—La verdad, algunas de las ideas que se me ocurren son tan desagradables que me niego a pensar en ellas.
—Lo mismo nos pasa a todos. Hace apenas unas horas, Svedberg era un colega víctima de un brutal asesinato. De pronto, la perspectiva se ha modificado radicalmente. Ahora entrevemos la posibilidad de que Svedberg estuviese implicado en algo que tiene visos de ser un crimen aún más grave.
—¿De verdad lo crees así? —quiso saber Ann-Britt.
—No. Pero no hemos de descartar esa hipótesis, por inverosímil que parezca.
—¿Qué crees que ha ocurrido?
—Eso es lo que quiero que me digas.
—Bien, se ha establecido una conexión entre Svedberg y los jóvenes desaparecidos —apuntó Ann-Britt.
—Eso no es del todo correcto. Hay una conexión entre él y Astrid Hillström. Por ahora, nada más que eso.
Ella asintió.
—Tienes razón. Svedberg y Astrid Hillström, la hija de la madre que se ha mostrado más preocupada.
—¿Qué más ves?
—Que Svedberg era distinto de lo que creíamos. Wallander se aferró a esa idea.
—¿Y qué creíamos?
Ella reflexionó un instante.
—Que era el que parecía ser.
—¿Y cómo parecía ser?
—Accesible, abierto, leal.
—Entonces, en realidad era inaccesible, cerrado y desleal —concluyó Wallander.
—No del todo, pero en parte sí.
—Mantenía una relación secreta con una mujer que tal vez se llama Louise. Tenemos su rostro. —Wallander se levantó, encendió el proyector y colocó en él la fotografía del rostro de Louise—. Percibo algo extraño en esta foto. Pero no acabo de saber qué es.
Ann-Britt Höglund parecía dubitativa, pero a él le dio la impresión de que su comentario no la había sorprendido.
—Es el pelo, algo le pasa a su pelo.
—Hemos de encontrarla. Y lo conseguiremos —resolvió Wallander.
Puso entonces la otra fotografía sobre el foco del proyector y miró a Ann-Britt. Ella respondió vacilante.
—Estoy casi segura de que visten ropas del siglo XVI. Tengo en mi casa un libro que trata de la historia de la moda. Pero, claro, puedo estar equivocada.
—¿Qué más ves?
—Unos jóvenes… Parecen contentos, desinhibidos y borrachos.
Wallander pensó de pronto en las fotos que Sten Widén le había mostrado, las del viaje que hicieron a Alemania. En una de ellas, Wallander sostenía en la mano una botella de cerveza y estaba muy bebido. Había cierta similitud en la expresión.
—Dime qué más ves.
—El segundo chico por la izquierda parece estar diciéndole algo al fotógrafo.
—¿Dónde crees que se tomó la foto?
—Una sombra se proyecta desde el lado izquierdo. La fotografía está tomada en el exterior. Se ven unos arbustos al fondo y también algún árbol…
—Están sentados en torno a un mantel con comida. Y van disfrazados. ¿Qué crees que significa eso?
—Que están en un carnaval. O en una fiesta de disfraces.
—Imaginemos que se trata de una fiesta de la noche de San Juan —propuso Wallander—. Parece que hace calor, así que podría ser una fiesta de San Juan. Tal vez no sea la de este año, ya que Norman no está, aunque sí Astrid Hillström.
—Sí, Astrid parece algo más joven en esta foto.
—Sí, opino lo mismo. Puede que la tomaran hace un año o dos.
—No hay nada en la fotografía que sugiera amenaza —comentó ella—. Están tan felices como cualquiera a esa edad: la vida es infinita; las penas, limitadas.
—Yo tengo la sensación de no haberme hallado nunca ante un caso como el que nos ocupa —admitió Wallander—. Por supuesto que Svedberg es el plato fuerte, pero no tengo la menor idea de hacia dónde ternos de dirigir nuestras pesquisas. La brújula gira a una velocidad de vértigo.
—Cierto, pero además está el miedo… —señaló ella—, el miedo a descubrir que Svedberg estuviera involucrado en algo que no queremos ni imaginar.
—Ylva Brink comentó ayer algo que me extrañó mucho. Aseguró que Svedberg le había confesado que yo era su mejor amigo.
Ann-Britt lo miró inquisitiva.
—¿Y eso te sorprende?
—¡Por supuesto que sí!
—Pues no sólo eso, sino que, además, te admiraba. Todos lo sabíamos.
Wallander apagó el proyector y volvió a guardar las fotografías en el sobre.
—Si ahora resultase que Svedberg era una persona muy distinta de la que todos creíamos, habría que replantearse la opinión que tenía de mí, supongo.
—Es decir, que tal vez, en realidad, más que apreciarte, te odiaba.
Wallander hizo una mueca.
—No creo que me odiase, pero tampoco estoy seguro de lo contrario.
Ambos abandonaron la sala. Ann-Britt Höglund se llevó el sobre con las fotografías para dárselo a Nyberg, que intentaría buscar huellas digitales.
Wallander fue a los servicios y orinó una meada larga e incolora. Luego se dirigió al comedor, donde se bebió casi un litro de agua.
Al distribuir las diversas labores entre los agentes, él se había adjudicado, entre otras, las tareas de entrevistarse con Eva Hillström y visitar de nuevo a Sture Björklund en Hedeskoga. Se sentó en su despacho. Ya había echado mano del teléfono cuando cambió de idea. Iría a ver a Eva Hillström, pero sin avisarle. En ese momento llamaron a la puerta y Ann-Britt Höglund entró con las copias ampliadas de las fotografías. Ahora, los rostros de los jóvenes se distinguían con bastante más claridad.
Eran ya las doce cuando Wallander salió de la comisaría. Al pasar ante la recepción, oyó a alguien comentar que estaban a veintitrés grados. Antes de sentarse al volante, se quitó la chaqueta.
Eva Hillström vivía en el camino de Körling, muy cerca de la entrada este de la ciudad. Aparcó el coche ante la verja. La casa, muy grande, era una construcción de principios de siglo rodeada de un frondoso jardín. Se acercó a la puerta y llamó al timbre. Al verlo, Eva Hillström emitió una exclamación de asombro.
—No te preocupes, no ha ocurrido nada —le aclaró Wallander enseguida, inquieto ante la posibilidad de que creyese que iba a confirmarle sus negras sospechas—. Sólo he venido a hacerte un par de preguntas.
Ella lo condujo hasta un amplio salón. Todo despedía un penetrante olor a productos de limpieza. Eva Hillström vestía ropa de deporte e iba descalza. No dejaba de observar a Wallander con mirada interrogante y angustiada.
—Espero no haber venido en mal momento —se excusó Wallander.
Ella murmuró una respuesta ininteligible al tiempo que le indicaba el camino hacia la espaciosa sala de estar. Tanto los muebles como los cuadros daban la impresión de ser caros, de lo que dedujo que la familia Hillström no sufría ningún tipo de estrechez económica. Se sentó sin rechistar en el sillón que ella le indicó.
—¿Te apetece tomar algo? —preguntó la anfitriona.
Wallander negó con la cabeza. Tenía sed pero, por alguna razón inexplicable, le costaba pedirle un vaso de agua. Eva Hillström se sentó en el borde de una silla, y a Wallander le pareció de pronto una corredora que acabara de colocarse en posición de salida, presta a lanzarse a la carrera al oír el pistoletazo. El inspector sacó las copias ampliadas de las fotografías que llevaba en el bolsillo y le mostró en primer lugar la del rostro de mujer. Ella miró fugazmente la imagen antes de preguntarle:
—¿Quién es?
—O sea, que no la conoces.
—¿Tiene algo que ver con Astrid?
Su tono fue tan agresivo que Wallander resolvió actuar con firmeza.
—En ocasiones la policía debe formular preguntas rutinarias. Te estoy mostrando una fotografía y quiero saber si reconoces a la mujer.
—Pero ¿quién es? —repitió ella.
—Responde a mi pregunta.
—No la he visto en mi vida.
—En ese caso, no es necesario seguir hablando de ella.
Eva Hillström se disponía a preguntar de nuevo cuando Wallander sacó la otra fotografía. Ella la miró un instante y, como si por fin se hubiese oído el pistoletazo de salida, se levantó de la silla y salió del salón. Regresó al minuto y le tendió a Wallander, que la aguardaba desconcertado, otra fotografía.
—Una fotocopia ampliada nunca tiene la calidad del original —afirmó Eva Hillström.
Wallander observó la foto. Era, en efecto, el original de la copia que él le había llevado. La misma que había encontrado en casa de Svedberg.
De inmediato, presintió que estaba a punto de hacer un descubrimiento decisivo.
—Háblame de esta fotografía —la instó—. ¿Cuándo se tomó y quiénes son esos otros jóvenes?
—Ignoro dónde la hicieron. Creo que por la zona de Österleden, tal vez cerca de las colinas de Brösarp. Me la dio Astrid.
—¿Cuándo la hicieron?
—El verano pasado. En el mes de julio. Era el cumpleaños de Magnus.
—¿Y quién es Magnus?
Ella señaló al joven que, en la fotografía, parecía estar gritándole algo al fotógrafo anónimo. Cosa rara, Wallander se había acordado de llevarse un bloc de notas.
—¿Cuál es su nombre completo?
—Magnus Holmgren. Vive en Trelleborg.
—¿Quiénes son los otros jóvenes?
El inspector anotó los nombres y las direcciones. De repente, se le ocurrió preguntar:
—¿Quién tomó la fotografía?
—Astrid tiene una cámara con disparador automático.
—O sea, que fue ella quien la hizo.
—¡Acabo de decir que la cámara tiene disparador automático!
Wallander prosiguió:
—Bien. Es una fiesta de cumpleaños, pero están disfrazados, ¿no?
—Sí, solían hacerlo. Pero no veo qué puede haber de raro en eso.
—No, ni yo tampoco. De todos modos, he de preguntártelo.
Ella encendió un cigarrillo. A Wallander no lo abandonaba la impresión de que aquella mujer parecía a punto de sufrir un ataque de nervios.
—En fin, que Astrid tenía muchos amigos —continuó.
—No muchos, pero sí buenos amigos.
Ella tomó la fotografía y señaló a la otra chica.
—Lsa iba a acompañarlos en esta última fiesta de San Juan —explicó—, pero cayó enferma.
A Wallander le llevó un instante comprender el alcance de aquella aclaración. Al cabo entendió, no obstante, y preguntó, señalando la foto:
—Es decir, que esta chica también iba a celebrar con ellos la noche de San Juan.
—Sí, pero enfermó.
—Y por esa razón sólo fueron tres. Tres jóvenes que celebraron una fiesta en algún lugar, y que luego decidieron irse de viaje por Europa.
—Así es.
El inspector iba tomando nota.
—Isa Edengren. Me has dicho que vive en Skårby, ¿no es así?
—Sí. Su padre se dedica a los negocios.
—¿Qué dice ella sobre el viaje?
—Que no habían planeado viajar a ningún sitio. Sin embargo, ella está segura de que decidieron marcharse de viaje. Siempre se llevaban el pasaporte cuando quedaban para celebrar alguna de sus fiestas.
—¿No ha recibido ella ninguna postal?
—No.
—¿Y no le ha extrañado?
—Sí. —Eva Hillström apagó el cigarrillo—. Algo ha sucedido —concluyó de pronto—. No sé qué puede ser, pero algo grave les ha pasado. Isa se equivoca. No han ido a ninguna parte. Siguen aquí. —Wallander vio que se le llenaban los ojos de lágrimas—. ¿Por qué no me cree nadie? —musitó Eva Hillström—. Tan sólo una persona se lo tomó en serio y ya no puede hacer nada.
Wallander contuvo la respiración.
—Dices que tan sólo se lo tomó en serio una persona, ¿cierto?
—Exacto.
—Supongo que te refieres al policía que te visitó a finales de junio.
Ella lo miró sorprendida.
—La verdad es que vino varias veces, no sólo a finales de junio; en julio vino todas las semanas. Y también varias veces este mes de agosto.
—¿Te refieres al inspector de policía Svedberg?
—¿Por qué ha tenido que morir? Él fue el único que me prestó atención. Y estaba tan preocupado como yo.
Wallander permanecía sentado en silencio. De repente, ya no tenía nada que decir.
Soplaba una leve brisa.
A veces, era tan leve que ni se notaba.
Para pasar el rato, se dedicó a contar cada caricia del viento que era capaz de sentir en el rostro. Se le ocurrió anotarlo en aquella lista en la que iba incluyendo los motivos de gozo que hallaba en la vida. Aquellos que sólo le estaban reservados al hombre feliz.
Había permanecido oculto bajo un árbol durante varias horas. El estar preparado con gran antelación le satisfacía enormemente.
Y aquel sábado de agosto, pese a ser de noche, seguía haciendo calor.
Cuando despertó por la mañana, supo que ya no podía aguardar más. Había llegado el momento. Como de costumbre, había dormido exactamente ocho horas, ni más ni menos. En algún punto de sus ensoñaciones, y en algún lugar de su subconsciente, la decisión se había tomado. Hoy, precisamente, tenía que volver a dar vida a la realidad, tal y como ésta se había mostrado hacía cincuenta y un días. Era la ocasión ideal para exponerla a los ojos de todo el mundo.
Se había levantado a las cinco de la mañana, pues nunca, ni aun en los días de descanso, alteraba sus costumbres. Tras tomarse una taza de esa clase de té especial que adquiría directamente de Shangai, dobló la alfombra roja de la sala de estar para realizar sus ejercicios gimnásticos matutinos. Transcurridos veinte minutos, se tomó el pulso, anotó el resultado en su diario de entrenamiento y se duchó. A las seis y cuarto se sentó ante el escritorio y se puso a trabajar. Aquel día tenía que revisar un informe bastante completo que había solicitado al Ministerio de Trabajo; en él se analizaban varias medidas destinadas a paliar el elevado índice de desempleo. Así, bolígrafo en mano, a veces subrayaba algo, a veces hacía anotaciones en el margen. No obstante, no halló ninguna aportación nueva ni inesperada: él ya conocía todas las conclusiones estadísticas y analíticas a las que había llegado el autor del informe.
Dejó a un lado el bolígrafo y pensó en los anónimos funcionarios responsables de las conclusiones inconsistentes de aquel informe. Ellos no corrían riesgo alguno de quedarse sin empleo. A ellos se les negaría la dicha de penetrar el secreto de la existencia, el gozo de comprender qué era lo que de verdad importaba en la vida; qué confería a las personas su auténtico valor.
Prolongó su lectura hasta las diez de la mañana. A esa hora, se vistió y salió a hacer la compra. Ya de vuelta, se preparó el almuerzo antes de echarse a reposar unas horas, hasta las dos de la tarde.