—¿Se trata del caso de esos jóvenes de los que hablaba el periódico? Había también un policía, ¿no?
Wallander asintió.
Westin adoptó de pronto un aire reflexivo.
—A mí me resultaron familiares sus rostros cuando vi la foto en el periódico. Al menos alguno de ellos. Me dio la impresión de que a alguno lo había llevado yo en mi barco hace un par de años.
—¿En compañía de Isa?
—Exacto. Con Isa. Creo que fue a finales del otoño, hace dos años. Soplaban fuertes vientos del suroeste y no sabía si podríamos atracar en el muelle de Bärnsö, pues no está muy bien orientado y cuesta llegar cuando sopla del suroeste. Al final, consiguieron desembarcar, aunque una de sus maletas cayó al mar desde el muelle. Tuvimos que sacarla con un garfio. Por eso los recuerdo, si es que son ellos, que no está la memoria como para fiarse.
—Seguro que eran ellos —afirmó Wallander—. ¿No habrás visto a Isa últimamente? ¿Hoy o quizás ayer?
—No.
—Pero sueles llevarla tú, ¿no es así?
—Bueno, cuando los padres están en la isla, la recogen ellos. En caso contrario, se viene conmigo.
—Entonces, ¿no está aquí?
—Si ha ido a Bärnsö hoy, o si lo hizo ayer, la habrá llevado otra persona.
—¿Quién puede haberla llevado?
Westin se encogió de hombros.
—En las islas siempre hay gente que se ofrece a llevarte. Isa sabe a quién llamar. Pero yo creo que me habría preguntado a mi primero.
Westin miró el reloj. Wallander se apresuró a ir al coche en busca de la pequeña bolsa de viaje que llevaba preparada, y luego subió a bordo. Westin señaló un mapa marítimo que había junto al timón.
—Podría llevarte directamente a Bärnsö, pero para mí significa dar un rodeo. ¿Tienes prisa? Si respetamos la ruta, podemos estar allí en poco más de una hora. Tengo que descargar en tres muelles antes de llegar a Bärnsö.
—Sí, está bien.
—¿Y a la vuelta, cuándo quieres que te recoja?
Wallander meditó un instante. Lo más seguro era que Isa no estuviese en la isla, lo que, además de ser una decepción, demostrara que se había equivocado. Sin embargo, ya que había emprendido el viaje y se encontraba allí, no quería dejar de inspeccionar la casa, y suponía que aquello le llevaría unas horas.
—No tienes que decirme ahora cuándo quieres que te recoja —lo tranquilizó Westin al tiempo que le daba una tarjeta de visit—. Si quieres, llámame por teléfono. Puedo recogerte cuando quieras esta tarde o por la noche. Vivo en una isla cercana a Bärnsö —dijo mientras señalaba en el mapa la isla en cuestión.
—Bien, entonces eso haré —dijo Wallander mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo.
Westin puso en marcha los dos motores y soltó amarras. Tanto sobre la cubierta como en el asiento que había junto al del capitán, había paquetes de periódicos y cajas llenas de cartas. Además, había una caja fuerte. Pese a que la embarcación era bastante grande, a Wallander le sorprendió lo fácil de manejar que parecía. O tal vez fuese que quien la gobernaba era un habilidoso patrón. Una vez que se hubieron alejado del puerto, Westin puso los motores a toda máquina. La proa de la embarcación se elevó despacio y la nave empezó a deslizarse rauda sobre el agua.
—¿Cuánto hace que te dedicas a repartir el correo? —gritó Wallander parra hacerse oír pese al estruendo de los motores.
—Demasiado tiempo —contestó Westin, también a voz en grito—. Más de veinticinco años.
—¿Cómo lo haces durante el invierno, cuando el mar está helado?
—Entonces utilizo el hidroavión.
Wallander notó que la obstinada sensación de fatiga lo abandonaba por un momento. La velocidad, la experiencia de hallarse en alta mar, todo aquello le procuraba un inesperado bienestar. ¿Cuándo había sido la última vez que se había sentido así? ¿Quizá durante los días que pasó en Gotland con su hija Linda? Por supuesto, comprendía que el trabajo de repartidor del correo en un archipiélago debía de ser agotador, pero, en aquel preciso instante, las tormentas y la negrura otoñal parecían no existir. Westin lo miró con una sonrisa cómplice: no parecía sino que hubiese adivinado los pensamientos de Wallander.
—¿De verdad que merece la pena? —inquirió—. Me refiero a lo de ser policía.
En otras circunstancias, Wallander habría emprendido de inmediato una apología de su profesión. Sin embargo, en compañía de Westin y en aquel barco que cortaba el brillo de la superficie del mar, la pregunta adquirió otra dimensión.
—Bueno, en algunas ocasiones no estoy tan seguro —gritó—. Pero cuando uno está a punto de cumplir los cincuenta, y comprende que la mayoría de los trenes ya han partido, uno se encuentra bastante solo en la estación.
—Yo cumplí cincuenta años la primavera pasada —aclaró Westin—. Todos mis conocidos de por aquí organizaron una fiesta.
—¿A cuanta gente conoces en las islas?
—A todos. O sea, que fue una señora fiesta.
Westin viró y redujo la velocidad. Se acercaban a una isla. A los pies de una alta loma divisó una caseta pintada de rojo y un embarcadero que descansaba sobre viejos pilotes.
—Ésta es la isla de Båtsmansö —explicó Westin—. Cuando yo era niño, vivían aquí nueve familias, más de treinta personas. Aunque hay muchos veraneantes durante la estación estival, tan pronto llega el otoño no queda más que una persona. Se llama Zetterqvist y tiene noventa y tres altos. Pero aún se las arregla bastante bien solo durante el invierno. Ha quedado viudo tres veces. Apenas quedan vejetes como él. Tal vez los haya prohibido la Dirección Nacional de Sanidad y Bienestar Social.
El último comentario pilló a Wallander desprevenido y lo hizo estallar en una sonora carcajada.
—¿Ha sido pescador?
—Ha sido de todo. Hasta timonel.
—Tú conoces a todo el mundo. Y ellos, ¿te conocen a ti?
—Sí, suele ser así. Vaya, es como tiene que ser. Si, por ejemplo, un buen día Zetterqvist no apareciese en el muelle, yo iría a ver qué le pasa: si está enfermo, o si se ha caído. Cuando uno es repartidor de Correos, ya sea en tierra o en el mar, siempre sabe cómo le va a la gente, lo que hacen, adónde van, cuándo vuelven… Se quiera o no, así es.
Westin guió el barco con suavidad hasta un muelle y no ató más que un cabo de proa para poder descargar algunos bultos. Un nutrido grupo de gente se había congregado ya a su alrededor. Westin tomó los paquetes y se encaminó hacia una caseta roja. Wallander descendió al muelle, junto al cual yacían amontonadas unas cuantas plomadas viejas. Corría una brisa fresca.
Transcurridos unos minutos, volvieron a hacerse a la mar. Prosiguieron la travesía por el cambiante entorno del archipiélago. Después de otras dos paradas de reparto, empezaron a aproximarse a Bärnsö. Entraron en una bahía que, como Wallander comprobó en el mapa, se llamaba Viklfjärden. La isla de Bärnsö, tan solitaria, parecía víctima de una secesión peculiar, como si la hubiesen expulsado de la comunidad del archipiélago.
—Imagino que también conoces a toda la familia Edengren… —insinuó Wallander una vez que el barco perdió velocidad y empezó a acercarse al muelle.
—Bueno, conocerlos, lo que se dice conocerlos… Con los padres no he tenido mucha relación, la verdad. Para serte sincero, parecen algo estirados. Pero Isa y Jörgen han venido conmigo muchas veces.
—Supongo que sabrás que Jörgen murió —aventuró Wallander en tono precavido.
—Sí, me dijeron que había muerto en un accidente de tráfico. Creo recordar que fue el padre quien me lo contó, un día en que la hélice de su barco estaba estropeada y tuvo que venir en el mío.
—En fin, la muerte de un adolescente resulta siempre algo tan trágico… —comentó Wallander.
—Cierto. Pero yo siempre me figuré que sería Isa la que sufriría algún accidente.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, lleva una vida tan alocada… Al menos, si hemos de dar crédito a lo que ella misma va contando por ahí.
—¿Quieres decir que ella se sinceraba contigo, que te contaba qué hacía? ¡Vaya! Parece que ser repartidor del correo también implica convertirse en confesor de almas….
—¡Qué coño! —exclamó Westin—. Lo que pasa es que tengo un hijo de la misma edad que Isa. Y hace algunos veranos salieron juntos. Luego rompieron, que es lo que suele ocurrir a esa edad.
El barco viró hacia el muelle. Wallander tomó su bolsa de viaje y saltó a tierra.
—Entonces, te llamo después, por la tarde.
—Yo ceno a las seis —advirtió Westin—. Antes o después, me da igual.
Wallander, de pie sobre el muelle, contempló como el barco desaparecía tras doblar el cabo. Pensó en lo que le había dicho Westin sobre la muerte de Jörgen y en el hecho de que los padres hubiesen ocultado la causa real de la muerte. Un tostador en la bañera se había convertido en un accidente de tráfico.
Una verde fronda cubría la isla. Junto al amarradero había una caseta, que hacía las veces de embarcadero, y una cabaña de invitados cuya forma hacía pensar en el cenador de Skårby, donde Wallander había hallado inconsciente a la joven. Sobre unos troncos de madera, boca abajo, yacía un bote. A Wallander le llegó un ligero olor a brea. En el lugar del que arrancaba la pendiente que ascendía hacia la vivienda se erguían, imponentes, unos robles. La casa, antigua pero muy cuidada, era roja y de dos plantas. Wallander entró en el jardín delantero, aplicó el oído y miró a su alrededor. Un velero se vislumbraba a lo lejos en la bahía. El aire le traía el distante ronroneo de un motor. Wallander transpiraba copiosamente. Dejó la bolsa en el suelo, se quitó la chaqueta y la dejó sobre la barandilla de la escalera de la entrada. Las cortinas estaban echadas. Subió los peldaños, dio unos toquecitos en la puerta y aguardó. Tras unos minutos, la aporreó con fuerza, pero nadie acudió a abrir. Tanteó la cerradura y comprobó que habían echado la llave. Por un momento, no supo qué hacer. Después, rodeó la casa, con la sensación de que se repetía la misma escena que cuando visitó Skårby por primera vez. Detrás de la casa había un huerto con manzanos, ciruelos y algún cerezo, además de unos muebles de jardín amontonados bajo una techumbre de plástico.
Divisó un sendero que arrancaba de la linde del huerto y que conducía hacia el interior de la isla, donde la vegetación se tornaba más espesa. Echó a andar por el sendero y, tras recorrer unos cien metros, se volvió a mirar. La casa ya no se divisaba. Se hallaba completamente rodeado de árboles y arbustos. El sendero prolongaba su serpentear hacia el interior de la isla. Una avispa, procedente de un manantial y un cobertizo situados junto al sendero, comenzó a mostrar interés por su rostro y la espantó con una mano. Sobre el dintel de la puerta del cobertizo había grabada una fecha: «1897». La llave estaba en la cerradura. Wallander abrió la puerta. El interior estaba oscuro y el ambiente era fresco, perfumado de un suave olor a patatas, por lo que dedujo que lo utilizaban para almacenar alimentos. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, entró y comprobó que estaba vacío. Cerró la puerta y volvió a enfilar el sendero, que ascendía sinuoso por la pendiente. A su izquierda entreveía el mar a través de la espesura. Por la posición del sol, dedujo que iba en dirección norte. Suponía que había recorrido unos quinientos metros. Llegó a un punto en que del sendero arrancaba, hacia la izquierda, otro camino aún más estrecho, pero él siguió adelante. Tras otros cien metros, se acabó la vereda. A sus pies se extendía una zona de relucientes rocas planas que, de forma paulatina, se alzaban en acantilados. Más allá, se extendía el ancho mar. Allí terminaba la isla. Subió a las rocas más altas. Una gaviota graznó en las alturas mientras ascendía y descendía al amor de los vientos. Wallander se sentó sobre una piedra y se enjugó el sudor del rostro, lamentando no haber llevado consigo una de las botellas de agua que tenia en la bolsa. Por unos minutos, no pensó en absoluto en Svedberg ni en los jóvenes muertos.
Poco después se levantó y regresó por donde había venido. Al llegar a la encrucijada, tomó el desvío, que desembocaba en un pequeño puerto natural. Sobre unas rocas se amontonaban algunos aros de hierro oxidados. La superficie del mar parecía una película de cristal en la que se reflejaban las altas copas de los árboles. Regresó a la casa y, después de orinar ante un roble, comprobó que el móvil, que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, estaba conectado. Sacó de la bolsa una de las botellas de agua y se sentó sobre un peldaño de la escalera. Tenía la boca seca. Al dejar la botella a su lado, sobre el peldaño, algo atrajo su atención. Miró a su alrededor, y comprobó que reinaba la misma calma que cuando llegó. No se había producido ningún cambio. Frunció el entrecejo. En su interior se había disparado una alarma apenas perceptible. Entonces miró fijamente la bolsa, que descansaba sobre el primer peldaño. Estaba totalmente seguro de que la había dejado sobre el siguiente. Bajó la escalera y rebuscó en los archivos de su mente hasta dar con las imágenes que buscaba. «En primer lugar, dejé la bolsa. Después, me quité la chaqueta y la colgué de la barandilla. Por último, tomé de nuevo la bolsa y la dejé sobre el segundo peldaño».
Mientras él paseaba por la isla, alguien había cambiado de lugar su bolsa de viaje negra. Con gran precaución, echó una ojeada en derredor fijándose, en primer lugar, en los árboles y arbustos, para después centrar su atención en la casa. Las cortinas seguían corridas. Subió de nuevo la escalera y tanteó la puerta. Pensó en el muelle, donde Westin lo había dejado, y también en el embarcadero y en la casita de invitados, la que tanto se asemejaba al cenador de la casa de Skårby. Descendió los peldaños y se dirigió al muelle. La puerta de la caseta del embarcadero, pintada de negro, tenía una regleta de madera por toda cerradura. Wallander la abrió. El depósito de agua estaba vacío. De la longitud de las poleas se desprendía que el lugar estaba reservado para una embarcación de grandes dimensiones. De las paredes colgaban mangas y otros aparejos de pesca. Salió y cerró con la regleta. La mitad de la casita de invitados estaba construida en voladizo sobre el agua, y de esa parte colgaba una escalera de cuerda. Permaneció inmóvil un momento, observando la casa. Después se dirigió hacia la puerta de la casita e hizo girar el pomo, pero estaba cerrada con llave, así que la golpeó suavemente.
—Isa —llamó—. Sé que estás ahí.
Retrocedió unos pasos y aguardó.
Cuando la joven abrió la puerta, apenas si pudo reconocerla. Tenía los largos cabellos recogidos en un moño y vestía algo parecido a un mono de trabajo, de color negro. A Wallander se le antojó que su mirada era hostil, aunque lo que reflejaban sus ojos también podría muy bien ser miedo.