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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

Pisando los talones (5 page)

BOOK: Pisando los talones
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—¿Qué hacemos?

—Vamos a seguir a la expectativa —resolvió Wallander—. Sin embargo, me gustaría repasarlo todo de nuevo, desde el principio. Sólo para estar seguros de que no hemos pasado por alto ningún detalle.

Martinson le hizo un resumen claro y preciso, como de costumbre. En alguna ocasión, Ann-Britt Höglund le había preguntado si no creía que Martinson había aprendido a elaborar este tipo de exposiciones del propio Wallander. Éste lo negaba con vehemencia, pero Ann-Britt Höglund parecía convencida de ello. El inspector seguía sin saber si estaba o no en lo cierto.

Los hechos eran simples y transparentes. Tres jóvenes, de entre veinte y veintitrés años de edad, habían decidido celebrar juntos la noche de San Juan. Uno de ellos, Martin Boge, vivía en Simrishamn, mientras que las dos chicas, Lena Norman y Astrid Hillström, procedían de la zona oeste de Ystad. Eran amigos desde hacía años y pasaban mucho tiempo juntos. Los tres habían nacido en el seno de familias acomodadas. Lena estudiaba en la Universidad de Lund, y Martin y Astrid tenían trabajos temporales.

Ninguno de los tres había tenido nunca problemas con la ley ni con las drogas. Astrid Hillström y Martin Boge vivían aún con sus padres, mientras que Lena Norman se alojaba en una habitación para estudiantes en Lund. No habían dicho a nadie dónde pensaban celebrar la noche de San Juan. Los padres habían hablado entre sí y con otros amigos de sus hijos, pero nadie les había aportado ningún dato de interés. Esto tampoco era, en realidad, alarmante, pues los jóvenes solían mantener secretos que no revelaban a terceros.

El día en que se marcharon disponían de dos coches, un Volvo y un Toyota; los dos vehículos habían desaparecido, al igual que los tres jóvenes, que habían abandonado sus hogares la tarde del 21 de junio. A partir de aquella fecha, nadie había vuelto a verlos. Pocas semanas después, Astrid Hillström había enviado desde París una postal en la que aseguraba que se dirigían hacia el sur. Ésta era, pues, la segunda vez que escribía.

Martinson guardó silencio mientras Wallander reflexionaba.

—En realidad, ¿qué puede haber ocurrido? —inquirió.

—No lo sé.

—¿Acaso hay algún dato que indique que su ausencia no es normal?

—A decir verdad, no.

Wallander se echó hacia atrás en la silla.

—Entonces, lo único que tenemos es el presentimiento de Eva Hillström, una madre preocupada…

—… que asegura que su hija no ha escrito esa postal.

Wallander asintió.

—¿Qué quería? ¿Qué los declarásemos desaparecidos y ordenásemos su búsqueda?

—No. Sólo quería que hiciésemos algo. Eso fue lo que dijo. «La policía tiene que hacer algo».

—¿Y qué podemos hacer, salvo ordenar su búsqueda? Ya hemos dado sus nombres en los controles de pasajeros.

Se hizo un nuevo silencio. Eran ya las nueve menos cuarto. El inspector miró a Martinson con expresión interrogante.

—¿Y Svedberg?

Martinson descolgó otra vez el auricular y marcó el número de la casa de Svedberg, para colgar al momento.

—El contestador de siempre.

Wallander deslizó la postal sobre la mesa en dirección a Martinson.

—No parece que vayamos a avanzar mucho más —sentenció—. Sin embargo, antes de que nos sentemos a considerar cómo proseguir creo que hablaré con Eva Hillström. Pero no me parece que haya motivos para ordenar su búsqueda. Al menos, no por ahora.

Martinson escribió en un papel los números de teléfono en que podía localizar a la señora Hillström.

—Trabaja como asesora fiscal —aclaró.

—Ya. ¿Y dónde podemos encontrar a su marido, el padre de Astrid Hillström?

—Están separados. Creo que llamó una vez, poco después del día de San Juan.

Wallander se levantó y su compañero recogió los papeles antes de que ambos abandonasen la sala de reuniones.

—Tal vez Svedberg haya hecho como yo, tomarse un día de vacaciones, sin que nosotros lo sepamos.

—Ya se ha tomado sus vacaciones —afirmó Martinson—. Todos y cada uno de los días que le correspondían.

Wallander lo miró sorprendido.

—¿Y tú cómo lo sabes? Svedberg no suele ser muy comunicativo.

—Le pregunté si quería cambiar una semana conmigo, pero me dijo que no podía. Por una vez, iba a tomarse todos los días de sus vacaciones seguidos.

—Creo que es la primera vez que hace algo así —comentó Wallander.

Se despidieron ante la puerta del despacho de Martinson. Wallander continuó hacia el suyo, se sentó ante el escritorio y marcó el primero de los números de teléfono que le había dado su colega. Reconoció enseguida la voz de Eva Hillström, con quien acordó que se verían en la comisaría esa misma tarde.

—¿Ha ocurrido algo? —quiso saber la mujer.

—No, es sólo que yo también quiero hablar contigo
[4]
.

Acabada la conversación, colgó el auricular. Se disponía a ir a buscar una taza de café, cuando se topó con Ann-Britt en el umbral de la puerta. Estaba tan pálida como siempre, pese a que ella también acababa de volver de sus vacaciones. Wallander pensó que la palidez tal vez naciese de su interior. Aún no se había repuesto de la grave herida de bala que había sufrido hacía dos años y, aunque ya se había recuperado del todo, Wallander dudaba de que aquello no le hubiese afectado psíquicamente. De hecho, en algunas ocasiones le daba la impresión de que padecía un miedo crónico.

En realidad, no le sorprendía, pues no pasaba ni un solo día sin que él mismo recordase el navajazo que le asestaron hacía ya más de veinte años.

—¿Molesto?

Wallander le indicó la silla con la mano y ella tomó asiento.

—¿Has visto a Svedberg? —le preguntó el inspector.

Ella negó con la cabeza.

—Íbamos a tener una reunión aquí él, Martinson y yo. Pero no se ha presentado.

—Pues Svedberg no es de los que faltan a las reuniones.

—No, precisamente por eso nos extraña. No ha venido a la comisaría.

—¿Lo habéis llamado a casa? Quizás esté enfermo.

—Martinson le ha dejado varios mensajes en el contestador. Además, Svedberg nunca está enfermo.

Por más que pensaban, no sabían dónde podía estar Svedberg.

—En fin, ¿qué querías? —quiso saber Wallander.

—¿Recuerdas aquella banda que sacaba coches de contrabando a los países del Este?

—¿Cómo iba a olvidarla? Anduve liado con aquella porquería durante dos años, hasta que los reventamos y dimos con el cabecilla. Al menos, con el de Suecia.

—Pues al parecer han vuelto a las andadas.

—¡Pero si el cabecilla está en la cárcel! —exclamó Wallander.

—Bueno, se ve que han venido otros a llenar el vacío que dejó y a aprovecharse de la situación. Pero esta vez no actúan desde Gotemburgo. Las pistas nos llevan a Lycksele.

Wallander quedó estupefacto.

—¡Qué carajo! ¡Eso está en Laponia!

—Con las comunicaciones actuales, uno se encuentra siempre en el centro de Suecia, esté donde esté.

Wallander meneó la cabeza, aunque sabía que Ann-Britt tenía razón. El crimen organizado era siempre el primero en aprovecharse de las nuevas tecnologías.

—Pues yo no tengo fuerzas para empezar con eso de nuevo. Ni un solo coche de contrabando más, lo siento.

—No, me voy a encargar yo —lo tranquilizó Ann-Britt—. Me lo pidió Lisa. Creo que ya se imaginaba que acabaste harto de coches desaparecidos. Sin embargo, me gustaría que me pusieras en antecedentes, además de darme algún que otro consejo.

Wallander asintió y concertaron una cita para el día siguiente. Después, Ann-Britt y él fueron a tomarse un café en el comedor de la comisaría. Se sentaron junto a una ventana abierta.

—¿Qué tal las vacaciones? —se interesó Wallander.

De repente, a Ann-Britt se le saltaron las lágrimas. Wallander hizo ademán de decir algo, pero ella levantó la mano para impedirle que hablara.

—No demasiado bien —le contó ella cuando se calmó un poco—. Pero no quiero hablar del tema.

Ann-Britt cogió su taza de café y se levantó apresurada. Wallander, que no tuvo ni tiempo de ponerse de pie, la siguió con la mirada, al tiempo que se preguntaba por qué su colega había reaccionado así.

«La verdad es que no sabemos nada los unos de los otros», constató. «Trabajamos juntos, a veces durante toda la vida profesional, pero, en realidad, ¿qué sabemos de nuestros compañeros?».

Miró el reloj y, aunque aún faltaba bastante para su cita con el médico, decidió abandonar la comisaría y dar un paseo hasta la calle Kapellgatan, donde se hallaba la consulta.

Estaba preocupado, angustiado.

Era un médico joven al que Wallander nunca había visitado anteriormente. Se llamaba Göransson y procedía del norte del país. El inspector le contó lo que le pasaba: el cansancio, la sed, las visitas más que frecuentes al cuarto de baño y los calambres.

La respuesta fue rápida y sorprendente.

—Parece que es azúcar.

—¿Azúcar?

—Sí, todo indica que padeces diabetes.

Wallander quedó paralizado por un instante. No se le habría ocurrido jamás.

—Da la impresión de que pesas bastante más de lo que debieras —prosiguió el médico—. Enseguida comprobaremos si es así, pero antes quiero que me des más detalles. Por cierto, ¿sabes si tienes la tensión alta?

Wallander negó con un gesto antes de quitarse la camisa y tumbarse en la camilla.

El corazón funcionaba con normalidad, pero tenía la tensión muy alta, 10 de mínima y 17 de máxima. Se colocó sobre la báscula. Noventa y dos kilos. El médico le dijo que pasase a otra sala y dejase una prueba de orina y otra de sangre. La enfermera, que le recordó a su hermana Kristina, le dedicó una sonrisa.

De nuevo en la consulta del médico, escuchó el diagnóstico.

—Lo normal en tu caso sería un nivel de azúcar de entre 2,5 y 6,4 —aseguró Göransson—. Pero tienes 15,3, lo cual es, por supuesto, demasiado.

Wallander se sintió ligeramente mareado.

—Esto explica el cansancio, la sed y los calambres en las pantorrillas, además de las visitas al baño.

—¿Hay algún medicamento contra la diabetes?

—Bueno, antes tenemos que procurar atajar el problema modificando tus hábitos alimentarios —advirtió Göransson—. Por otro lado, es importante regular la tensión arterial. ¿Haces mucho ejercicio?

—No.

—Pues tendrás que empezar a hacerlo. Dieta y ejercicio. Si eso no funciona, probaremos el siguiente paso. Con ese nivel de azúcar en sangre, destrozarás todo tu organismo.

«¡Diabético!», se dijo, horrorizado.

El médico pareció intuir su malestar.

—Tiene remedio. No te vas a morir. Al menos, no por ahora.

Tomaron más muestras de sangre antes de que Wallander se marchase, a las once y media, con una serie de recomendaciones y una dieta que debía seguir. Tendría que volver el lunes.

Entró en el cementerio Gamla Kyrkogården y se sentó en un banco; quería hacerse a la idea de cuanto el médico le había dicho y leer la dieta.

A las doce y media ya estaba de vuelta en la comisaría. Le habían dejado varios mensajes telefónicos en recepción, pero ninguno que no pudiese esperar. Se encontró con Hanson en el pasillo.

—¿Ha aparecido Svedberg? —le preguntó Wallander.

—¿Es que ha desaparecido?

Ya no preguntó más. Recordó que Eva Hillström llegaría a la una. Dio unos golpecitos en la puerta entreabierta de Martinson, pero no había nadie en el despacho. Pese a todo, entró y vio sobre la mesa el poco abultado archivador que Martinson había llevado a la reunión matinal. No dudó en llevarse el archivador a su despacho, donde hojeó rápidamente los escasos documentos que contenía, contempló las tres postales…, pero le costaba concentrarse. Sólo pensaba en lo que le había dicho el médico.

Sonó el teléfono y, desde la recepción, Ebba le anunció que Eva Hillström acababa de llegar. Wallander fue a buscarla y vio salir a un animado grupo de señores de edad avanzada, y supuso que serían los ex oficiales de la Marina.

Eva Hillström era alta y muy delgada. Tenía una expresión inquieta que no pasó inadvertida a Wallander ya en el primer encuentro, durante el cual pensó que, seguramente, se trataba de una persona nerviosa, siempre a la espera de que ocurriese lo peor.

Se estrecharon la mano y él le pidió que lo siguiera hasta su despacho, no sin antes preguntarle si quería una taza de café.

—Nunca tomo café —replicó ella—. No me sienta bien.

Ya en el despacho, la mujer tomó asiento sin apartar la mirada del inspector. «Cree que tengo alguna noticia que darle», concluyó Wallander. «Y, por supuesto, supone que no es precisamente una buena noticia».

—Ayer estuviste hablando con mi colega —comenzó el inspector—. Le dejaste una postal que recibiste hace varios días, firmada por tu hija Astrid y con matasellos de Viena. Sin embargo, tú insistes en que ella no la escribió. ¿Es correcto?

—Efectivamente, así es —afirmó sin vacilar.

—Según Martinson, no supiste explicar por qué.

—Cierto, no puedo explicarlo.

Wallander sacó la postal y se la mostró.

—Al parecer, le dijiste que tu hija tiene una letra y una firma muy fáciles de imitar.

—Eso es algo que puedes comprobar tú mismo.

—Sí, ya lo hice. Y estoy de acuerdo, no resulta complicado falsificar su letra.

—¿Por qué me preguntas sobre lo que ya sabes?

El inspector la observó un instante y comprobó que estaba tan tensa y nerviosa como Martinson la había descrito.

—Hago las preguntas que considero necesarias para confirmar la información que ya poseo. Hay ocasiones en que es preciso proceder así.

La mujer asintió impaciente.

—A pesar de todo, apenas hay motivos para poner en duda que Astrid escribiera esta postal. ¿Hay algún otro detalle que te haga sospechar de su autenticidad?

—No. Pero sé que tengo razón.

—¿Con respecto a qué?

—Con respecto a que ella no ha escrito esta postal. Como tampoco escribió las primeras.

De repente, la señora Hillström se levantó y se puso a gritar. Wallander no estaba preparado para tan violenta reacción. La mujer se inclinó sobre la mesa y, sin dejar de dar voces, lo agarró por los brazos y lo zarandeó.

—¿Por qué no hacen ustedes nada? ¡Sé que ha sucedido algo terrible!

Wallander, no sin cierta dificultad, logró zafarse y ponerse de pie.

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