—¿Quieres decir que le revelaste lo que habías hecho?
—No, pero sí le referí mis sueños.
—¿Qué sueños?
—Yo soñaba con hacer que la gente dejase de reír.
—¿Por qué no puede reír la gente?
—Porque, antes o después, la felicidad conduce a su contrario. Y yo quería ahorrarles el sufrimiento. Yo soñaba con ello. Y se lo conté.
—¿Le contaste que a veces soñabas con matar a personas felices?
—Exacto.
—¿Y él empezó a sospechar de ti?
—Sí. No me di cuenta hasta pocos días antes.
—¿Antes de qué?
—Antes de matarlo.
—¿Qué te hizo pensar que sospechaba de ti?
—Pues empezó a hacerme preguntas, como si me interrogara. Me puse nervioso. No me gustan las preocupaciones vanas.
—Así que fuiste a su casa y lo mataste.
—Sí. Él estaba sentado en la silla. Al principio sólo quería pedirle que dejara de ponerme nervioso con sus preguntas. Pero él insistió, de modo que me vi obligado a poner fin a todo aquello. Me había llevado la escopeta, que había dejado en el vestíbulo al entrar, así que fui a buscarla y disparé.
Wallander permaneció sentado y mudo durante un buen rato, esforzándose por imaginar los últimos minutos de la vida de Svedberg.
¿Tuvo tiempo de comprender lo que estaba a punto de ocurrirle, o había sucedido todo con demasiada rapidez?
—No debe de ser fácil matar a alguien a quien uno ama.
Larstam no respondió; ni aquella primera vez, ni tampoco la segunda ocasión en que Wallander formuló la misma pregunta. El rostro de Larstam no dejaba traslucir sentimiento alguno.
Después, el inspector se obligó a seguir, aun sin ganas. Cuando revisaron la ropa de Larstam tras la detención, encontraron una pequeña cámara en su bolsillo. Al revelar la película, hallaron dos fotografías. Una de ellas la había tomado en el parque natural, poco después de asesinar a los tres jóvenes. La otra, hecha con flash, era de Bärnsö y mostraba a Isa Edengren acurrucada entre los helechos.
Wallander puso las fotografías sobre la mesa.
—¿Por qué fotografiabas a tus víctimas?
—Quería recordar.
—Recordar, ¿qué?
—Cómo fue.
—¿Te refieres a la sensación de haber asesinado a unos jóvenes inocentes?
—No, más bien para no olvidar que había llevado a término lo que me había propuesto.
Wallander tenía más preguntas, pero lo atenazó tal angustia que apartó las fotografías. No podía más. Al menos, no en aquel momento. Así, pasó a hablar de la última noche, aquella en la que Larstam estuvo aguardándolo a él en el apartamento de la calle Maríagatan.
—¿Por qué me elegiste a mí como la siguiente víctima?
—No tenía ninguna otra.
—¿Qué significa eso?
—Pues que tenía pensado esperar. Un año, quizá más. Pero enseguida sentí la necesidad de continuar, puesto que todo iba tan bien.
—Ya, pero ¿por qué yo? Yo no soy especialmente feliz y tampoco me río muy a menudo.
—Pero tienes un trabajo al que acudir. Y he visto fotografías tuyas en los periódicos en las que apareces sonriente.
—Pero no voy nunca disfrazado. Ni siquiera suelo llevar uniforme.
La respuesta de Larstam lo llenó de sorpresa.
—Yo había pensado hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Disfrazarte. Había pensado ponerte mi peluca y hacer que tu rostro se pareciese al de Louise. Ya no la necesitaba, así que Louise podía morir. Había decidido resucitar como una mujer nueva.
Larstam lo miró a los ojos y Wallander sostuvo su mirada, pero jamás fue capaz de comprender lo que creyó ver.
Y tampoco pudo, jamás, olvidar ese instante.
Por fin, no hubo más preguntas. Wallander tenía frente a él la imagen de un hombre que había enloquecido, que nunca había encajado en ningún ambiente y que, al cabo, había estallado en una violencia que no podía controlar. En el examen psicológico posterior, la imagen adquirió aún mayor precisión. Un niño maltratado, desatendido, que nunca tuvo la oportunidad de aprender nada, más que a esconderse y escabullirse. Un niño que no pudo soportar que lo expulsasen del gabinete de ingenieros y que terminó por concluir que las personas que sonreían eran malvadas.
Wallander pensó que, tras todo aquello, se ocultaba una sombra aterradora que se extendía sobre el país entero; que, cada vez con mayor frecuencia, la gente de la que se podía prescindir quedaría apartada y condenada a llevar una vida indigna en reductos en los que se desconoce la conmiseración y desde los que podrían contemplar a aquellos a quienes habían tenido la fortuna de pertenecer al lado adecuado, aquellos a los que les había cabido en suerte tener algún motivo para ser felices.
El inspector recordó una conversación inconclusa que, en alguna ocasión, mantuvo con Ann-Britt Höglund y en el transcurso de la cual comentaron que el estado de descomposición de la sociedad sueca quizá estuviese más avanzado de lo que ellos creían. Aquella violencia irracional e improvisada que se había convertido en algo cotidiano; la sensación de hallarse en una época en que la sociedad de derechos había dejado de funcionar en muchos aspectos… Por primera vez en su vida, Wallander se preguntaba si no se hallarían, simplemente, a las puertas del total desmoronamiento de la sociedad sueca, que se originaría en cualquier ámbito, cuando las grietas fuesen muy numerosas. «En realidad, ¿estamos tan lejos de Bosnia?», pensó entonces. «Es posible que estemos mucho más cerca de lo que imagino». Todo aquello ocupaba su mente mientras interrogaba a Larstam, un hombre que no resultaba tan incomprensible como habría sido deseable. Un hombre que constituía un buen indicador de lo que estaba ocurriendo. Un desmoronamiento interior que se correspondía con otro externo.
Finalmente, no hubo más que decir. Wallander puso punto final; Ke Larstam fue conducido al calabozo y todo acabó ahí.
Días después, Eva Hillström se suicidó. Fue Ann-Britt Höglund quien acudió a decírselo. Wallander la había escuchado en silencio. Acto seguido, salió de la comisaría, se compró una botella de whisky y se emborrachó.
Después, nunca hizo comentario alguno sobre lo ocurrido o sobre lo que cruzó por su mente cuando oyó la noticia: Eva Hillström había sido, después de todo, la novena y última víctima de Ke Larstam.
Por fin tomó su chaqueta, se levantó y se marchó. Ya había metido la maleta en el maletero y llevaba el móvil en el bolsillo, pero lo dejó en el asiento trasero, no sin antes asegurarse de que estaba apagado.
Eran las diez y diez cuando salió de Ystad, rumbo a Krisitanstad, para continuar después en dirección a Kalmar.
A las dos de la tarde, giró para detenerse en la cafetería de Västervik. Sabía que estaba cerrada durante los meses de invierno y, pese a todo, albergaba la vaga esperanza de encontrarla allí. A lo largo del otoño, pensó en llamarla en numerosas ocasiones, pero nunca llegó a hacerlo. En realidad, no sabía con exactitud qué decirle. Salió del coche. El viento y la lluvia de Escania lo habían acompañado en su viaje. Las hojas de los árboles se adherían a la tierra mojada. Todo parecía cerrado a cal y canto. Rodeó el edificio hasta llegar a la parte posterior, a la habitación en la que había dormido cuando regresaba de Bärnsö. Pese a que no hacía más que unos meses de aquello, tenía la sensación de que no había ocurrido nunca, o que era un suceso tan lejano que el recuerdo había empezado a desdibujarse en su memoria.
Lo inquietaba tanto cerrojo.
Regresó al coche y prosiguió su viaje hacia un objetivo del que aún dudaba si considerar como una elección afortunada.
Se detuvo en Valdemarsvik para comprar una botella de whisky. Entró en una pastelería para tomarse un café y unos bocadillos, que pidió sin mantequilla. A las cinco de la tarde, cuando ya la oscuridad se había asentado sobre el paisaje, tomó la carretera serpenteante que, a lo largo de Valdemarsvik, lo conduciría primero a Gryt y después a Fyrudden.
Ciertamente, de forma inesperada, Lennart Westin lo había llamado a primeros de septiembre, cuando ya todo había pasado, Larstam estaba encarcelado, la investigación concluida y el correspondiente informe en poder de Thurnberg. La tarde en que llamó, Wallander había estado interrogando a un joven que había agredido a su padre. La entrevista había sido terrible y desesperante, y Wallander nunca llegó a averiguar qué había sucedido en realidad. Finalmente, dejó el asunto en manos de Hanson. Ya en su despacho, recibió la llamada de Westin, que le preguntó cuándo pensaba ir a visitarlo al archipiélago. A aquellas alturas, Wallander había olvidado la invitación que Westin le había hecho. Estuvo tentado de decir que no, pero aceptó, creyendo que, de todas maneras, nunca acudiría, y concertaron la visita para finales de octubre. Sin embargo, Westin lo llamó para recordarle su promesa, de modo que se puso en camino.
Habían acordado que Westin recogería a Wallander en Fyrudden a las seis, y que se alojaría en su casa hasta el domingo.
Wallander se sentía agradecido y a un tiempo temeroso por la invitación, pues tan sólo en contadísimas ocasiones, por no decir nunca, había convivido con personas a las que conocía poco. No obstante, aquel otoño se presentaba como uno de los más duros en muchos años. No cesaba de pensar en su salud, siempre angustiado ante la posibilidad de que le sobreviniese un ataque apopléjico en cualquier momento, pese a los esfuerzos del doctor Göransson por tranquilizarlo al asegurarle que iba por buen camino; los niveles de glucemia se habían estabilizado, había adelgazado y, por si fuera poco, había logrado cambiar sus hábitos alimentarios. Pese a todo, Wallander experimentaba a menudo la sensación de que ya era demasiado tarde y, si bien aún no había cumplido los cincuenta, solía entregarse a la idea de que ya vivía de prestado, como si un silbato invisible estuviese dispuesto a dar por terminado el juego de su existencia en cualquier momento.
Giró, pues, para entrar en la explanada del puerto de Fyrudden, donde el viento soplaba con violencia mientras la lluvia no cesaba de tamborilear contra las lunas del coche. Aparcó en el mismo lugar en que lo había dejado la última vez, cuando estuvo allí en verano. Apagó el motor y escuchó el rumor del oleaje contra el muelle. Poco antes de las seis, vislumbró unas luces que se aproximaban desde el mar: allí estaba Westin.
Salió del coche, tomó su maleta y fue a su encuentro.
Westin salió de la cabina y Wallander recordó enseguida su sonrisa.
—¡Bienvenido! —gritó para hacerse oír en medio del vendaval—. Nos marchamos ahora mismo. La comida está lista.
Se hizo cargo de la maleta de Wallander, que, con pie vacilante, subió a bordo. Tenía frío y notó que la temperatura estaba descendiendo.
—Así que, al final, has venido —comentó Westin ya en el interior de la cabina.
En aquel momento, Wallander comprendió lo absurdo de sus dudas anteriores. En efecto, se sentía feliz de hallarse en el barco de Westin, rumbo al corazón de aquella noche de viento.
Westin hizo girar la embarcación mientras Wallander buscaba dónde sujetarse. Una vez que dejaron atrás el puerto, pudo sentir el azote de las olas contra el casco.
—¿Te asusta el mar? —inquirió Westin amable, sin ánimo de provocar.
—Creo que sí —repuso Wallander.
Westin aumentó la velocidad poco a poco y, de repente, Wallander se dio cuenta de que estaba disfrutando. Se preguntó cuál sería la razón. Instantes después, comprendió cuál era la respuesta: nadie sabía dónde se encontraba, nadie podía localizarlo.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía totalmente libre.
Al día siguiente, Wallander se despertó a las seis de la mañana. Le dolía la cabeza, pues, la noche anterior, habían dado cuenta de un buen número de vasos de whisky. No tardó en sentirse como en casa con la familia Westin, dos niños algo tímidos y la señora Westin, que enseguida empezó a tratarlo como a un viejo amigo. Habían cenado pescado, café y whisky mientras le referían cómo era la vida en el archipiélago. Wallander los escuchaba atento, interrumpiendo con alguna que otra pregunta. Los primeros en irse a dormir fueron los niños; después, la mujer de Westin. Lennart y Wallander permanecieron despiertos hasta que la botella estuvo prácticamente vacía. De vez en cuando, Wallander salía fuera a orinar y dejarse azotar el rostro por el viento. La lluvia había cesado y hacía más frío. Westin aseguró que, de madrugada, el vendaval empezaría a amainar.
No se retiraron hasta las dos de la mañana. El inspector dormiría en una habitación construida sobre el porche. Tumbado y atento a los silbidos del viento, no dedicó ni un solo pensamiento a Larstam, ni a la comisaría, ni siquiera a la ciudad de Ystad.
Pese a no haber dormido más de cuatro horas, se sentía descansado al despertar. Se quedó echado en la cama, contemplando la oscuridad del exterior. A las siete de la mañana se levantó y se vistió, antes de salir. Westin estaba en lo cierto: el viento había cedido y, a juzgar por lo que indicaba el termómetro fijado a la ventana de la cocina, estaban a cero grados. El cielo aparecía cubierto de pesadas nubes. Wallander decidió recorrer el sendero que desembocaba en el mar. El aire se respiraba fresco entre los árboles. Muy pronto llegó al acantilado. Ante sí se extendía el mar abierto. La embarcación de Westin estaba anclada en una bahía cercana que se hallaba al abrigo del viento del norte y del este. En su caminar, iba describiendo el perfil de las rocas mientras seguía el despacioso avance del alba sobre el horizonte. De repente divisó a Westin, que se aproximaba por el sendero desde la casa.
—Gracias por el recibimiento de anoche —le dijo Wallander—. No recuerdo cuándo fue la última vez que pasé una noche tan agradable.
—Te oí levantarte —repuso Westin—. Quería proponerte ir a dar un paseo en el barco. Hay algo que quisiera mostrarte. No es nada del otro mundo. Aun así…
—¿Qué es?
—Una isla. Un pequeño archipiélago remoto. El de Hammarskär.
Westin llevaba una bolsa de plástico en la mano.
—He traído algo de café, pero me temo que el whisky se ha acabado. Se encaminaron, pues, al embarcadero. La luz del amanecer lo invadía ya todo. El mar presentaba un color plomizo y apenas si soplaba el viento. Westin dio marcha atrás y tomó rumbo hacia alta mar. Atrás quedaron, en primer lugar, islotes cubiertos de vegetación que, paulatinamente, dieron paso a otros, flotantes calvarios rocosos. Entonces Westin señaló un minúsculo grupo de islotes que se desgajaba solitario del archipiélago. La embarcación se deslizaba sobre las líquidas dunas. No tardaron en hallarse cerca del grupo de islotes, de modo que Westin aminoró la velocidad al tiempo que dirigía la proa hacia el sur.