Wallander, sorprendido, aguardó una continuación que no llegó.
—Gracias por ayudarme.
—Es como un juego —prosiguió de repente el chico.
—¿Cómo un juego?
—Sí, salen y entran en distintas épocas. Se disfrazan, igual que los niños, sólo que ellos son adultos.
—La verdad, no estoy seguro de haber comprendido lo que me dices.
—Representan diversos papeles, pero no en obras de teatro, sino en la realidad. ¿Quién sabe?, a lo mejor se han ido a Europa para buscar algo que no existe.
—Entonces, ¿es eso lo que suelen hacer? ¿Jugar? Pero la fiesta de San Juan no es ningún juego, la gente se reúne para bailar y para comer…
—Sí, y para beber —intervino el joven—. Pero si uno se disfraza, se convierte en algo diferente, ¿no?
—¿Lo hacían a menudo?
—Sí, pero en realidad yo no sé mucho de eso. Era un secreto, y Martin nunca daba demasiados detalles.
Wallander, más que comprender, se hacía una vaga idea de lo que el chico quería decir.
Miró el reloj y pensó que llegaría tarde a casa de Lillemor Norman.
—Bien, gracias de nuevo. Y no olvides contarles a tus padres que los llamé y lo que quería.
—Bueno, tal vez se lo cuente —repuso el muchacho.
«Tres reacciones diferentes», recapituló Wallander. «Eva Hillström tiene miedo. Lillemor Norman desconfía. Los padres de Martin Boge se sienten aliviados de que su hijo no aparezca. Y, a su vez, su hermano parece preferir que sus padres no estén en casa».
Antes de salir, reservó otra hora para el viernes en la lavandería de la comunidad y fue en coche hasta la calle Käringgatan, pese a que no se encontraba muy lejos de allí, pensando que ya dejaría el ejercicio para el día siguiente.
Entró en Käringgatan desde la calle Bellevuevägen y aparcó a la puerta del blanco chalé. En el preciso instante en que atravesaba la cancela, se abrió la puerta de la casa. Enseguida reconoció a Lillemor Norman, quien, a diferencia de Eva Hillström, era bastante corpulenta. Recordó las fotografías que había visto en el archivador de Martinson y constató que Lena Norman se parecía a su madre; ésta sostenía en la mano un sobre blanco.
—Siento las molestias —se excusó Wallander.
—Mi marido tendrá unas palabras con Lena en cuanto vuelva a casa. Verdaderamente, lo que han hecho no tiene perdón.
—En fin, después de todo, son mayores de edad. Pero, por supuesto, es lógico irritarse y preocuparse.
Tomó la carta, no sin antes prometerle que se la devolvería, y se fue a la comisaría. Una vez allí, se dirigió a la central de alarmas. El policía de guardia estaba hablando por teléfono, pero le señaló a Wallander uno de los aparatos de fax. Klas Boge le había enviado la carta de su hermano. Fue entonces a su despacho, se sentó ante el escritorio, encendió el flexo y puso las dos cartas junto a las postales. Orientó la lámpara hacia las misivas y se ajustó las gafas.
Martin Boge comentaba un partido de rugby al que había asistido. Lena Norman describía un hostal del sur de Inglaterra en el que no había agua caliente.
Se echó hacia atrás en la silla. Tenía razón. Tanto la letra de Martin Boge como la de Lena Norman eran irregulares, como escritas a trompicones, e igual ocurría con sus respectivas firmas.
Cualquiera que hubiese tenido que elegir entre una de las tres letras para imitarla, se habría inclinado sin dudar por la de Astrid Hillström.
Un malestar lo invadió de pronto, al tiempo que intentaba pensar ordenadamente. ¿Qué significaba aquello? No mucho, en realidad, pues no constituía una respuesta a la pregunta de qué motivos podía tener alguien para escribir unas postales falsas. Por otro lado, ¿quién tenía acceso a documentos de los que copiar sus letras?
Con todo, su inquietud no remitía.
«Tendremos que empezar a tomarnos en serio este asunto», se dijo. «Si ha ocurrido algo…, han pasado ya casi dos meses».
Fue a buscar una taza de café. Eran ya las diez y cuarto de la noche. Leyó de nuevo la descripción de los hechos, sin hallar nada que llamase su atención.
Unos jóvenes amigos habían tomado la decisión de celebrar juntos la noche de San Juan antes de salir al extranjero. A lo largo del viaje habían enviado algunas postales; y eso era todo. Guardó las cartas y las postales en el archivador. Ya no podía hacer más aquella noche, así que hablaría con Martinson y los demás al día siguiente. Repasarían lo que sabían del caso desde la noche de San Juan y tomarían una decisión al respecto.
Apagó la luz y abandonó el despacho. Mientras caminaba por el pasillo, se dio cuenta de que la luz de Ann-Britt Höglund estaba encendida y la puerta entreabierta. La empujó despacio hasta que pudo ver a su compañera, sentada mirando fijamente la mesa, sobre la que no había nada, ningún documento, tan sólo el tablero vacío.
Wallander vaciló un instante. No era frecuente que ella se quedase en la comisaría hasta tan tarde, pues tenía niños pequeños de los que ocuparse, y su marido se ausentaba a menudo por motivos de trabajo. Por otro lado, le vino a la memoria la violenta reacción que había tenido en el comedor… Y ahora allí estaba, mirando fijamente al vacío de su mesa.
Muy probablemente, quería estar sola. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que necesitase a alguien con quien hablar.
«En fin, lo peor que puede ocurrir es que me pida que me marche», se animó Wallander antes de llamar a la puerta y entrar, a una indicación de ella.
—He visto la luz encendida, y como no sueles estar aquí a estas horas… a menos que haya ocurrido algo.
Ella lo miró en silencio.
—Si quieres estar sola, no tienes más que decirlo.
—No, en realidad no creo que quiera estar sola. Pero ¿qué haces tú aquí? ¿Ha pasado algo?
Wallander se hundió en la silla. Se sentía como un animal pesado y amorfo.
—Lo de los chicos que desaparecieron por San Juan.
—¿Alguna novedad?
—A decir verdad, ninguna. Pero se me ocurrió una idea que quería comprobar. Creo que tenemos que revisarlo todo con detalle. Eva Hillström está seriamente preocupada.
—Pero ¿qué es lo que ha podido suceder?
—Sí, ésa es la cuestión.
—Es decir, que quieres que cursemos una orden de búsqueda.
Wallander alzó los brazos, abatido.
—No lo sé. Ya lo decidiremos mañana.
La habitación quedaba en penumbra, pues el flexo estaba orientado hacia el suelo.
—¿Cuántos años llevas en la policía? —irrumpió ella de pronto.
—Muchos. A menudo pienso que demasiados. Sin embargo, eso soy en realidad, un policía. Y lo seré hasta que me jubile.
Ella lo miró largo rato antes de seguir preguntándole.
—¿Cómo lo llevas?
—No sé.
—Pero ¿lo llevas bien?
—No siempre. ¿Por qué me lo preguntas?
—Pensaba en la reacción que tuve en el comedor, cuando dije que el verano había sido terrible. Es cierto. Mi marido y yo tenemos problemas. Él nunca está en casa. Cuando vuelve de alguno de sus viajes tardamos una semana en acostumbrarnos el uno al otro. Y para entonces ya tiene que marcharse de nuevo. Este verano empezamos a hablar de separación, y eso nunca es fácil, sobre todo cuando hay niños.
—Sí, ya lo se.
—Al mismo tiempo, empecé a preguntarme qué es lo que estoy haciendo en realidad. Abro el periódico por la mañana y leo que unos colegas de Malmö han sido detenidos por encubrimiento. Si enciendo el televisor, veo que altos mandos policiales se mueven como pez en el agua en el mundo del crimen organizado o desfilan como invitados de honor en las bodas que los delincuentes celebran en zonas turísticas de países extranjeros. Lo peor es que todo eso va a más y, al final, me pregunto a qué me dedico yo en realidad. Mejor dicho, me pregunto si seré capaz de seguir trabajando como policía durante treinta años más.
—Sí, la verdad, hace ya tiempo que todo se tambalea y se resquebraja —admitió Wallander—. La corrupción de la justicia no es un fenómeno nuevo, y siempre ha habido policías corruptos, pero yo creo que la cosa ha empeorado. Por eso también es más importante que gente como tú resista en el Cuerpo.
—¿Y tú?
—Sí, también yo.
—Pero, dime, ¿cómo lo haces?
A Wallander no se le escapó el tono ansioso y algo agresivo de Ann-Britt. Y fue como mirarse en un espejo. ¿Cuántas veces no se había visto en la misma situación, sentado y mirando al vacío, incapaz de encontrar ni un estímulo que lo animara a seguir con su trabajo?
—Intento convencerme de que, sin mí, sería aún peor. Hay momentos en que eso me consuela. Un consuelo nimio, la verdad, pero, a falta de otro mejor, me aferro a él.
Ella hizo un gesto con la cabeza.
—No sé qué le está ocurriendo a este país.
Wallander confiaba en que continuase hablando, pero no lo hizo. Fuera, en la calle, se oyó el traqueteo chirriante de un tráiler.
—¿Recuerdas la brutal agresión de la pasada primavera? —inquinó Wallander—. La que tuvo lugar en Svarte.
Ella asintió en silencio.
—Dos niños, ambos de catorce años, abaten a golpes a un tercero, de doce. Sin motivo. Y una vez que lo tienen inconsciente en el suelo, le pisotean el pecho hasta dejarlo algo más que inconsciente. Hasta que está muerto. Creo que eso me hizo ver con claridad que se ha producido una transformación radical. La gente siempre se ha peleado, pero antaño lo dejaba cuando el otro caía vencido al suelo. Llámalo como quieras, juego limpio, quizás. O, ¿por qué no?, simplemente, se actuaba de ese modo, y punto. Sin embargo, las cosas ya no son así. No parece sino que toda una generación de jóvenes se haya visto abandonada por sus padres, o que hubiésemos convertido en norma básica el no involucrarnos en nada. El hecho es que, de repente, los policías nos ponemos a reconsiderarlo todo. Las circunstancias han cambiado por completo, así que la experiencia acumulada no tiene ya la menor validez.
El inspector guardó silencio.
—Sí. En realidad, no sé qué expectativas tenía yo cuando entré en la Escuela Superior de Policía —intervino Ann-Britt Höglund—. Pero, desde luego, no era esto lo que esperaba.
—A pesar de todo, tenemos que resistir. Además, tampoco creo que hubieses imaginado entonces que algún día iban a dispararte.
—Lo cierto es que lo intenté —confesó ella—. Cada vez que teníamos prácticas de tiro, trataba de imaginarme que el disparo que yo efectuaba me alcanzaba a mí. Sin embargo, no podemos imaginar el dolor. Y, por supuesto, nunca creemos que nos va a pasar a nosotros.
Se oyeron voces procedentes del pasillo: uno de los policías del turno de noche decía algo acerca de un conductor bebido. Volvió a hacerse el silencio.
—De verdad, ¿cómo estás? —inquirió Wallander.
—¿Te refieres a lo de mi herida de bala?
Él asintió.
—A veces tengo pesadillas. Sueño que me matan, que muero. O que el disparo me da en la cabeza. Eso es lo peor que le puede pasar a uno.
—Sí, es normal tener miedo —admitió Wallander al tiempo que ella se levantaba.
—El día en que sienta miedo de verdad, lo dejaré. Pero creo que aún no es el momento. Gracias por quedarte a charlar conmigo. Estoy acostumbrada a resolver mis problemas sola, pero esta noche necesitaba ayuda.
—Siempre es indicio de fortaleza el atreverse a reconocerlo.
La agente se puso la chaqueta y esbozó una pálida sonrisa. Wallander se preguntó si su compañera dormiría bien, pero no dijo nada.
—¿Podremos hablar mañana de los traficantes de coches?
—Sí, pero mejor por la tarde. No olvides que por la mañana tenemos lo de los jóvenes.
Ella lo miró con curiosidad.
—Pareces preocupado.
—Eva Hillström está angustiada y no puedo pasarlo por alto.
Salieron juntos. El inspector le preguntó si quería que la llevase a casa, pero Ann-Britt declinó el ofrecimiento, aunque su coche no se veía aparcado por allí.
—No, gracias. Me vendrá bien caminar. Además, hace buen tiempo. ¡Vaya mes de agosto!
—La canícula, lo llaman. ¡Menudo nombrecito!
Tras despedirse, Wallander se sentó al volante de su coche y se marchó a casa. Se tomó una taza de té y hojeó el diario
YstadsAllehanda
antes de irse a la cama. Dejó la ventana entreabierta, pues hacía calor.
No tardó en quedarse dormido.
Se despertó sobresaltado: un intenso dolor lo había arrancado del sueño. Tenía un calambre en el músculo de la pantorrilla izquierda. Apoyó el pie en el suelo y realizó con la pierna algunos estiramientos hasta que el dolor desapareció. Se tumbó de nuevo muy despacio, temeroso de que el calambre le sobreviniese otra vez. El reloj de la mesilla de noche indicaba la una y media.
Había vuelto a soñar con su padre. En el sueño, incoherente y discontinuo, ambos caminaban sin rumbo por las calles de una ciudad que Wallander no reconocía. Iban en busca de alguien, aunque el sueño no le reveló de quién se trataba.
La brisa mecía la cortina que cubría la ventana de su dormitorio. Le dio por pensar en la madre de Linda, Mona, con quien había estado casado tanto tiempo, y que ahora llevaba otra vida muy diferente, con un hombre que jugaba al golf y que, con total seguridad, no tenía exceso de azúcar en la sangre.
Las ideas vagaban por su mente. De pronto, se vio a sí mismo paseando por las infinitas playas de Skagen, en compañía de Baiba. Pero ella desapareció enseguida. Entonces Wallander se despertó del todo.
Se sentó en el borde de la cama. No supo de dónde le venía la idea, pero allí estaba, de repente, abriéndose paso entre la maraña de las demás reflexiones: Svedberg.
Si estaba enfermo, no era normal que no hubiese avisado. Además, él nunca se ponía enfermo. Si le hubiese ocurrido algo, les habría avisado. Wallander tendría que haber caído antes en la cuenta. El que Svedberg no diese señales de vida sólo podía significar una cosa: que se hallaba en una situación tal que ni siquiera le era posible comunicarlo.
Wallander notó que empezaba a asustarse. En fin, tal vez no fueran más que figuraciones suyas… Pero ¿qué podía haberle ocurrido a Svedberg? Y su miedo se acrecentaba… Miró de nuevo el reloj antes de ir a la cocina a buscar el número de teléfono de su compañero. Marcó el número. Dejó sonar el teléfono varias veces, hasta que saltó el contestador con la voz de Svedberg. Colgó el auricular, seguro de que algo había sucedido. Se vistió y se dirigió al coche. Empezaba a soplar una ligera brisa, pero aún hacía calor.