Pisando los talones (40 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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En lugar de calzarse el zapato que llevaba en la mano, se quitó el otro. Quinqué en mano, bajó las escaleras y se detuvo a escuchar a medio camino. Le temblaba la mano, por lo que los reflejos de la llama se entregaban a una fantasmagórica danza sobre las paredes. No llevaba arma alguna con la que defenderse si lo necesitaba. Entretanto, intentaba pensar. No parecía muy verosímil que ocurriese algo malo en aquella isla, pues estaban los dos solos. Volvió a decirse que probablemente el grito había sido un sueño. O un ave nocturna que había lanzado su alarido ante la ventana. Por supuesto, cabía una tercera posibilidad, la de que hubiese sido Isa Edengren, y no él, quien hubiese sufrido la pesadilla.

Ya había llegado a la planta baja. El dormitorio de la joven estaba en la zona opuesta a la de la cocina. Se detuvo a escuchar antes de dar unos toquecitos en la puerta. La muchacha no contestó. Él trató de oír su respiración. «Demasiado silencio», resolvió. Tanteó la puerta, pero estaba cerrada, de modo que ya no lo dudó ni un instante. La aporreó y luego forcejeó el pomo inútilmente. Se dirigió entonces a la cocina. La puerta trasera estaba entreabierta. La cerró y se puso a buscar alguna herramienta en los cajones, hasta que encontró un destornillador. Forzó la cerradura de la habitación y entró. La cama estaba vacía; la ventana, abierta, y la hoja sin asegurar. Intentó dilucidar qué podía haber ocurrido. Recordó que había visto una linterna bastante potente en la cocina, de modo que fue a buscarla. Además, se llevó un martillo que había visto en el mismo cajón donde había hallado el destornillador. Abrió la puerta, salió e iluminó la oscuridad con la linterna.

Ya en el jardín, se dio cuenta de que estaba descalzo. Un pájaro aleteó en la noche mientras el viento seguía silbando entre las copas de los árboles. Llamó a Isa a gritos sin obtener respuesta. Se acercó hasta la ventana de la habitación de Isa e iluminó el terreno. Allí comenzaban las huellas, pero tan débiles que era imposible seguirlas. Dirigió de nuevo el haz de luz hacia las sombras de la noche y volvió a gritar sin resultado. El corazón le latía con violencia. Tenía miedo. Regresó a la puerta de la cocina y enfocó la cerradura. Tal y como se temía, la habían forzado. El miedo crecía en su interior. Se dio media vuelta y alzó el martillo, pero allí no había nadie. Regresó al interior de la casa mientras recordaba que había dejado el móvil en el piso de arriba, sobre la mesilla de noche. Intentó hacerse una composición de lugar e imaginar lo que había sucedido. «Alguien accede al interior de la casa forzando la cerradura de la puerta de la cocina. Isa se despierta al oír que alguien entra en su habitación, e intenta huir por la ventana». No se le ocurría ninguna otra explicación. Miró el reloj y comprobó que eran las tres menos cuarto. Marco el número de Martinson, que dormía junto al teléfono y respondió a la segunda señal.

—Hola, soy Kurt. Siento despertarte a estas horas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Martinson adormilado.

—Levántate y lávate la cara —ordenó Wallander—. Volveré a llamarte dentro, de tres minutos.

Martinson empezó a protestar, pero Wallander dio por terminada la conversación. Consultó de nuevo el reloj. Tres minutos más tarde volvió a marcar el número, preocupado porque estaba a punto de quedarse sin batería y había olvidado llevarse el cargador.

—Escucha con atención —pidió—. No puedo hablar mucho, la batería está a punto de agotarse. ¿Tienes papel y lápiz?

Martinson estaba ya bien despabilado.

—Tomo nota.

—Esta noche ha sucedido algo aquí, aunque no sé qué puede ser. El caso es que Isa Edengren lanzó un grito que me despertó. Ha desaparecido. La puerta trasera de la casa ha sido forzada, lo que indica que hay alguien más en la isla. Quienquiera que sea ese alguien, ha venido por ella. Existe la posibilidad de que ese alguien ignorara el hecho de que yo también estoy en la isla. En cualquier caso, temo por la seguridad de la muchacha. No olvidemos que la tumba del parque estaba destinada a cuatro personas…

—¿Qué quieres que haga?

—Nada, por el momento. Bueno, sí, busca el número de teléfono de los guardacostas de Fyrudden. Y espera mi próxima llamada.

—¿Qué piensas hacer tú?

—Buscarla.

—Si hay un asesino en la isla, puede resultar peligroso, así que necesitarás apoyo.

—¿Y de dónde vendrá ese apoyo, de Norrköping? Tardarían una eternidad en llegar.

—Sí, pero tú solo no puedes peinar toda la isla.

—Bueno, no es muy grande. Te dejo. Me preocupa la batería.

—Haré lo que me pides. Ten cuidado.

Wallander se puso los zapatos y se guardó el móvil en el bolsillo. Después abandonó la casa, con el martillo colgado del cinturón. Empezó por el embarcadero y enfocó la negrura de las aguas, pero allí no había ninguna embarcación. Sin dejar de gritar, siguió la búsqueda en el cobertizo y la casita de invitados, que halló vacíos. Entonces echó a correr de nuevo hacia la casa y tomó el sendero que partía de la parte posterior del edificio. A la potente luz de la linterna, los árboles y arbustos adquirían un blanco reluciente. Tampoco en el cobertizo que había junto al manantial halló a nadie.

Siguió gritando su nombre sin cesar. Cuando llegó al lugar en que el sendero se bifurcaba y donde una rama señalaba en dirección al puerto natural, se detuvo. ¿Qué camino escoger? Enfocó el suelo con la linterna, pero no pudo distinguir ninguna huella. Al cabo, decidió proseguir en dirección al extremo norte de la isla. Llegó a las rocas casi sin aliento. Lo azotó un frío viento procedente de alta mar. Deslizó el haz de luz por el acantilado, y por un instante iluminó a un par de ojos relucientes pertenecientes a algún pequeño animal, tal vez un visón, que enseguida desapareció por una grieta de la roca. Se adentró por el acantilado, escrutando las grietas a la luz de la linterna. Nada. Volvió a gritar el nombre de la joven antes de dar la vuelta para regresar al sendero.

De repente, algo lo hizo pararse en seco. Aplicó el oído. Se oía el chapotear de las olas al encontrar la orilla. Sin embargo, se percibía además otro ruido. Al principio no supo decir qué era, pero enseguida comprendió que se trataba del motor de un barco. El ruido procedía del oeste. «El puerto natural… concluyó. Tendría que haber tomado el otro sendero». Echó a correr, pero se paró cuando llegó a los últimos arbustos. Los atravesó con sigilo. De nuevo aguzó el oído e iluminó las aguas con su interna. Sin embargo, no se veía nada. Y el ruido del motor se había desvanecido. «Una embarcación acaba de zarpar», se dijo mientras sentía que el miedo crecía en su interior. ¿Qué le habría ocurrido a la muchacha? Regresó al sendero y trató de decidir por dónde continuaría su búsqueda. Se preguntaba si el servicio de guardacostas dispondría de perros de rastreo, pues, si bien era cierto que la isla no era demasiado grande, debía admitir que él no podría recorrerla en toda su extensión antes de que amaneciese. Se esforzaba por imaginarse las reacciones de la joven: aterrada, había huido por la ventana: la persona que había forzado la puerta de su dormitorio había bloqueado al mismo tiempo el camino hacia el dormitorio donde él descansaba. Entonces, ella había saltado por la ventana para adentrarse a la carrera en la oscuridad. Seguramente, ni siquiera llevaba consigo una linterna… Wallander había alcanzado el punto en que los senderos se encontraban.

De pronto, lo comprendió. Cuando él y la muchacha pasearon por la isla, ésta le había hablado del escondite en el que ella y su hermano Jörgen solían jugar de niños. Así pues, intentó recordar el punto exacto en que se encontraban cuando ella le había señalado la cima de la colina que constituía el punto más elevado de la isla. Si, se hallaban más cerca de la casa, en algún lugar entre el cobertizo y el sitio en el que se encontraba en aquel momento. Recordó que acababan de pasar entre dos enebros cuando ella se detuvo y le indicó el lugar. Se apresuro, pues, por el sendero hasta llegar a los dos árboles. Enfocó con la linterna hacia la pendiente que ella le había señalado y abandonó el sendero. Algunos árboles caídos aquí y allá y la espesura del boscaje le impedían avanzar con rapidez. El terreno estaba salpicado de grandes rocas, por entre las que él fue proyectando la luz de su linterna. Transcurridos unos minutos, ya cerca de la colina, vislumbró una grieta disimulada tras crecidas matas de helecho. Con gran sigilo, ganó la ladera de la colina, apartó los helechos e ilumino la pared rocosa.

Allí estaba la joven, acurrucada contra la piedra, sin más ropa que el camisón. Rodeaba las rodillas con sus brazos, y la cabeza reposaba sobre el hombro. Parecía dormida. Pero él supo enseguida que estaba muerta. Alguien le había disparado en mitad de la frente.

Wallander se derrumbó. Caído en el suelo, sintió que toda la sangre que discurría por sus venas se le agolpaba en la cabeza, y pensó que estaba a punto de morir. Y que, en realidad, eso no tenia la menor importancia. Había fracasado. No había sabido proteger a la muchacha. Ni siquiera el escondite de su niñez la había salvado. Puesto que no había oído ningún disparo, dedujo que el arma del crimen iba provista de silenciador.

Wallander se incorporó y buscó apoyo en el tronco de un árbol. El móvil se le deslizó del bolsillo hasta el suelo. Lo recogió y, trastabillando, regresó a la casa con la intención de llamar a Martinson.

—Llegué demasiado tarde —confesó.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Está muerta. De un disparo, como los demás.

Martinson no parecía comprender del todo. Wallander repitió el mensaje.

—¡Santo Dios! —exclamó Martinson—. ¿Quién pudo matarla?

—Un hombre que llegó en un barco. Llama a la policía de Norrköping. Tienen que intervenir. Y llama al servicio de guardacostas.

Martinson le aseguró que así lo haría.

—Será mejor que despiertes a los demás —prosiguió—. Incluida Lisa Holgersson. Pronto me quedaré sin batería. En cuanto lleguen los refuerzos, os llamaré.

Así concluyó la conversación. Wallander se sentó en una silla de la cocina. La luz de la linterna bañaba un adorno de la pared: «Hogar, dulce hogar», rezaba el cuadro. Tras unos instantes, se obligó a levantarse. Fue a la habitación de la chica en busca de una manta, salió de nuevo a la oscuridad, llegó al escondite y cubrió con ella el cuerpo de la muchacha.

Hecho esto, se sentó sobre una roca que emergía junto a los helechos que cubrían el acceso al escondite. Habían dado ya las tres y veinte de la madrugada.

El viento arreció al llegar la pálida hora del alba. Wallander, al oír que se acercaba el barco del servicio de guardacostas, bajó hasta el embarcadero. También llegaron algunos policías de semblante serio que lo observaban con cauta desconfianza. En realidad, Wallander sabía que tenían razón: ¿qué había ido a hacer un policía de Escania a una de sus islas? Lo habrían comprendido si hubiera estado allí de veraneo, pero… Los condujo hasta la grieta y volvió la cara cuando retiraron la manta. Entonces, uno de los policías de Norrköping se acercó hasta él y le exigió que mostrase su placa. Wallander se indignó y, por una vez en la vida, perdió totalmente los estribos. Sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y arrojó la placa a los pies del policía que se la había pedido. Después se alejó de allí. Aquella ira repentina se esfumó de inmediato para dar paso a un cansancio paralizante. Se sentó en la escalera de la casa con una de sus botellas de agua en la mano.

Allí fue donde lo encontró Harry Lundström, que había presenciado la escena de la placa y consideró que el otro agente había tenido una imperdonable falta de tacto. No cabía la menor duda de que aquel hombre era un colega. No en vano la llamada de alarma procedía de la comisaría de Ystad.

El mensaje había sido muy claro: un inspector de la brigada criminal que respondía al nombre de Kurt Wallander se encontraba en una isla llamada Bärnsö, donde había hallado el cadáver de una joven, y necesitaba ayuda.

Harry Lundström tenia cincuenta y siete años. Había nacido en Norrköping y todos, excepto él mismo, consideraban que era el mejor policía de la ciudad. Cuando vio el estallido de ira de Wallander, lo comprendió. Ignoraba qué había ido a hacer allí exactamente el inspector, dado que habían recibido de Ystad una información muy escueta. Pero comprendió que aquello guardaba relación con el asesinato del colega de Ystad y de los tres jóvenes; no le habían dicho mucho más, al margen de eso.

A pesar de todo, Harry Lundström sabía ponerse en el lugar del otro, de modo que se hacía cargo de corno debía de sentirse Wallander tras haber encontrado a una joven, acurrucada y en camisón, muerta en una grieta de la montaña, con un orificio de bala en la frente.

Aguardó unos minutos antes de acercarse a Wallander y sentarse cerca de él sobre un peldaño.

—Ha sido una torpeza que te pidieran la placa —admitió.

Luego le tendió la mano y se presentó. A Wallander le inspiró confianza enseguida.

—¿Así qué es contigo con quien debo hablar?

Harry Lundström asintió.

—Entonces será mejor que entremos —propuso Wallander.

Se sentaron en la sala de estar. Wallander llamó a Martinson desde el teléfono de Lundström y le pidió que informasen de lo sucedido a los padres de Isa. Después le llevó casi una hora explicarle a su colega quién era la joven asesinada y en qué contexto se había producido su muerte. Lundström escuchaba sin tomar notas. De vez en cuando se veían interrumpidos por las preguntas de alguno de los demás agentes. Lundström dirigía las operaciones con instrucciones claras Y sencillas. Una vez que Wallander puso punto final a su relato, el colega de Norrköping le pidió que le aclarara algunas dudas, y Wallander pensó que, sin duda, él le habría formulado las mismas preguntas.

Eran ya las siete de la mañana. A través de la ventana se divisaba el barco de los guardacostas, que golpeteaba contra el muelle.

—Será mejor que vaya a ver —resolvió Lundström—. Si tu no quieres venir, puedes quedarte aquí. Creo que ya has visto bastante.

El viento soplaba con fuerza y Wallander tiritaba de frío.

—Vientos de otoño —comentó Lundström—. Empieza a notarse el cambio.

—Yo nunca había estado antes en este archipiélago —dijo Wallander—. Es muy hermoso.

—Pues yo jugaba al balonmano en mi juventud y tenía una fotografía en color del equipo de Ystad en la pared de mi habitación. Pero tampoco puedo decir que conozca Escania.

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