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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (15 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—A mí también me gustan los pinos.

—Pero venga —dijo Pilar—, los dos igual. A mí también me gustan los pinos, pero hemos estado demasiado tiempo entre ellos. Y estoy harta de estas montañas. En las montañas no hay más que dos caminos: arriba y abajo, y cuando se va para abajo se llega a la carretera y a los pueblos de los fascistas.

—¿Va usted algunas veces a Segovia?

—¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? —preguntó la mujer de Pablo a María.

—Tú no eres fea.

—Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro —dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente—. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves —dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente—. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés —dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.

—Esta vida es una cosa muy cómica —dijo, echando el humo por la nariz— Yo hubiera hecho un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.

—Tú no eres fea —dijo Robert Jordan tuteándola sin saber por qué.

—¿Que no? No quieras engañarme. O será —y rió con su risa profunda— que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? —Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.

—No —contestó María—; no lo entiendo; porque tú no eres fea.

—Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha —dijo Pilar—. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?

—Sí, pero convendría que nos fuéramos.

—¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues —continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)— que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a comenzar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.

—Pero si soy fea... —afirmó María.

—Pregúntaselo a él —dijo Pilar—; y no metas tanto los pies en el agua, que se te van a quedar helados.

—Roberto dice que deberíamos seguir, y yo creo que sería mejor —intervino María.

—Escucha bien lo que te digo —dijo Pilar—: este asunto me interesa tanto como a tu Roberto, y te digo que se está aquí muy bien, descansando junto al agua, y que tenemos tiempo de sobra. Además, me gusta hablar. Es la única cosa civilizada que nos queda. ¿Qué otra cosa tenemos para pasar el rato? ¿No te interesa lo que te digo, inglés?

—Habla usted muy bien, pero hay otras cosas que me interesan más que la belleza o la fealdad.

—Entonces, hablemos de lo que te interesa.

—¿Dónde estaba usted a comienzos del Movimiento?

—En mi pueblo.

—¿Ávila?

—¡Qué va, Ávila!

—Pablo me dijo que era de Ávila.

—Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es... —y nombró un pueblo muy pequeño.

—¿Y qué fue lo que sucedió?

—Muchas cosas —contestó la mujer—. Muchas, muchas, y todas bellacas. Todas, incluso las gloriosas.

—Cuente —dijo Robert Jordan.

—Es algo brutal —dijo la mujer de Pablo—. No me gusta hablar de eso delante de la pequeña.

—Cuente, cuente —dijo Robert Jordan—. Y si no va con ella, que no escuche.

—Puedo escuchar —dijo María, y puso su mano en la de Jordan—. No hay nada que yo no pueda escuchar.

—No se trata de saber si puedes escuchar —dijo Pilar—; sino de saber si debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.

—No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?

—Quizá se las dé al inglés.

—Cuénteme usted, y veremos...

—No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en los pueblos?

—No —contestó Robert Jordan.

—Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado. Pero era cosa de haberle visto entonces.

—Cuente, cuente usted.

—No, no tengo ganas.

—Cuente.

—Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un momento en que te molesta, dímelo.

—Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar —replicó María—; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.

—Creo que sí que lo es —dijo la mujer de Pablo—. Dame otro cigarrillo, inglés, y vámonos.

La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la dejó quieta sobre la de Robert Jordan.

—Fue por la mañana temprano cuando los civiles del cuartel se rindieron —empezó diciendo Pilar.

—¿Habían atacado ustedes el cuartel? —preguntó Robert Jordan.

—Pablo lo había cercado por la noche. Cortó los hilos del teléfono, colocó dinamita bajo una de las tapias y gritó a los guardias que se rindieran. No quisieron. Entonces, al despuntar el día, hizo saltar la tapia. Hubo lucha. Dos guardias civiles quedaron muertos. Cuatro fueron heridos y cuatro se rindieron.

»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.

»—¿Queda alguno dentro? —gritó Pablo.

»—Están los heridos.

»—Vigilad a ésos —dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando—. Quedaos ahí, contra la pared —dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.

»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.

»—Mira, Pilar —dijo—. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú —dijo a uno de los guardias—, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.

»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.

»—Tú —dijo Pablo al que estaba más cerca de él—, dime cómo funciona esto.

»—Baja la palanca —le dijo el guardia con voz incolora—. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.

»—¿Qué es la recámara? —preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles—. ¿Qué es la recámara?

»—Lo que está encima del gatillo.

»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.

»—Y ahora ¿qué? —dijo—. Se ha atascado. Me has engañado.

»—Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante —dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.

»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.

»—¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? —preguntó uno de ellos.

»—Mataros —respondió Pablo.

»—¿Cuándo? —preguntó el hombre, con la misma voz gris.

»—Ahora mismo —contestó Pablo.

»—¿Dónde? —preguntó el guardia.

»—Aquí —contestó Pablo—. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?

»—Nada —contestó el civil—. Nada. Pero no es cosa bien hecha.

»—Tú eres el que no estás bien hecho —dijo Pablo—. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.

»—Yo no he matado nunca a nadie —dijo el civil—. Y te ruego que no hables así de mi madre.

»—Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más | que matar.

»—No hace falta insultarnos —dijo otro de los civiles—. Y nosotros sabemos morir —dijo otro.

»—De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro —ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.

»—De rodillas he dicho —insistió Pablo—. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.

»—¿Qué te parece, Paco? —preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.

»—Da lo mismo arrodillarse —contestó éste—. No tiene importancia.

»—Es más cerca de la tierra —dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.

»—Entonces, arrodillémonos —dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.

»—Guárdame esto, Pilar —dijo—. No sé cómo bajar el disparador —y me tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.

»Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: “Vaya, otro día que comienza.”

»—Bueno, ahora vamos a tomar el café —dije yo.

»—Bien, Pilar, bien —dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»

—¿Qué pasó con los otros? —preguntó Robert Jordan—. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?

—¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos no los matamos a tiros.

—¿Qué fue lo que se hizo con ellos?

—Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.

—¿A los veinte?

—Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.

El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros a pico desde allí hasta el río.

»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza. En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante.»

BOOK: Por quién doblan las campanas
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