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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (16 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?

—Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.

»Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos.»

—Y ¿dónde se hizo eso?

—En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.

»Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas.

»Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.

»Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a éstos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.

»Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.

»Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: “¿Habrá mujeres?”

»Y el otro contestó: “Espero que no, Cristo.”

»Entonces, un tercero dijo: “Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha, Pilar. ¿Va a haber mujeres?”

»Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: “No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?”

»Y él dijo: “Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar?”

»—En cuanto acabe el cura —le dije yo.

»—¿Y el cura?

»—No lo sé —le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.

»—Nunca he matado a un hombre —dijo.

»—Entonces, ahora aprenderás —le contestó el que estaba a su lado—. Pero no creo que un golpe de ésos mate a un hombre —y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.

»—Ahí está lo bueno —dijo el otro—. Hay que dar muchos golpes.

»—Ellos han tomado Valladolid —dijo alguien—; han tomado Ávila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.

»—Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe —dije yo.

»—Pablo es muy capaz —dijo otro—. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así, Pilar?

»—Sí —contesté yo—; pero ahora vais a participar vosotros en todo.

»—Sí —dijo él—. Esto está bien organizado. Pero ¿por qué no oímos noticias del Movimiento?

»—Pablo ha cortado los hilos del teléfono antes del ataque al cuartel. Todavía no se han reparado.

»—¡Ah! —dijo él—; es por eso por lo que no se sabe nada. Yo he oído algunas noticias en la radio del peón caminero esta mañana, muy temprano.

»—¿Por qué vamos a hacer esto así, Pilar? —me preguntó otro.

»—Para economizar balas —contesté yo— y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.

»—Entonces, que comience. Que comience. Que comience —le miré y vi que estaba llorando.

»—¿Por qué lloras, Joaquín? —le pregunté—. No hay por qué llorar.

»—No puedo evitarlo, Pilar —dijo él—. No he matado nunca a nadie.

»Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y ésos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.

»Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: “¡Agua, agua!”, y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: “¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?”

»—En seguida —gritó Pablo desde la puerta del Ayuntamiento—. En seguida va a salir el primero. —Su voz estaba ronca de tanto gritar durante el asalto al cuartel.

»—¿Qué los está retrasando? —gritó uno.

»—Aún están ocupados con sus pecados —contestó Pablo.

»—Claro, como que son veinte —replicó otro.

»—Más —repuso otro.

»—Y entre veinte hay muchos pecados que confesar.

»—Sí, pero me parece que es una treta para ganar tiempo. En un caso como éste, sólo deberían recordar los más grandes.

»—Entonces, tened paciencia, porque para veinte se necesita algún tiempo, aunque no sea más que para los pecados más gordos.

»—Ya la tengo —contestó otro—; pero sería mejor acabar. En bien de ellos y de nosotros. Estamos en julio y hay mucho trabajo. Hemos segado, pero no hemos trillado. Todavía no ha llegado el tiempo de las fiestas y las ferias.

»—Pero esto de hoy será una fiesta y una feria —dijo alguien—. Será la feria de la libertad, y desde hoy, cuando hayamos terminado con éstos, el pueblo y las tierras serán nuestras.

»—Hoy trillamos fascistas —gritó otro—, y de la paja saldrá la libertad de este pueblo.

»—Tenemos que administrarla bien, para merecerla —añadió otro más—. Pilar, ¿cuándo nos reunimos para la reorganización?

»—En seguida que acabemos con éstos —dije yo—. En el mismo edificio del Ayuntamiento.

»Yo llevaba en son de chanza uno de esos tricornios charolados de la Guardia civil y había bajado el disparador de la pistola, sosteniéndolo con el pulgar como me parecía que era preciso hacerlo, y la pistola estaba colgada de una cuerda que llevaba alrededor de la cintura, con el largo cañón metido bajo la cuerda. Cuando me la puse me pareció que era una buena broma, pero luego lamenté no haber cogido el estuche de la pistola, en lugar del sombrero. Y uno de los hombres de las filas me dijo: “Pilar, hija, me parece de mal gusto que lleves ese sombrero, ahora que se ha acabado con cosas como la Guardia civil...”

»—Entonces, me lo quitaré —dije yo, y me lo quité.

»—Dámelo —dijo él—; hay que destruirlo.

»Y como estaba al final de la fila, en donde el paseo corre a lo largo del borde de la barranca que da al río, cogió el sombrero y lo echó a rodar desde lo alto de la barranca, de la misma manera que los pastores cuando tiran una piedra a las reses para que se reúnan. El sombrero salió volando por el vacío y lo vimos hacerse cada vez más pequeño, con el charol brillando a la luz del sol, en dirección al río. Volví a mirar a la plaza y vi que en todas las ventanas y en todos los balcones se apretujaba la gente y la doble fila de hombres atravesaba la plaza hasta el porche del Ayuntamiento y la multitud estaba apelmazada debajo de las ventanas del edificio, y se oía el ruido de mucha gente que hablaba al mismo tiempo; y luego oí un grito y alguien dijo: “Aquí viene el primero.” Y era don Benito García, el alcalde, que salía con la cabeza al aire, bajando lentamente los escalones del porche. Y no pasó nada. Don Benito cruzó entre las dos filas de hombres que llevaban los bieldos en la mano y no pasó nada. Y se adelantó entre las filas de hombres, con la cabeza descubierta, la ancha cara redonda de color ceniciento, la mirada fija ante él echando de vez en vez una ojeada a derecha e izquierda y andando con paso firme. Y no pasaba nada.

»Desde un balcón, alguien gritó: “¿Qué ocurre, cobardes?” Don Benito seguía avanzando entre las filas de hombres y no pasaba nada. Entonces vi, a tres metros de mí, a un hombre que hacía gestos raros con la cara, que se mordía los labios y tenía blancas las manos que sujetaban el bieldo. Le vi que miraba a don Benito y que le veía acercarse. Y seguía sin pasar nada. Entonces, un poco antes de que don Benito pasara por su lado, el hombre levantó el bieldo con tanta fuerza, que casi tira al suelo al que tenía a su lado, y con el bieldo descargó un golpe que dio a don Benito en la cabeza. Don Benito miró al hombre, que volvió a golpearle, gritando: “Esto es para ti, cabrón.” Y esta vez le dio en la cara. Don Benito levantó las manos para protegerse la cara y entonces los demás comenzaron a golpearle, hasta que cayó y el hombre que le había golpeado primero llamó a los otros para que le ayudasen y tiró de don Benito por el cuello de la camisa y los otros cogieron a don Benito por los brazos y le arrastraron con la cara contra el polvo, llevándole hasta el borde del barranco, y desde allí le arrojaron al río. Y el hombre que le había golpeado primero se arrodilló junto a las rocas y gritó: “Cabrón. Cabrón. Cabrón.” Era un arrendatario de don Benito y nunca se habían entendido bien. Habían tenido una disputa a propósito de un pedazo de tierra cerca del río que don Benito le había quitado y había arrendado a otro, y el rentero, desde entonces, le odiaba. Aquel hombre ya no volvió a las filas después de eso. Se quedó sentado al borde de la barranquera mirando al lugar por donde había caído don Benito.

»Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: “Que salga el toro. Que salga el toro.”

»Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: “No quieren moverse. Todos están rezando.”

»Otro borracho gritó: “Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo.”

»Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.

»Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.

»—No tiene piernas para andar —dijo alguien.

»—¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? —preguntó otro. Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.

»—Vamos —le gritó Pablo desde lo alto de la escalera—. Camina.

»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.

»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: “Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar.” Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: “Con su permiso”, y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.

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