No obstante, lo que más le preocupaba era la sorprendente conexión entre los dos casos. Ya sabían que Svedberg, poco antes de marcharse de vacaciones, había empezado a hacer algunas pesquisas relacionadas con los jóvenes desaparecidos. ¿Por qué había hecho tal cosa? Y, sobre todo, ¿por qué en secreto?
¿De dónde había sacado la fotografía de los jóvenes disfrazados? ¿En qué lugar la habían tomado?
Por otro lado, estaba aquel rostro de mujer. No podía tratarse más que de la mujer llamada Louise. Wallander había examinado la fotografía a la luz de la lámpara de la cocina. Era una mujer de unos cuarenta años, algo más joven que Svedberg. Si era cierto lo que le habían dicho, se habían conocido hacía unos diez años, cuando ella tenía treinta y él treinta y cinco; no había nada raro en ello. La mujer era morena y llevaba el pelo cortado en una melena de formas redondeadas. Como la fotografía era en blanco y negro, no se distinguía el color de los ojos. Tenía la nariz afilada, como el resto del rostro, y los labios distendidos en una especie de sonrisa.
Como la de Mona Lisa. Sólo que la mujer de la fotografía no sonreía con los ojos. Tampoco podía asegurar si la imagen había sido retocada en un estudio fotográfico o si la mujer estaba realmente muy maquillada.
Pero, además, había otro detalle que llamaba la atención. Era como si el rostro de la mujer se escabullese del papel; su imagen se había fijado en el negativo, pero, en cierto modo, parecía ausente, como si, en realidad, no estuviera allí.
No había anotación ni fecha alguna en el reverso de las fotografías, Y ninguna estaba doblada ni, aparentemente, presentaba huellas.
«He encontrado dos fotografías que nadie ha utilizado», concluyó Wallander. «Tampoco se ven muy manoseadas. Son como dos libros cerrados».
Aguantó hasta las seis. Entonces llamó a Martinson, pues sabía que era madrugador.
—Espero no haberte despertado —se disculpó Wallander.
—Si me llamas a las diez de la noche, es posible que me despiertes, pero nunca a las seis de la mañana. Estaba a punto de salir a podar los setos.
Wallander fue derecho al grano y le contó el hallazgo de las fotografías. Martinson lo escuchó sin hacer preguntas.
—Quiero que nos veamos lo antes posible —finalizó Wallander—. No a las nueve, sino a las siete, dentro de una hora.
—¿Has hablado con los demás?
—No, tú eres el primero al que llamo.
—¿A quiénes quieres avisar?
—A todos, incluido Nyberg.
—Pues a él lo llamas tú, que tiene muy mal humor por las mañanas y yo no soporto a gente arisca hasta que no me he tomado el primer café.
Martinson se comprometió a llamar a Hanson y a Ann-Britt Höglund; Wallander llamaría a los demás.
Empezó por Nyberg, que, ciertamente, estaba medio dormido y se molestó.
—Celebraremos la reunión a las siete, no a las nueve —le informó Wallander.
—¿Ha ocurrido algo o es sólo por fastidiar?
—A las siete —repitió Wallander—. El día en que tengas la impresión de que se convoca al equipo de investigación por fastidiar, te recomiendo que te pongas en contacto con el sindicato de la policía.
Se puso a preparar café, mientras se decía que tal vez debía haber medido un poco sus palabras. Después llamó a Lisa Holgersson, que prometió acudir.
Salió a tomarse el café al balcón y comprobó que el termómetro auguraba otro día de buen tiempo. De repente, algo tintineó en el buzón de la puerta. «Las llaves del coche», recordó. «Sten es increíble. ¡Después de la noche que pasamos…!».
Se sentía exhausto. Por un instante, se imaginó con horror las diminutas placas de azúcar blanca flotando a la deriva por sus venas. Poco después de las seis y media, salió de su apartamento y se topó en la escalera con el repartidor de periódicos, un hombre de edad madura llamado Stefansson, que llevaba unas gomas para sujetar las perneras del pantalón.
—Ya sé que hoy llego muy tarde —se disculpó el repartidor—, pero es que ha habido problemas en la imprenta.
—No repartirás tú también por la calle Lilla Norregatan, ¿verdad?
Stefansson ató cabos rápidamente.
—¿Quieres decir al policía al que le dispararon?
—Sí.
—No, de esa zona se encarga una señora, Selma, la repartidora más vieja de la ciudad. Empezó en 1947, así que lleva… ¿cuántos años?…, cuarenta y nueve, ¿no?
—¿Cómo se apellida?
—Nylander.
Stefansson le dio a Wallander su periódico.
—Hoy hablan de ti —le dijo.
—Déjalo arriba —pidió Wallander—. De todas formas, no voy a poder leerlo hasta la noche.
Le habría dado tiempo de ir a pie hasta la comisaría, pero se decidió por ir en coche. La nueva vida que se había propuesto iniciar tendría que esperar un día más.
Ya en el aparcamiento de la comisaría, Ann-Britt Höglund y él salieron de sus respectivos coches al mismo tiempo.
—La repartidora de periódicos de la zona de Svedberg se llama Selma Nylander —le comentó Wallander—. Pero me figuro que tú ya habrás hablado con ella.
—Es una de las pocas personas del país que no tienen teléfono.
Wallander recordó a Sture Björklund y su decisión de eliminar el teléfono de su vida. ¿No estaría convirtiéndose aquello en un fenómeno en expansión?
Se dirigieron a la sala de reuniones. Wallander, nada más llegar al umbral, se dio la vuelta para ir en busca de una taza de café. A su regreso, permaneció un instante en el pasillo pensando qué puntos abordaría en aquel encuentro. Solía acudir a las reuniones de investigación muy bien preparado. Sin embargo, en aquella ocasión no se le ocurría más que poner las fotografías sobre la mesa para abrir la discusión.
Entró, cerró la puerta tras de sí y se sentó en su lugar habitual. La silla de Svedberg estaba vacía. Nadie se había sentado en ella. Wallander se sacó del bolsillo el sobre con las fotografías. De forma sucinta, puso a los asistentes al corriente de su descubrimiento. No obstante, no les contó que se le había ocurrido buscar un posible escondrijo cuando, bastante ebrio, regresaba en taxi de la casa de Sten Widén. En efecto, desde aquella ocasión en que fue sorprendido por sus colegas conduciendo borracho, evitaba en la medida de lo posible aludir al alcohol que consumía de vez en cuando.
Allí estaban, pues, las fotografías. Hanson se disponía a conectar el episcopio.
—Antes de empezar, quisiera advertiros una cosa: la chica de la derecha en la fotografía de grupo es Astrid Hillström, desaparecida con dos amigos desde la noche de San Juan.
Colocó las fotografías sobre el proyector. Reinaba un silencio absoluto. Wallander aguardaba, al tiempo que estudiaba las imágenes. Pero no pudo detectar nada que no hubiese descubierto ya anteriormente con ayuda de la lupa.
Al cabo de un rato, fue Martinson quien rompió el silencio.
—Bueno, al menos hay que reconocer que Svedberg tenía buen gusto. Es una mujer muy guapa. ¿Alguno de vosotros la conoce? Ystad es una ciudad pequeña…
Nadie la había visto nunca. Tampoco nadie había visto en persona a ninguno de los tres jóvenes de la otra fotografía, si bien no les costó reconocer a Astrid Hillström, ya que se parecía mucho a la de la foto que había en la carpeta del caso; la única diferencia radicaba en que en ésta no estaba disfrazada.
—¿Será una fiesta de disfraces? —inquirió Lisa Holgersson—. ¿De qué época se supone que es?
—Del siglo XVII —aseveró Hanson.
Wallander lo miró atónito.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, quizá más bien del XVIII —se corrigió, vacilante.
—Pues yo creo que se trata del XVI —intervino Ann-Britt Höglund—. De la época de Gustav Vasa. Entonces iban vestidos así, con mangas afaroladas y encajes como ésos.
—¿Estás segura? —quiso saber Wallander.
—Por supuesto que no. Sólo es una impresión.
—Bien, por el momento, mejor será que nos dejemos de adivinanzas. Por otro lado, no creo que lo más importante sea de qué se han disfrazado, sino por qué. Pero eso no será fácil de averiguar. —Echó una ojeada a su alrededor antes de proseguir—. Una fotografía de una mujer de unos cuarenta años. Y otra de unos jóvenes disfrazados, entre ellos Astrid Hillström, desaparecida desde el día de San Juan. Probablemente, Astrid esté de viaje por Europa junto con sus dos amigos: ése es nuestro punto de partida. Encuentro estas dos fotografías escondidas en casa de Svedberg, a quien acaban de asesinar. Pero hemos de remontarnos a lo que pudo suceder durante la noche de San Juan, ni antes ni después.
Más de tres horas les llevó revisar el material de que disponían, mientras se formulaban nuevas preguntas y se designaba a los responsables de hallar las correspondientes respuestas lo antes posible. Al cabo de dos horas, Wallander propuso que se tomasen un breve descanso, durante el que todos, a excepción de Lisa Holgersson, fueron al comedor en busca de una taza de café. Después continuaron. El equipo de investigación se había puesto en marcha. A las diez y cuarto, Wallander consideró que aquella mañana ya no avanzaría más.
Lisa Holgersson había guardado silencio la mayor parte del tiempo, tal como solía hacer cuando participaba en alguna reunión de investigación, pues —según sabía Wallander— le merecía un gran respeto cuanto se decía en el curso de esas reuniones. No obstante, en aquella ocasión alzó la mano pidiendo la palabra.
—En realidad, ¿qué puede haberles ocurrido a esos jóvenes? —inquirió—. Si se hubiese producido un accidente, ya nos habríamos enterado. Han pasado ya muchas semanas…
—No lo sé —confesó Wallander—. La sospecha de que les haya sucedido algo se basa en una circunstancia muy especial: el hecho de que las postales que supuestamente han enviado no las hayan escrito ellos. Cosa para la que no hemos encontrado una explicación. ¿Por qué motivo habría de falsificar nadie una postal?
—Para ocultar un crimen —intervino Nyberg.
Sobrevino un silencio. Wallander miró a Nyberg y asintió.
—Y no un crimen cualquiera —añadió—. Las personas desaparecidas, o desaparecen para siempre, o, antes o después, acaban por regresar. Sólo existe una explicación plausible al hecho de que las postales sean falsas: el mantener oculta la muerte de los jóvenes Boge, Norman y Hillström durante el mayor tiempo posible.
—Eso nos revela otro dato —señaló Ann-Britt Höglund—. Que la persona que escribió las postales sabe lo que ha sucedido.
—Sí, pero hay algo más —apuntó Wallander—. Esa persona también puede haberlos matado. Y es alguien capaz de imitar sus firmas y que conoce sus nombres y sus direcciones. —Wallander tuvo que respirar hondo antes de llegar a la siguiente conclusión lógica—. Detrás de unas postales falsificadas se oculta un crimen premeditado. Si es así, hemos de contar con que estos tres jóvenes han muerto a manos de un asesino meticuloso y bien preparado.
Transcurrió un buen rato antes de que alguien rompiese el silencio que se hizo tras sus palabras. Wallander sabía lo que iba a decir, pero quiso aguardar para comprobar si alguno de sus compañeros se le adelantaba.
Una sonora carcajada les llegó desde el pasillo. Nyberg se sonó la nariz; Hanson tenía la mirada fija en la mesa; Martinson tamborileaba con los dedos; Ann-Britt Höglund miraba a Wallander, al igual que Lisa Holgersson. «Mis dos aliadas femeninas», se dijo Wallander.
—Nos vemos obligados a partir de especulaciones —concluyó—. Inevitablemente, una de ellas será bastante desagradable, quizá difícil de imaginar, pero no podemos evitar hablar de Svedberg en la investigación de este caso. Sabemos que guardaba en un lugar secreto una fotografía de Astrid Hillström y de sus amigos. Sabemos que continuó, también en secreto y por cuenta propia, investigando este caso. Ignoramos, no obstante, qué lo movió a hacerlo. Los jóvenes siguen desaparecidos. Y Svedberg ha sido asesinado. Tal vez como consecuencia de un robo, o porque alguien penetró en su casa para buscar algo concreto. Tal vez esta fotografía. Pero, por desgracia, no podemos evitar pensar en otra posibilidad: la de que Svedberg estuviese involucrado de un modo u otro.
Hanson dejó caer el bolígrafo sobre la mesa.
—¡Eso no puede ser! —se indignó—. Uno de nuestros colegas ha sido víctima de un brutal asesinato. Nos reunimos para estudiar cómo encauzar la búsqueda del asesino, y acabamos hablando de la posibilidad de que el propio Svedberg haya estado involucrado en un crimen aún mayor.
—Pues así hemos de pensar —aseguró Wallander—. Es una hipótesis entre otras muchas.
—Sí, creo que tienes razón —terció Nyberg—, por desagradable que nos resulte. Desde lo ocurrido en Bélgica, tengo la sensación de que también en nuestro país puede ocurrir cualquier cosa.
Wallander sabía que Nyberg no iba desencaminado. Durante la investigación de los extraños asesinatos de niños perpetrados en Bélgica se había puesto de manifiesto que tanto la policía como algunos políticos se hallaban implicados. Aún no se habían aclarado del todo las cosas, pero nadie dudaba de que se producirían más descubrimientos decisivos en ese sentido.
Hizo a Nyberg una seña para que continuase.
—Me pregunto qué relación puede tener con todo este asunto la mujer supuestamente llamada Louise —añadió Nyberg.
—Sí, aún ignoramos eso —admitió Wallander—. A partir de ahora, hemos de intentar avanzar en todos los frentes posibles y dar con las respuestas a las cuestiones más relevantes, entre ellas la relativa a la identidad de esa mujer.
El malestar se abatió sobre la sala como una fina capa de bruma. Se distribuyeron los diversos cometidos. Todos estaban convencidos de que, en adelante, tendrían que trabajar las veinticuatro horas del día. Lisa Holgersson se comprometió a asignar al caso más efectivos.
Poco después de las diez y media, dieron por concluida la reunión. Volverían a verse al caer la tarde. Martinson ya estaba llamando a su mujer para avisarle de que no podía acudir a la cena a la que estaban invitados. Wallander se quedó sentado en su silla. En realidad, tenía una necesidad acuciante de ir al baño, pero se sentía demasiado cansado incluso para eso. «El mecanismo se ha puesto en marcha», reflexionó. «Toda investigación de un crimen es como la organización de una batida. Pero no en busca de alguien desaparecido, sino en busca de la claridad».
Le hizo una seña a Ann-Britt Höglund para que se rezagase. Cuando se quedaron solos, le indicó que cerrase la puerta.
—Dime lo que piensas —le pidió el inspector una vez que ella se sentó.