—Permitirme que te transmita mis condolencias —comenzó Wallander tras presentarse.
La voz de Sture Björklund sonó tensa y remota.
—En fin, tal vez yo deba hacer lo mismo. Supongo que tú conocías a mi primo mejor que yo. Ylva me ha llamado esta mañana, a las seis, y me ha contado lo que ha pasado.
—Es inevitable que se convierta en una noticia de máximo interés en los medios de comunicación —le advirtió Wallander.
—Sí, claro. Por cierto, es la segunda vez en la historia de la familia que alguien muere a manos de un asesino.
—¿Ah, sí?
—En 1847, el día 12 de abril, para ser exactos, el hermano de un antepasado paterno de Karl Evert fue asesinado de un hachazo a las afueras de Eslöv. El autor del crimen, un soldado llamado Brun, había sido expulsado del ejército por circunstancias de diversa índole. El antepasado de Karl Evert murió cuando Brun intentó robarle, pues el hombre se había dedicado con éxito al comercio de ganado y tenía bastante dinero.
—¿Qué ocurrió? —inquirió Wallander, tratando de ocultar su impaciencia.
—La policía, que por entonces no se compondría más que de una especie de fiscal regional y sus ayudantes, se aplicó de modo ejemplar y detuvo a Brun varios días después, cuando intentaba fugarse a Dinamarca. Fue condenado a muerte y ejecutado. De hecho, una de las primeras decisiones tomadas por Óscar I al acceder al trono fue dictar unas penas de muerte que habían quedado pendientes, pues el rey Carlos XV no había querido firmarlas. Así, el nuevo rey celebró su llegada al trono decretando la ejecución de catorce sentencias de muerte no resueltas durante el reinado anterior. Brun fue decapitado. En Malmö, concretamente.
—Una historia muy curiosa.
—Así es. Años atrás, me dediqué a investigar el árbol genealógico de la familia. En cualquier caso, yo conocía desde hacía tiempo la historia del soldado Brun y del crimen de Eslöv.
—Si no tienes inconveniente, me gustaría ir a verte hoy mismo para hacerte unas preguntas.
A Wallander le dio la impresión de que Sture Björklund se ponía en guardia.
—Unas preguntas, ¿sobre qué?
—Queremos hacernos una idea lo más exacta posible de cómo era Karl Evert —explicó Wallander, que se sintió incómodo y extraño al utilizar el nombre de pila de Svedberg.
—Yo apenas lo conocía. Por otro lado, he de viajar a Copenhague esta tarde.
—Es muy importante, y no nos llevará mucho tiempo.
Se produjo un silencio. Wallander aguardaba su respuesta.
—¿A qué hora? —preguntó Sture.
—¿Te vendría bien después de las dos?
—Llamaré a Copenhague para avisar de que no podré acudir.
Sture Björklund indicó a Wallander el camino que debía tomar para dar con su casa, que no parecía difícil de encontrar.
Wallander dedicó los treinta minutos siguientes a confeccionar un pequeño esquema para sí mismo en el bloc de notas. Sin cesar se preguntaba de dónde procedía aquella sensación que había experimentado al ver a Svedberg muerto en el suelo, la sensación de que algo no cuadraba, y que también le había sobrevenido a Nyberg.
El inspector se decía que dicha impresión bien podía depender de algo tan sencillo como el hecho, a un tiempo insufrible e incomprensible, de que uno de sus colegas estuviese muerto. Sin embargo, no estaba del todo seguro de que así fuese.
Inmediatamente después de las diez, fue en busca de otra taza de café y encontró un buen número de agentes, profundamente abatidos y aún conmocionados, reunidos en el comedor. Wallander se quedó un momento de pie, para charlar con unos colegas de la policía de tráfico y algún administrativo, antes de regresar a su despacho y llamar a Nyberg al teléfono móvil.
—¿Dónde estás? —quiso saber Wallander.
—¿Y tú qué crees? —le espetó Nyberg desabrido—. Pues en el apartamento de Svedberg, ¿dónde sino?
—¿No habrás encontrado un telescopio, por casualidad?
—No.
—¿Y por lo demás?
—Hemos hallado bastantes huellas en la escopeta. Al menos podremos obtener dos o tres sin dificultad.
—Bien, ahora sólo cabe esperar que las tengamos en la base de datos. ¿Alguna otra cosa?
—Nada digno de mención.
—Después del almuerzo iré a ver a un primo de Svedberg que vive cerca de Hedeskoga, pero luego tenía pensado volver al apartamento y revisarlo a fondo.
—Para esa hora nosotros ya habremos terminado. Además, yo pienso acudir a la rueda de prensa.
Wallander no recordaba que Nyberg hubiese asistido antes a ningún encuentro entre policías y periodistas, por lo que dedujo que el técnico quería dejar así constancia de su indignación ante lo ocurrido. El inspector se sintió conmovido.
—¿Has encontrado llaves?
—Las del coche y la del trastero del sótano.
—¿Llaves de algún desván?
—Resulta que no hay desván, sólo trastero. Te daré las llaves cuando nos veamos en la rueda de prensa.
Wallander dio por concluida la conversación y se encaminó al despacho de Martinson.
—El coche de Svedberg, el Audi, ¿sabes dónde está? —inquirió.
Martinson negó con la cabeza y ambos fueron a preguntarle a Hanson, que tampoco lo sabía. Ann-Britt Höglund no estaba en su despacho. Martinson consultó el reloj.
—Debe de estar en algún aparcamiento cercano al edificio —sugirió—. Me da tiempo de buscarlo antes de las once.
Al regresar a su despacho, vio que habían empezado a llegar ramos de flores a la recepción y notó que Ebba tenía los ojos enrojecidos. Wallander, sin decir nada, se apresuró en dirección a su despacho.
La rueda de prensa dio comienzo a las once en punto. Cuando terminó, Wallander pensó que Lisa Holgersson había sabido llevarla con energía y dignidad, y así se lo hizo saber: en su opinión, nadie habría podido hacerlo mejor.
La jefa superior, que había acudido vistiendo el uniforme reglamentario, se había sentado a una mesa adornada con dos grandes ramos de rosas. Expresándose con precisión y claridad, había ido derecha al grano y, en esta ocasión, su voz no se había quebrado. Un colega muy respetado, el inspector Karl Evert Svedberg, había sido asesinado en su apartamento. Se desconocían aún la hora y el móvil, si bien todo indicaba que Svedberg había sorprendido a un ladrón que iba armado. Por el momento, la policía no disponía de ninguna pista que seguir.
Una vez que hubo concluido el escueto informe, se extendió en una exposición sobre la carrera policial y la persona de Svedberg. WaIlander pensó que su descripción del colega asesinado había sido bastante exacta, sin exageraciones.
A Wallander le tocó contestar a la mayor parte de las escasas preguntas, y Nyberg se encargó de describir el arma del crimen, una escopeta de la marca Lambert Baron. En apenas media hora ya habían terminado. Después, Lisa Holgersson concedió una entrevista al diario
Sydnytt
, mientras Wallander hablaba con algunos reporteros de los periódicos vespertinos. No obstante, se negó, de forma rotunda y con un mal disimulado gesto de desagrado, a posar ante el edificio de la calle Lilla Norregatan, como le pedían.
A las doce del mediodía, cuantos formaban el núcleo del equipo de investigación fueron a comer a casa de Lisa Holgersson. Tanto Wallander como ella relataron las vivencias compartidas con Svedberg.
Pero fue el inspector quien les contó por qué Svedberg había decidido entrar en la policía.
—Tenía miedo a la oscuridad —aclaró Wallander—. Él mismo me lo contó. Un miedo que lo había perseguido desde la niñez y que nunca pudo comprender ni superar. Así, se decidió por ser policía porque creía que, de este modo, aprendería a combatir su temor. Sin embargo, nunca lo logró.
Poco antes de la una y media regresaron a la comisaría. Wallander iba en el coche de Martinson.
—Un buen discurso el de la rueda de prensa —comentó Martinson.
—Lisa es una buena jefa —afirmó Wallander—. Pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad?
Martinson guardó silencio. De pronto, Wallander recordó una cuestión que había olvidado por completo.
—¿Encontraste el coche?
—Los vecinos del edificio disponen de un aparcamiento privado en la parte posterior del mismo. Allí estaba. Lo registré entero.
—No habrás encontrado un telescopio en el maletero, ¿no?
—No, no había más que una rueda de repuesto y un par de botas. En la guantera tenía un spray contra insectos.
—Sí, agosto es el mes de las avispas —comentó Wallander, en tono sombrío.
Se separaron a la entrada de la comisaría. Nyberg, que había asistido al almuerzo, le había dado a Wallander varios juegos de llaves, pero, antes de volver al apartamento de Svedberg, el inspector tenía que ir a Hedeskoga. Así, salió a la carretera de Ringleden y tomó el desvío hacia Sjöbo. Las indicaciones que le había dado Sture Björklund eran muy claras. Finalmente, giró hacia la pequeña finca, que se distinguía antes de llegar al centro del pueblo. Ante la fachada de la casa se extendía un vasto jardín, con césped y una fuente en el centro. Además, estaba atestado de estatuas de escayola sobre pedestales que, para sorpresa de Wallander, eran todas ellas distintas representaciones del diablo, con fauces desencajadas y aterradoras.
Se preguntó fugazmente qué se había imaginado, en realidad, que podía tener en su jardín un catedrático de sociología. Sin embargo, interrumpió sus reflexiones al ver aparecer por la puerta a un hombre ataviado con botas, una cazadora de piel bastante desgastada y un sombrero de paja agujereado. Era muy alto y delgado, y Wallander pudo comprobar, a través de los agujeros del sombrero, que ambos primos habían tenido un rasgo en común: una calvicie casi total. No obstante, ese rasgo no tenía por qué ser de origen genético.
El caso era que a él no se le había pasado por la cabeza que el honorable catedrático Björklund tuviera aquel aspecto. Tenía el rostro quemado por el sol y barba de, al menos, un par de días. «¿Es posible que permitan que un catedrático imparta sus clases en la Universidad de Copenhague sin haberse afeitado antes?», se preguntó Wallander. Con toda probabilidad, el viaje a Copenhague no sería por motivos académicos, ya que estaban a primeros de agosto y el año académico aún no había comenzado.
—Espero no haberte causado una gran molestia —se disculpó Wallander—. Me refiero a tu viaje.
Sture Björklund echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que, a juicio de Wallander, sonaba un poco burlona.
—Tengo en Copenhague a una señora a la que suelo visitar los viernes —aclaró Sture Björklund—. Una amante, como se las suele llamar. ¿Acaso no tienen amantes los inspectores de policía suecos a los que destinan fuera de su ciudad?
—Lo dudo mucho.
—Pues son una solución excelente a los problemas básicos de la convivencia —prosiguió Björklund—. Cada encuentro puede ser el último. Independencia absoluta y, además, nada de discusiones nocturnas, de esas que luego se terminan yendo los dos a comprar muebles juntos, fingiendo que el matrimonio es una cosa muy seria.
Wallander notó que el hombre del sombrero de paja empezaba a ponerlo nervioso.
—Un asesinato sí que es algo serio —atajó el inspector.
Sture Björklund asintió y se quitó el raído sombrero, como si necesitase poner de manifiesto que sentía algo parecido a la pena.
—Pero entremos, entremos —propuso al fin.
Aquella casa no se parecía en absoluto a ninguna de cuantas Wallander hubiera visto en su vida. A juzgar por el exterior, parecía una típica casa escaniana, pero al cruzar el umbral penetró en un ambiente inesperado. En efecto, no había paredes divisorias. La casa entera no era sino una gran habitación, del suelo al techo. Aquí y allá se alzaban pequeñas elevaciones a modo de torres a las que se accedía por escaleras de caracol, construidas en madera y hierro fundido. Apenas si se veían muebles, y las paredes estaban desnudas. El testero que daba al oeste había quedado convertido en un enorme acuario.
Sture Björklund lo condujo hasta una robusta mesa de madera maciza junto a la cual había un banco de iglesia antiguo y un taburete, también de madera.
—Siempre he sido de la opinión de que los asientos deben ser duros e incómodos. De este modo, uno lleva a cabo la actividad que se ha propuesto en el menor tiempo posible, ya sea comer, pensar o conversar con un policía.
Wallander se sentó en el banco, que, en efecto, era bastante incómodo.
—Si no me equivoco, eres catedrático de sociología en la Universidad de Copenhague —comenzó.
—Así es. Enseño sociología. Pero la verdad es que procuro reducir las clases al mínimo indispensable, pues la investigación a la que me dedico es mucho más interesante, además de que puedo trabajar en ella sin salir de casa.
—Bien, no creo que tenga mucho que ver con el asunto que nos ocupa, pero ¿qué estás investigando?
—La actitud de los seres humanos ante los monstruos.
Mientras aguardaba una explicación más detallada, Wallander se preguntó si no estaría tomándole el pelo.
—Las representaciones de los monstruos que se estilaban en la Edad Media son muy diferentes a las del siglo XVIII y las mías tampoco se parecen a las que tendrá la próxima generación. Es un universo complejo y apasionante. El averno, las moradas de los espíritus, todo sufre constantes cambios. Por otro lado, me proporciona ingresos adicionales nada despreciables.
—¿Cómo?
—Trabajo como asesor para empresas cinematográficas norteamericanas que producen películas de terror. Aun a riesgo de parecer engreído, creo poder afirmar que soy uno de los asesores más solicitados del mundo en el terreno de la comercialización de monstruos. Bueno, también hay un japonés afincado en Hawai. Pero, aparte de él, no existe ninguno más que yo.
Wallander empezaba a preguntarse si el hombre que tenía frente a sí, sentado en el taburete, no sería un perturbado. En ese preciso momento, Björklund le tendió un dibujo que había sobre la mesa.
—He estado entrevistando a niños de siete años en Ystad para averiguar cómo se imaginan ellos a los monstruos. He intentado utilizar sus descripciones en estos bocetos. A los norteamericanos les han encantado. Éste, en concreto, protagonizará una serie de dibujos animados de fantasmas y seres monstruosos diseñados expresamente para asustar a niños de siete y ocho años.
Wallander tomó el dibujo, que le resultó bastante desagradable, y lo dejó de nuevo sobre la mesa.