El médico se levantó.
—Supongo que quieres verla cuanto antes.
—Sí. Pero antes quería advertirte que, como puedes figurarte, nada de lo que te he contado puede salir de estas cuatro paredes.
—Como sabrás, los médicos estamos obligados a guardar el secreto profesional.
—Ya. También los policías lo tenemos y, pese a ello, no te puedes hacer una idea de la cantidad de información que se filtra al exterior.
Ya en el pasillo, el médico se detuvo ante una puerta.
—Veré si está despierta.
Wallander aguardó fuera. No le gustaban los hospitales y quería marcharse de allí tan pronto como fuese posible.
Pero, mientras reflexionaba sobre ello, se le ocurrió una idea. Recordó algo que el doctor Göransson le había dicho sobre la existencia de métodos muy simples para medir el nivel de azúcar en la sangre de una persona. En ese momento, salió el médico.
—Está despierta.
—Disculpa. Quería pedirte otra cosa que no tiene nada que ver con este caso. ¿Podrías hacerme una prueba de azúcar?
El facultativo lo miró asombrado.
—¿Por qué?
—Porque mañana tengo una cita con el médico precisamente para eso, pero sé que no voy a tener tiempo de acudir.
—¿Eres diabético?
—No. Pero tengo el nivel de azúcar muy alto.
—Pues entonces, eres diabético.
—Sí, bueno. La cuestión es si puedes medirme el azúcar o no. No llevo encima la tarjeta sanitaria, pero quizá puedas hacer una excepción.
En ese momento apareció por el pasillo una enfermera. El médico la detuvo para preguntarle:
—¿Tienes un glucómetro a mano?
—Claro que sí.
Wallander leyó su nombre en la bata: Brundin.
—¿Podrías hacerle una prueba de glucemia a Wallander? Después entrará en la habitación de Isa Edengren para hablar con ella.
La enfermera asintió y Wallander le dio las gracias al doctor.
Ella le pinchó el dedo y dejó caer una gota de sangre sobre una tira de papel extendida sobre un aparato que parecía un radiocasete portátil.
—Quince y medio. Más alto, imposible —sentenció la mujer.
—Sí, es una mierda —comentó Wallander—. Gracias, eso es todo lo que quería saber.
Ella lo miró de arriba abajo, sin insolencia.
—Creo que pesas algo más de la cuenta.
Wallander asintió y, de pronto, se sintió tan avergonzado como un niño al que sorprenden cometiendo una travesura.
Segundos después entró en la habitación de Isa Edengren. Esperaba encontrársela acostada en la cama, pero la halló sentada en un sillón, con la manta hasta la barbilla. La única luz existente procedía de la lámpara del cabecero de la cama, y a Wallander le costó distinguir su rostro. No obstante, al acercarse, pudo ver sus ojos, que lo observaban con una expresión que muy bien podía calificarse de temor. Le tendió la mano al tiempo que se presentaba, antes de sentarse en un taburete que había cerca de la joven.
«Esta muchacha ignora aún lo sucedido», reflexionó. «No sabe que tres de sus mejores amigos están muertos. O, ¿quién sabe?, tal vez ya se lo había imaginado, tal vez esperó inútilmente su regreso y, al final, no soportó la idea…».
Corrió el taburete y lo acercó un poco más al sillón donde estaba sentada la joven. Isa no dejaba de observarlo. Nada más entrar en la habitación, Wallander se había acordado de su hija Linda. También ella, a la temprana edad de quince años, había intentado suicidarse. Ésa fue una de las razones, según comprendió más tarde, por las que su ex mujer, Mona, había decidido separarse. Sin embargo, también constituía uno de los episodios de su vida que él nunca alcanzó a comprender realmente, pese a haber hablado del tema con Linda, años después, en repetidas ocasiones. Y, por más que lo intentaba, el meollo del problema siempre se le escapaba. Y en aquellos momentos se preguntaba si podría entender por qué la muchacha que tenía a su lado había intentado quitarse la vida.
—Fui yo quien te encontró —comenzó el inspector—. Creo que ya lo sabes. Lo que aún ignoras es por qué fui a verte a Skårby, y por qué di varias vueltas a la casa y terminé por entrar en el cenador en el que te encontré inconsciente.
Wallander hizo una pausa para darle ocasión de intervenir, pero ella no hacía más que mirarlo.
—Tú ibas a celebrar la fiesta de San Juan con Martin, Astrid y Lena —continuó—. Pero te pusiste enferma, te entró dolor de estómago y te quedaste en casa. ¿Es eso cierto?
Al ver que ella seguía sin reaccionar, Wallander, de pronto, no supo cómo proseguir. ¿Cómo iba a contarle lo sucedido? Por otro lado, al día siguiente aparecería la noticia en todos los periódicos. Antes o después, e hiciese Wallander lo que hiciera, Isa quedaría conmocionada. «Ann-Britt tendría que haberme acompañado», pensó. «Ella habría sabido manejar esta situación mucho mejor que yo».
—Después de aquella fiesta, la madre de Astrid recibió algunas postales —le explicó—. Firmadas por los tres. O quizá sólo por Astrid, no recuerdo bien. Postales enviadas desde Hamburgo, París y Viena. ¿Habíais planeado salir de viaje después de vuestra fiesta?
Entonces ella habló. Pero con una voz tan tenue que al inspector le costó entenderla.
—No —musitó la muchacha—. No habíamos planeado nada.
A Wallander se le hizo un nudo en la garganta. Su voz era tan débil que parecía ir a quebrársele en cualquier momento. Por otro lado, seguía dándole vueltas al modo en que le contaría cómo su gastroenteritis le había salvado la vida.
En realidad, a Wallander le habría gustado poder llamar al médico con el que había hablado minutos antes y preguntarle qué debía hacer, cómo se lo habría dicho él. Pero algo se lo impidió, algo que lo impulsó en otra dirección.
—Háblame de aquella fiesta.
—¿Y por qué iba yo a hablarte de nuestra fiesta?
Se preguntó cómo una voz tan quebradiza podía sonar al mismo tiempo tan firme. Sin embargo, notó que su actitud no era de rechazo total, y calculó que ella le proporcionaría las respuestas según el talante con que él formulase las preguntas.
—Bueno…, tengo curiosidad. La madre de Astrid está preocupada.
—Era una fiesta normal y corriente.
—Pero pensabais disfrazaros con trajes de la época de Bellman, ¿verdad?
Ella no podía figurarse cómo lo había averiguado. Y era una pregunta arriesgada, pues la joven podía cerrarse en banda. Sin embargo, Wallander ya preveía que, en breve, cuando la pusiese al corriente de lo que les había sucedido a sus amigos, la joven se negaría a hablar.
—Sí. A veces nos disfrazábamos.
—¿Por qué lo hacíais?
—Porque así la fiesta tenía un toque especial.
—¿Te refieres a lo de salir de una época para entrar en otra? ¿Eso daba a las fiestas un toque especial?
—Pues sí.
—¿Os disfrazabais siempre con trajes de la época de Bellman?
Wallander creyó advertir cierto tono de desprecio en su respuesta:
—Nosotros nunca nos repetíamos.
—¿Por qué no?
La muchacha no contestó a aquella pregunta, por lo que él concluyó que era importante. Así, trató de retroceder un paso y abordar el tema desde otra perspectiva.
—Pero ¿de verdad que puede saberse cómo se vestía la gente en el año 1100, por ejemplo?
—Claro que sí, pero nunca nos trasladamos a esa época.
—¿Cuál era el criterio para elegir la época?
Tampoco en esta ocasión quiso responder Isa Edengren. Wallander empezó a entrever un rasgo común en las preguntas que a ella no le gustaba contestar.
—Cuéntame qué ocurrió en la noche de San Juan.
—Me puse enferma.
—Debió de ser algo repentino, ¿me equivoco?
—Sí, la gastroenteritis suele ser repentina.
—¿Qué sucedió exactamente?
—Martin vino a buscarme y le dije que no podía acompañarlos.
—¿Y cómo reaccionó?
—Pues, lógicamente, me preguntó si era verdad.
Wallander no comprendió bien su respuesta.
—¿Qué quieres decir?
—Uno puede decir la verdad. O todo lo contrario. Si uno no dice la verdad, queda fuera.
Wallander reflexionó un instante. «En primer lugar, obvia mi pregunta acerca de por qué no se repiten. Tampoco quiere contarme en función de qué criterios eligen las distintas épocas. Y ahora me dice que, si uno no dice la verdad, queda fuera. Pero ¿fuera de qué?».
—Es decir, que os tomabais vuestra amistad muy en serio. Estaba prohibido mentir. A la menor falsedad, el responsable quedaba excluido. ¿Estoy en lo cierto?
Ella lo miró con expresión de auténtico asombro.
—¿Qué otra cosa podría ser la amistad?
Wallander asintió.
—Sí, claro. Sin lugar a dudas, la amistad debe basarse en la confianza mutua.
—¿Acaso existe otra cosa?
—No sé. Quizás el amor…
Ella tiró de la manta y se tapó de nuevo hasta la barbilla.
—¿Qué pensaste cuando comprendiste que se habían ido de viaje a Europa sin decirte nada? —siguió el inspector.
Ella clavó en él una mirada intensa y prolongada antes de responder:
—Ya he contestado antes a esa pregunta.
A Wallander le llevó unos minutos comprender a qué se refería.
—Ya. Te refieres al policía que te visitó este verano. Él te hizo la misma pregunta, ¿no?
—Pues claro. ¿A qué otra cosa iba a referirme?
—¿Recuerdas qué día fue a verte?
—El 1 o el 2 de julio.
—¿Qué más te preguntó?
De improviso, la muchacha se inclinó hacia Wallander con un movimiento tan rápido que él se sobresaltó.
—Ya sé que está muerto. El policía que se llamaba Svedberg. ¿Por eso has venido?
—No exactamente. Pero me gustaría saber qué más te preguntó.
—Nada.
Wallander frunció el entrecejo.
—Bueno, seguro que te hizo alguna otra pregunta.
—No, ninguna. Lo tengo grabado en una cinta.
—¿Grabaste la conversación con Svedberg en un casete?
—Sí, sin que él se diera cuenta. Suelo hacerlo. Sin que la gente lo sepa, grabo lo que dicen.
—Así que grabaste a Svedberg.
—Sí.
—¿Dónde está ese casete?
—En el cenador, en el mismo sitio donde me encontraste. Tiene un ángel azul en la carátula.
—¿Un ángel azul?
—Sí, diseño mis carátulas yo misma.
—¿Te importa que envíe a alguien a buscarla?
—¿Por qué iba a importarme?
Wallander llamó a la comisaría y dio instrucciones al jefe de guardia de que enviase una patrulla a recoger el casete, además del reproductor portátil que recordaba haber visto sobre la mesa que había junto al diván.
—¿Un ángel azul? —preguntó el policía, intrigado.
—Eso es. Un ángel azul en la carátula. Y date prisa.
Les llevó exactamente veintinueve minutos. Mientras aguardaban, Isa Edengren pasó más de un cuarto de hora en el baño. Cuando regresó, Wallander observó perplejo que se había lavado el cabello. Por otro lado, se le ocurrió que tendría que haberlo inquietado la posibilidad de un nuevo intento de suicidio.
El policía entró en la habitación y dejó el casete y el reproductor. La joven asintió al ver el casete. Se puso los auriculares y escuchó hasta llegar al inicio de la entrevista con Svedberg.
—Aquí —le dijo tendiéndole los auriculares al inspector.
La voz de Svedberg llegó a sus oídos con una fuerza tan arrolladora que Wallander dio un respingo; era como si alguien le hubiese pinchado por sorpresa. Después lo oyó aclararse la garganta y formular su pregunta. La respuesta de la joven quedaba desvaída, engullida por un ruido distante e impreciso. Él rebobinó la cinta y la escuchó una vez más.
La muchacha no se había equivocado.
Tenía razón, pero, al mismo tiempo, no la tenía. Svedberg había formulado la misma pregunta que él pero, al mismo tiempo, era una pregunta distinta. En efecto, existía entre ambas una diferencia fundamental.
«¿Qué pensaste cuando comprendiste que se habían ido de viaje a Europa sin decirte nada
?». Así había articulado Wallander su pregunta.
Por el contrario, Svedberg la había formulado de un modo que modificaba el contenido de forma radical. El inspector escuchó de nuevo aquella voz tan familiar:
«¿De verdad crees que se han ido de viaje por Europa?».
Wallander la puso una última vez antes de quitarse los auriculares. Isa no había contestado a la pregunta de Svedberg.
«Svedberg lo sabía», concluyó.
«El 1 o el 2 de julio, ya lo sabía».
«Sabía que no habían emprendido ningún viaje por el extranjero».
La conversación prosiguió. El reproductor continuaba allí, sobre la mesa que había junto a ella, así como el casete, que, adornado con la imagen de un ángel azul, contenía el último registro de la voz de Svedberg. Wallander siguió con sus preguntas, aunque le costaba concentrarse. Por si fuera poco, experimentaba un tormento indecible ante la decisión que se vería obligado a tomar en breve. ¿Quién le diría a Isa Edengren lo que les había ocurrido a sus amigos en el parque natural? ¿Quién sería capaz de hacerlo? ¿Y cuándo? Wallander tenía la vaga sensación de haberla traicionado al no haberle revelado la verdad desde el principio. A aquellas alturas, pasadas las nueve de la noche y en vista de que no obtendría más información, aquello era lo único que le quedaba por hacer. Con el pretexto de que iba a buscar un café, una vez en el pasillo llamó a Martinson, que le explicó que ya estaban regresando a Ystad y que pronto no quedarían en el parque más que los expertos en criminología y los agentes encargados de vigilar el lugar. Nyberg y sus hombres seguirían trabajando durante la noche. Por su parte, Wallander le dijo dónde se encontraba y le pidió que le pasase el teléfono a Ann-Britt Höglund, a quien pidió ayuda, sin rodeos.
—Hay otra persona a la que comunicarle esas muertes: Isa Edengren. Imposible saber cómo va a reaccionar.
—Bueno, después de todo, está en un hospital. ¿Qué podría ocurrirle?
La frialdad que creyó detectar en aquellas palabras lo sorprendió. Pero enseguida se dio cuenta de que no era más que una estrategia de Ann-Britt para protegerse. De hecho, nada podía resultar más cruel que el tétrico y repulsivo espectáculo que se había visto obligada a contemplar durante aquel largo día de agosto.
—Ya. En cualquier caso, no estaría mal que vinieses —sugirió él—. De ese modo no tendré que pasar el trago yo solo. No olvides que no hace ni tres días que intentó quitarse la vida.