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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (6 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Eso es lo que quiero para ella —dijo la mujer de Pablo—. Pablo se pone malo sólo de verla. Es otra cosa que está acabando con él. Se pone malo en cuanto la ve. Lo mejor será que se vaya.

—Podemos ocuparnos de eso cuando acabemos con lo otro.

—¿Y tendrá usted cuidado de ella si yo se la confío a usted? Le hablo como si le conociera hace mucho tiempo.

—Y es como si fuera así —dijo Jordan—. Cuando la gente se entiende, es como si fuera así.

—Siéntese —dijo la mujer de Pablo—. No le he pedido que me prometa nada, porque lo que tenga que suceder, sucederá. Pero si usted no quiere ocuparse de ella, entonces voy a pedirle que me prometa una cosa.

—¿Por qué no voy a ocuparme de ella?

—No quiero que se vuelva loca cuando usted se marche. La he tenido loca antes y ya he pasado bastante con ella.

—Me la llevaré conmigo después de lo del puente —dijo Jordan—. Si estamos vivos después de lo del puente, me la llevaré conmigo.

—No me gusta oírle hablar de esa manera. Esa manera de hablar no trae suerte.

—Le he hablado así solamente para hacerle una promesa —dijo Jordan—. No soy pesimista.

—Déjame ver tu mano —dijo la mujer, volviendo otra vez al tuteo.

Jordan extendió su mano y la mujer se la abrió, la retuvo, le pasó el pulgar por la palma con cuidado y se la volvió a cerrar. Se levantó. Jordan se puso también en pie y vio que ella le miraba sin sonreír.

—¿Qué es lo que ha visto? —preguntó Jordan—. No creo en esas cosas; no va usted a asustarme.

—Nada —dijo ella—; no he visto nada.

—Sí, ha visto usted algo, y tengo curiosidad por saberlo. Aunque no creo en esas cosas.

—¿En qué es en lo que usted cree?

—En muchas cosas, pero no en eso.

—¿En qué?

—En mi trabajo.

—Ya lo he visto.

—Dígame qué es lo que ha visto.

—No he visto nada —dijo ella agriamente—. El puente es muy difícil, ¿no es así?

—No, yo dije solamente que es muy importante.

—Pero puede resultar difícil.

—Sí. Y ahora voy a tener que ir abajo a estudiarlo. ¿Cuantos hombres tienen aquí?

—Hay cinco que valgan la pena. El gitano no vale para nada, aunque sus intenciones son buenas. Tiene buen corazón. En Pablo no confío.

—¿Cuántos hombres tiene el Sordo que valgan la pena?

—Quizá tenga ocho. Veremos esta noche al Sordo. Vendrá por aquí. Es un hombre muy listo. Tiene también algo de dinamita. No mucha. Hablará usted con él.

—¿Ha enviado a buscarle?

—Viene todas las noches. Es vecino nuestro. Es un buen amigo y camarada.

—¿Qué piensa usted de él?

—Es un hombre bueno. Muy listo. En el asunto del tren estuvo enorme.

—¿Y los de las otras bandas?

—Avisándolos con tiempo, podríamos reunir cincuenta fusiles de cierta confianza.

—¿De qué confianza?

—Depende de la gravedad de la situación.

—¿Cuántos cartuchos por cada fusil?

—Unos veinte. Depende de los que quieran traer para el trabajo. Si es que quieren venir para ese trabajo. Acuérdese de que en el puente no hay dinero ni botín y que, por la manera como habla usted, es un asunto peligroso, y de que después tendremos que irnos de estas montañas. Muchos van a oponerse a lo del puente.

—Lo creo.

—Así es que lo mejor será no hablar de eso más que cuando sea menester.

—Estoy enteramente de acuerdo.

—Cuando hayas estudiado lo del puente —dijo ella rozando de nuevo el tuteo—, hablaremos esta noche con el Sordo.

—Voy a ver el puente con Anselmo.

—Despiértele —dijo—. ¿Quiere una carabina?

—Gracias —contestó Jordan—. No es malo llevarla; pero, de todas maneras, no la usaría. Voy solamente a ver; no a perturbar. Gracias por haberme dicho lo que me ha dicho. Me gusta mucho su manera de hablar.

—He querido hablarle francamente.

—Entonces dígame lo que vio en mi mano.

—No —dijo ella, y movió la cabeza—. No he visto nada. Vete ahora a tu puente. Yo cuidaré de tu equipo.

—Tápelo con algo y procure que nadie lo toque. Está mejor ahí que dentro de la cueva.

—Lo taparé, y nadie se atreverá a tocarlo —dijo la mujer de Pablo—. Vete ahora a tu puente.

—Anselmo —dijo Jordan, apoyando una mano en el hombro del viejo, que estaba tumbado, durmiendo, con la cabeza oculta entre los brazos.

El viejo abrió los ojos.

—Sí —dijo—; desde luego. Vamos.

Capítulo III

B
AJARON LOS ÚLTIMOS DOSCIENTOS METROS
moviéndose cuidadosamente de árbol en árbol, entre las sombras, para encontrarse con los últimos pinos de la pendiente, a una distancia muy corta del puente. El sol de la tarde, que alumbraba aún la oscura mole de la montaña, dibujaba el puente a contraluz, sombrío, contra el vacío abrupto de la garganta. Era un puente de hierro de un solo arco y había una garita de centinela a cada extremo. El puente era lo suficientemente amplio como para que pasaran dos coches a la vez, y su único arco de metal saltaba con gracia de un lado a otro de la hondonada. Abajo un arroyo, cuya agua blanquecina se escurría entre guijarros y rocas, corría a unirse con la corriente principal que bajaba del puerto.

El sol le daba en los ojos a Robert Jordan y no distinguía el puente más que en silueta. Por fin, el astro palideció y desapareció, y, al mirar entre los árboles, hacia la cima oscura y redonda, tras la que se había escondido, Jordan vio que no tenía ya los ojos deslumbrados, que la montaña contigua era de un verde delicado y nuevo y que tenía manchas de nieves perpetuas en la cima.

En seguida se puso a estudiar el puente y a examinar su construcción aprovechando la escasa luz que le quedaba a la tarde. La tarea de su demolición no era difícil. Sin dejar de mirarlo, sacó de su bolsillo un cuaderno y tomó rápidamente algunos apuntes. Dibujaba sin calcular el peso de la carga de los explosivos. Lo haría más tarde. Por el momento, Jordan anotaba solamente los puntos en que las cargas tendrían que ser colocadas, a fin de cortar el soporte del arco y precipitar una de sus secciones en el vacío. La cosa podía conseguirse tranquila, científica y correctamente con media docena de cargas situadas de manera que estallaran simultáneamente, o bien, de forma más brutal, con dos grandes cargas tan sólo. Sería menester que esas cargas fueran muy gruesas, colocadas en los dos extremos y puestas de modo que estallaran al mismo tiempo. Jordan dibujaba rápidamente y con gusto; se sentía satisfecho al tener por fin el problema al alcance de su mano y satisfecho de poder entregarse a él. Luego cerró su cuaderno, metió el lápiz en su estuche de cuero al borde de la tapa, metió el cuaderno en su bolsillo y se lo abrochó.

Mientras él estaba dibujando, Anselmo miraba la carretera, el puente y las garitas de los centinelas. El viejo creía que se habían acercado demasiado al puente y cuando vio que Jordan terminaba el dibujo, se sintió aliviado.

Cuando Jordan acabó de abrochar la cartera que cerraba el bolsillo de pecho se tumbó boca abajo, al pie del tronco de un pino. Anselmo, que estaba situado detrás de él, le dio con la mano en el codo y señaló con el índice hacia un punto determinado.

En la garita que estaba frente a ellos, más arriba de la carretera, se hallaba sentado el centinela, manteniendo el fusil con la bayoneta calada en las rodillas. Estaba fumando un cigarrillo; llevaba un gorro de punto y un capote hecho simplemente de una manta. A cincuenta metros no se podían distinguir sus rasgos, pero Robert Jordan cogió los gemelos, hizo visera con la palma de la mano, aunque ya no había sol que pudiera arrancar ningún reflejo, y he aquí que apareció el parapeto del puente, con tanta claridad que parecía que se pudiera tocar alargando el brazo. Y la cara del centinela, con sus mejillas hundidas, la ceniza del cigarrillo y el brillo grasiento de la bayoneta. El centinela tenía cara de campesino, mejillas flacas bajo pómulos altos, barba mal afeitada, ojos sombreados por espesas cejas, grandes manos que sostenían el fusil y pesadas botas que asomaban por debajo de los pliegues de la capa. Una vieja bota de vino, de cuero oscurecido por el uso, pendía de la pared de la garita. Se distinguían algunos periódicos, pero no se veía teléfono. Podía ocurrir que el teléfono estuviese en el lado oculto, pero ningún hilo visible salía de la garita. Una línea telefónica corría a lo largo de la carretera y los hilos atravesaban el puente. A la entrada de la garita había un brasero, hecho de una vieja lata de gasolina sin tapa con algunos agujeros; el brasero estaba apoyado en dos piedras, pero no tenía lumbre. Había algunas viejas latas, ennegrecidas por el fuego, entre las cenizas sembradas alrededor.

Jordan tendió los gemelos a Anselmo, que estaba tendido junto a él. El viejo sonrió y movió la cabeza. Luego se señaló los ojos con el dedo.

—Ya lo veo —dijo, hablando con mucho cuidado, sin mover los labios, de modo que, más que hablar, era tan sólo un murmullo. Miró al centinela mientras Jordan le sonreía y, señalando con una mano hacia delante, hizo un ademán con la otra como si se cortara el gaznate. Robert Jordan asintió, pero dejó de sonreír.

La garita, situada en el extremo opuesto del puente, daba al otro lado, hacia la carretera de bajada, y no podía verse el interior. La carretera, amplia, bien asfaltada, giraba bruscamente hacia la izquierda, al otro lado del puente, y desaparecía luego en una curva hacia la derecha. En este punto la carretera se ensanchaba, añadiendo a sus dimensiones normales una banda abierta en el sólido paredón de roca del otro lado de la garganta; su margen izquierda u occidental, mirando hacia abajo desde el puerto y el puente, estaba marcada y protegida por una serie de bloques de piedra que caían a pico sobre el precipicio. Esta garganta era casi un cañón en el sitio en que el río cruzaba bajo el puente y se lanzaba sobre el torrente que descendía del puerto.

—¿Y el otro puesto? —preguntó Jordan a Anselmo.

—Está a quinientos metros más abajo de esa revuelta. En la casilla de peón camionero que hay en el lado de la pared rocosa.

—¿Cuántos hombres hay en ella? —preguntó Jordan.

Observó de nuevo al centinela con sus gemelos. El centinela aplastó el cigarrillo contra los tablones de madera de la garita, sacó de su bolsillo una tabaquera de cuero, rasgó el papel de la colilla y vació en la petaca el tabaco que le quedaba, se levantó, apoyó el fusil contra la pared y se desperezó. Luego volvió a coger el fusil, se lo puso en bandolera y se encaminó hacia el puente. Anselmo se aplastó contra el suelo. Jordan metió los gemelos en el bolsillo de su camisa y escondió la cabeza detrás del tronco del pino.

—Siete hombres y un cabo —dijo Anselmo, hablándole al oído—. Me lo ha dicho el gitano.

—Nos iremos en cuanto se detenga —dijo Jordan—. Estamos demasiado cerca.

—¿Ha visto lo que quería?

—Sí. Todo lo que me hacía falta.

Comenzaba a hacer frío, ya que el sol se había puesto y la luz se esfumaba al tiempo que se extinguía el resplandor del último destello en las montañas situadas detrás de ellos.

—¿Qué le parece? —preguntó en voz baja Anselmo, mientras miraban al centinela pasearse por el puente en dirección a la otra garita; la bayoneta brillaba con el último resplandor; su silueta aparecía informe debajo del capotón.

—Muy bien —contestó Jordan—. Muy bien.

—Me alegro —dijo Anselmo—. ¿Nos vamos? Ahora no es fácil que nos vea.

El centinela estaba de pie, vuelto de espaldas a ellos en el otro extremo del puente. De la hondonada subía el ruido del torrente golpeando contra las rocas. De pronto, por encima de ese ruido, se abrió paso una trepidación considerable y vieron que el centinela miraba hacia arriba, con su gorro de punto echado hacia atrás. Volvieron la cabeza y, levantándola, vieron en lo alto del cielo de la tarde tres monoplanos en formación de V; los aparatos parecían delicados objetos de plata en aquellas alturas, donde aún había luz solar, y pasaban a una velocidad increíblemente rápida, acompañados del runrún regular de sus motores.

—¿Serán nuestros? —preguntó Anselmo.

—Parece que lo son —dijo Jordan, aunque sabía que a esa altura no es posible asegurarlo. Podía ser una patrulla de tarde de uno u otro bando. Pero era mejor decir que los cazas eran «nuestros», porque ello complacía a la gente. Si se trataba de bombarderos, ya era otra cosa.

Anselmo, evidentemente, era de la misma opinión.

—Son nuestros —afirmó—; los conozco. Son
Moscas
.

—Sí —contestó Jordan—; también a mí me parece que son
Moscas
.

—Son
Moscas
—insistió Anselmo.

Jordan pudo haber usado los gemelos y haberse asegurado al punto de que lo eran; pero prefirió no usarlos. No tenía importancia el saber aquella noche de quiénes eran los aviones, y si al viejo le agradaba pensar que eran de ellos, no quería quitarle la ilusión. Sin embargo, ahora que se alejaban camino de Segovia, no le parecía que los aviones se asemejaran a los «Boeing P. 32» verdes, de alas bajas pintadas de rojo, que eran una versión rusa de los aviones americanos que los españoles llamaban
Moscas
. No podía distinguir bien los colores, pero la silueta no era la de los
Moscas
. No; era una patrulla fascista que volvía a sus bases.

El centinela seguía de espaldas al lado de la garita más alejada.

—Vámonos —dijo Jordan.

Y empezó a subir colina arriba, moviéndose con cuidado y procurando siempre quedar cubierto por la arboleda. Anselmo le seguía a la distancia de unos metros. Cuando estuvieron fuera de la vista del puente, Jordan se detuvo y el viejo llegó hasta él, y empezaron a trepar despacio, montaña arriba, entre la oscuridad.

—Tenemos una aviación formidable —dijo el viejo, feliz.

—Sí.

—Y vamos a ganar.

—Tenemos que ganar.

—Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza.

—¿Qué clase de caza?

—Osos, ciervos, lobos, jabalíes...

—¿Le gusta cazar?

—Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza?

—No —contestó Jordan—. No me gusta matar animales.

—A mí me pasa lo contrario —dijo el viejo—; no me gusta matar hombres.

—A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza —comentó Jordan—: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la causa.

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