siento —se excusó Wallander—. No he tenido más remedio.
Thurnberg asintió.
—Bueno, yo no he oído nada. Nada en absoluto.
No habían pasado ni dos minutos cuando sonó el teléfono. Al descolgar, Wallander oyó la voz de un hombre que se presentó como Hans Persson. El inspector le explicó el motivo de su llamada, sin mencionar cuál era la sospecha que recaía sobre Larstam.
—Según nuestros datos, dejó el gabinete en 1985 —comenzó Wallander.
—Exacto. Creo que se largó en noviembre.
—¿Se largó? Eso no suena muy bien que digamos.
—Bueno, fue lo que hizo.
Wallander presionó el auricular contra la oreja.
—¿Cómo?
—A decir verdad, lo eché yo. De hecho, es el único ingeniero al que he despedido. Quizá debería haber explicado que soy el fundador de esta empresa.
—Y entonces, ¿quién es Strand?
—Bueno, pensé que sonaba mejor que Persson Konsultativa Ingenjörsbyrå. En realidad, nunca hemos tenido aquí a nadie llamado Strand.
—Bien, el caso es que despediste a Ke Larstam, pero ¿por qué?
—En realidad, no resulta fácil explicarlo. El motivo más importante fue que no se adaptaba bien al grupo.
—Ya veo, y eso, ¿por qué?
—En fin, soy consciente de que puede sonar muy extraño.
—No te preocupes, soy policía, así que estoy acostumbrado.
—Era demasiado dependiente. Siempre decía estar conforme, pese a que los demás veíamos con claridad que tenía una opinión diferente. Resulta imposible dialogar con una persona cuyo único objetivo es complacer a los demás. El diálogo se estanca.
—¿Y él era así?
—Pues sí. La situación se hizo insostenible. Jamás presentó una idea propia. Supongo que por miedo a que los demás no opinasen como él.
—¿Qué tal eran las calificaciones de sus méritos profesionales?
—Excelentes. Eso nunca se cuestionó.
—¿Cuál fue su reacción al saberse despedido?
—No reaccionó en absoluto. Al menos, no de forma ostensible. Yo le propuse que se quedase seis meses más, pero él se marchó de inmediato. Recuerdo que salió de mi despacho, fue a buscar su abrigo y desapareció. Ni siquiera firmó el finiquito al que tenía derecho. Simplemente, se largó.
—¿Tuviste algún contacto con él después de aquello?
—Lo intentamos, pero fue imposible dar con él.
—¿Sabes si empezó a trabajar como cartero?
—Bueno, tras su marcha, mantuvimos algún contacto con la oficina de empleo y algo oí.
—¿Sabes si tenía algún amigo por aquel entonces?
—Pues no. En realidad, no sabíamos nada sobre su vida privada. Está claro que no tenía amigos entre sus compañeros. En alguna ocasión le cuidó el apartamento o la casa a alguno, cuando se marchaba de viaje, pero, por lo demás, era muy reservado.
—¿Sabes si tenía hermanos, o si sus padres están vivos?
—No. Su vida fuera del gabinete era un completo enigma. Lo cual es fuente de problemas en una empresa tan pequeña como ésta.
—Sí, claro, te entiendo. En fin, de todos modos, gracias por tu colaboración.
—No hay de qué, pero comprenderás también que tenga curiosidad por saber qué ha ocurrido.
—Ya lo sabrás en su momento. Por ahora, no puedo decirte nada más.
Wallander colgó el auricular de un golpe brusco. En su mente se estaba forjando una idea. En efecto, algo de lo que acababa de decirle Persson le rondaba la cabeza, el detalle de que Larstam cuidase los apartamentos de los demás mientras ellos estaban de viaje. No estaba muy seguro, pero merecía la pena intentarlo.
—¿Qué ha sido del apartamento de Svedberg? —inquirió.
—Ylva Brink me dijo después del entierro que aún no había empezado a desalojarlo.
Wallander pensó en el juego de llaves del apartamento de Svedberg que aún conservaba en uno de los cajones de su escritorio.
—Hanson, llévate a algún agente para que te acompañe al apartamento. A ver si os da la impresión de que alguien ha estado allí.
—¿Sólo eso?
—Nada más. Las llaves están en el cajón superior de mi escritorio.
Sin más preámbulos, Hanson se marchó, seguido de uno de los compañeros de Malmö, cuando eran las nueve menos tres minutos. Ann-Britt Höglund se afanaba por localizar a los padres de Larstam. Martinson siguió buscando en las bases de datos y en los archivos, y Wallander fue a los lavabos, donde evitó mirarse al espejo. Después, regresó a la sala de reuniones, donde alguien le ofreció un bocadillo que él rechazó. Al cabo de unos minutos, Ann-Britt Höglund volvió a la sala.
—Tanto su padre como su madre están muertos —declaró.
—¿Tenía hermanos?
—Dos hermanas mayores.
—Pues tendremos que localizarlas.
Ann-Britt volvió a salir y Wallander pensó en Kristina, su propia hermana. ¿Cómo lo describiría ella, si la policía comenzase a hacerle preguntas?
El inspector se sentó a la mesa y atrajo hacia sí la caja de bocadillos. Pero ya estaba vacía. Thurnberg estaba ocupado al teléfono y Wallander pudo oír que intentaba posponer una reunión. Martinson entró a buscar una carpeta y, cuando Thurnberg acababa su conversación telefónica, apareció en la sala Kjell Albinsson. El fiscal se lo llevó a un rincón e inició con él una charla que mantuvieron en voz muy baja.
De repente, alguien empezó a gritar en el pasillo. Wallander se levantó bruscamente de la silla en el mismo instante en que un policía se asomaba a la puerta.
—¡Se ha producido un tiroteo! ¡Abajo, en la plaza Torget! —gritó.
Wallander supo enseguida lo que había ocurrido.
—¡Es en el apartamento de Svedberg! —exclamó—. ¿Hay algún herido?
—Lo único que sé es que ha habido un tiroteo.
En menos de un minuto, cuatro coches, con las sirenas a todo volumen, se habían puesto en camino hacia el lugar de los hechos. Wallander aferraba su pistola con tal fuerza que le dolía la mano. «Así que Larstam estaba allí», concluyó. ¿Qué les habría ocurrido a Hanson y al colega de Malmö? El inspector se temía lo peor, pero la sola idea le resultaba insoportable. Para tranquilizarse, se decía que no, que no podía haber ocurrido nada malo.
Antes de que el coche se detuviera en la calle Lilla Norregatan, él ya había saltado fuera del vehículo. El consabido grupo de curiosos ya rodeaba el portal del edificio. Wallander echó a correr en dirección a la entrada y, al decir de alguno de los presentes, lo hizo lanzando un alarido, como un soldado en pleno ataque militar.
Entonces divisó a Hanson y al otro policía, ambos ilesos.
—¿Qué ha sucedido?
Hanson estaba pálido y tembloroso. El colega de Malmö se había sentado sobre el borde de la acera.
—Estaba ahí —declaró Hanson—. Yo acababa de abrir la puerta y, apenas habíamos entrado en el vestíbulo, cuando apareció y empezó a disparar. No nos alcanzó por pura casualidad. Después desapareció. Y nosotros echamos a correr. Hemos tenido suerte. Ni más ni menos.
Wallander permanecía en silencio, pero supo enseguida que aquello no había sido exactamente así. Larstam era muy buen tirador y, si hubiera querido, les habría disparado en mitad de la frente. Pero no quería; aquel día iba a inmolar a otra víctima.
No es que Hanson hubiera tenido suerte, no. Simplemente, él no era la novena víctima del asesino.
Wallander estaba convencido de que Larstam ya había abandonado el apartamento por la puerta trasera, pues sabía que éste siempre se aseguraba una vía de escape. Pese a todo, no subieron hasta que se pusieron los chalecos antibalas y acordonaron la calle.
El apartamento estaba vacío. La puerta trasera, entreabierta. «Un saludito de Larstam», se dijo. «Ésta es la segunda puerta que hallamos entornada, como si el asesino deseara mostrarnos su manera de escabullirse».
En ese momento, Martinson salió del dormitorio de Svedberg.
—Ha estado durmiendo en la cama. Ahora, al menos, ya sabemos algo más acerca de cómo razona: para él, una vivienda deshabitada es el mejor escondite.
—Querrás decir que sabemos cómo razonaba antes —precisó Wallander—. Puedes estar seguro de que no actuará del mismo modo por segunda vez.
—¿Y si avanzamos un paso en el razonamiento? —sugirió Martinson—. Nosotros estamos preguntándonos cómo piensa él. Y es probable que él haga lo mismo, que se pregunte cómo razonamos nosotros. Tal vez no sea tan descabellado dejar aquí una patrulla de vigilancia: dado que estamos convencidos de que no volverá, quizás haga precisamente eso.
—Francamente, tampoco creo que sea capaz de leer los pensamientos —atajó Wallander.
—Bueno, no era más que una sugerencia —repitió Martinson—. No parece sino que esté siempre un paso por delante y un paso por detrás de nosotros.
Wallander no respondió, pero también él había empezado a preguntarse si no habría algo de cierto en las palabras de Martinson. Eran las diez y media de la mañana. Wallander fue el último en abandonar el apartamento de Svedberg. Y lo hizo con la sensación de hallarse de nuevo en la primera casilla, aunque ignoraba en qué vuelta de la partida.
Tan sólo se atrevía a dar por cierta una afirmación: Larstam aún no había asesinado a su novena víctima. De haber asesinado a ésta, Hanson estaría ya muerto. Hanson habría sido el décimo cadáver, y el colega de Malmö, el undécimo.
«¿Por qué espera?», se preguntó Wallander. «¿Qué lo obliga a esperar? ¿Acaso la víctima elegida no se encuentra aún a tiro? ¿Cuál será la explicación?».
Wallander comenzó a bajar las escaleras.
Aún eran demasiadas las incógnitas.
Y él no conocía ni una sola de las respuestas.
Tal y como acababa de decirse, había vuelto a la casilla número uno.
Después, experimentó una vaga sensación de arrepentimiento. ¿No debería haber apuntado a la cabeza de aquellos dos hombres? Ellos, al abrir la puerta y entrar en el vestíbulo, lo habían despertado y se habían entrometido en lo más profundo de sus sueños. Enseguida supo que eran policías. ¿Quién, si no, iba a entrar en aquel apartamento que aún pertenecía a Karl Evert, pese a que ya estaba muerto y enterrado? Tampoco se le escapó el hecho de que habían ido para ver si él estaba allí. Desde luego, no cabía otra explicación.