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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (8 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Bueno —dijo Agustín—. Decidles que envíen aquí alguien que sepa el santo y seña.

—¿Te veremos en el campamento?

—Sí, hombre, en seguida.

—Vamos —dijo Jordan a Anselmo.

Empezaron a bordear la pradera, que estaba envuelta en una niebla gris. La hierba formaba una espesa alfombra debajo de sus pies, con las agujas de pino, y el rocío de la noche mojaba la suela de sus alpargatas. Más allá, por entre los árboles, Jordan vio una luz que imaginó que señalaba la boca de la cueva.

—Agustín es un hombre muy bueno —advirtió Anselmo—. Habla de una manera muy cochina y siempre está de broma, pero es un hombre de mucha confianza.

—¿Le conoces bien?

—Sí, desde hace tiempo. Y es un hombre de mucha confianza.

—¿Y es cierto lo que dice?

—Sí, ese Pablo es cosa mala; ya verás.

—¿Y qué podríamos hacer?

—Hay que estar en guardia constantemente.

—¿Quién?

—Tú, yo, la mujer, Agustín. Porque Agustín ha visto el peligro.

—¿Pensabas que las cosas iban a ir tan mal como van?

—No —dijo Anselmo—. Se han puesto mal de repente. Pero era necesario venir aquí. Esta es la región de Pablo y del Sordo. En estos lugares tenemos que entendérnoslas con ellos, a menos que se haga algo para lo que no se necesite la ayuda de nadie.

—¿Y el Sordo?

—Bueno —dijo Anselmo—. Es tan bueno como malo el otro.

—¿Crees que es realmente malo?

—He estado pensando en ello toda la tarde, y después de oír lo que hemos oído, creo que es así. Es así.

—¿No sería mejor que nos fuéramos, diciendo que se trata de otro puente y buscáramos otras bandas?

—No —dijo Anselmo—. En esta parte mandan ellos. No puedes moverte sin que lo sepan. Así es que hay que andarse con muchas precauciones.

Capítulo IV

D
ESCENDIERON HASTA LA ENTRADA DE LA CUEVA
en la que se veía brillar una luz colándose por las rendijas de la manta que cubría la abertura. Las dos mochilas estaban al pie de un árbol y Jordan se arrodilló junto a ellas y palpó la lona húmeda y tiesa que las cubría. En la oscuridad tanteó bajo la lona hasta encontrar el bolsillo exterior de uno de los fardos, de donde sacó una cantimplora que se guardó en el bolsillo. Abrió el candado que cerraba las cadenas que pasaban por los agujeros de la boca de la mochila y desatando las cuerdas del forro interior palpó con sus manos para comprobar el contenido. Dentro de una de las mochilas estaban los bloques envueltos en sus talegos y los talegos envueltos a su vez en el saco de dormir. Volvió a atar las cuerdas y pasó la cadena con su candado; palpó el otro fardo y tocó el contorno duro de la caja de madera del viejo detonador y la caja de habanos que contenía las cargas. Cada uno de los pequeños cilindros había sido enrollado cuidadosamente con el mismo cuidado con que, de niño, empaquetaba su colección de huevos de pájaros salvajes. Palpó el bulto de la ametralladora, separada del cañón y envuelta en un estuche de cuero, los dos detonadores y los cinco cargadores en uno de los bolsillos interiores del fardo más grande y las pequeñas bobinas de hilo de cobre y el gran rollo de cable aislante en el otro. En el bolsillo interior donde estaba el cable, palpó las pinzas y los dos punzones de madera destinados a horadar los extremos de los bloques. Del último bolsillo interior sacó una gran caja de cigarrillos rusos, una de las cajas procedentes del cuartel general de Golz, y cerrando la boca del fardo con el candado, dejó caer las carteras de los bolsillos y cubrió las dos mochilas con la lona. Anselmo entraba en la cueva en esos momentos.

Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.

Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.

—¿Qué es eso que traes? —preguntó Pablo.

—Mis cosas —dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.

—¿No puedes dejarlo fuera? —preguntó Pablo.

—Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad —dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.

—No me gusta tener dinamita en la cueva —dijo Pablo.

—Está lejos del fuego —dijo Jordan—. Coged cigarrillos. —Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo.

Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos.

Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo.

—¿Cómo va eso, gitano? —preguntó a Rafael.

—Bien —contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto.

—¿Te dejará que comas otra vez? —insistió Jordan refiriéndose a la mujer.

—Sí, ¿por qué no? —dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado.

La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón.

—Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba —explicó Jordan.

—El aburrimiento no mata —dijo Pablo—. Dejadle.

—¿Hay vino? —preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa.

—Ha quedado un poco —dijo Pablo de mala gana.

Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas.

—Entonces querría un jarro de agua. Tú —dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura—, tráeme una taza de agua.

La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.

—Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases —dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle—. Queda poco; si no, te ofrecería —dijo a Pablo.

—No me gusta el anís —dijo Pablo.

El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar.

—Me alegro —dijo Jordan—, porque queda muy poco.

—¿Qué bebida es ésa? —preguntó el gitano.

—Es una medicina —dijo Jordan—. ¿Quieres probarla?

—¿Para qué sirve?

—Para nada —contestó Jordan—, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará.

—Déjame probarlo —pidió el gitano.

Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la Île de la Cité, el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas.

El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.

—Huele a anís, pero es más amargo que la hiel —dijo—; es mejor estar malo que tener que tomar esa medicina.

—Es ajenjo —explicó Jordan—. Es un verdadero matarratas. Se supone que destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al revés: lo he echado al agua.

—¿Qué es lo que está usted diciendo? —preguntó Pablo, malhumorado, dándose cuenta de la burla.

—Estaba explicándole cómo se hace esta medicina —repuso Jordan, sonriendo—. La compré en Madrid. Era la última botella y me ha durado tres semanas. —Tomó un buen sorbo y notó que por su lengua se extendía una sensación de delicada anestesia. Miró a Pablo y volvió a sonreír.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

Pablo no contestó y Jordan observó detenidamente a los otros tres hombres sentados a la mesa. Uno de ellos tenía una cara grande, chata y morena como un jamón serrano, con la nariz aplastada y rota; el largo y delgado cigarrillo ruso que sostenía en la comisura de los labios hacía que el rostro pareciese aún más aplastado. Tenía un pelo gris, como erizado, y un rastrojo de barbas igualmente gris, y llevaba la habitual blusa negra de los campesinos, abrochada hasta el cuello. Bajó los ojos hacia la mesa cuando Jordan le miró, pero lo hizo de una forma tranquila; sin parpadear. Los otros dos eran, evidentemente, hermanos; se parecían mucho: los dos eran bajos, achaparrados, de pelo negro, que les crecía a dos dedos de la frente, ojos oscuros y piel cetrina. Uno de ellos tenía una cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo. Mientras Jordan los observaba, ellos le devolvieron la mirada con tranquilidad. Uno de ellos podría tener veintiséis o veintiocho años; el otro era posiblemente algo mayor.

—¿Qué es lo que miras? —preguntó uno de los hermanos, el de la cicatriz.

—Te estoy mirando a ti —dijo Jordan.

—¿Tengo algo raro en la cara?

—No —dijo Jordan—; ¿quieres un cigarrillo?

—Venga —dijo el hermano. No lo había querido antes—. Son como los que llevaba el otro, el del tren.

—¿Estuvo usted en el tren?

—Estuvimos todos en el tren —contestó el hermano calmosamente—. Todos, menos el viejo.

—Eso es lo que deberíamos hacer ahora —dijo Pablo—. Otro tren.

—Podemos hacerlo —dijo Jordan—. Después del puente.

Vio que la mujer de Pablo se había vuelto de frente y estaba escuchando. Cuando pronunció la palabra puente, todos guardaron silencio.

—Después del puente —volvió a decir Jordan con intención. Y tomó un trago de ajenjo. «Será mejor poner las cartas sobre la mesa —pensó—. De todas formas, me veré obligado a hacerlo.»

—No estoy por lo del puente —dijo Pablo, mirando hacia la mesa—. Ni yo ni mi gente.

Jordan no le discutió. Miró a Anselmo y levantó el jarro.

—Entonces tendremos que hacerlo solos, viejo —y sonrió.

—Sin ese cobarde —dijo Anselmo.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Pablo al viejo.

—No he dicho nada para ti; no hablaba para ti —contestó Anselmo.

Robert Jordan miró al otro lado de la mesa, hacia donde la mujer de Pablo estaba de pie, junto al fuego. No había dicho nada ni había hecho ningún gesto. Pero entonces empezó a decir algo a la muchacha, algo que él no podía oír, y la chica se levantó del rincón que ocupaba junto al fuego, se deslizó al amparo del muro, levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y salió. «Creo que lo feo va a plantearse ahora —pensó Robert Jordan—. Creo que ya se ha planteado. No hubiera querido que las cosas ocurrieran de este modo, pero parece que suceden así.»

—Bueno, haremos lo del puente sin tu ayuda —dijo Jordan a Pablo tuteándole de repente.

—No —replicó Pablo, y Jordan vio que su rostro se había cubierto de sudor—. Tú no harás volar aquí ningún puente.

—¿No?

—Tú no harás volar aquí ningún puente —insistió Pablo.

—¿Y tú? —preguntó Jordan, dirigiéndose a la mujer de Pablo, que estaba de pie, tranquila y arrogante junto al fuego. La mujer se volvió hacia ellos y dijo:

—Yo estoy por lo del puente. —Su rostro, iluminado por el resplandor del fogón, aparecía oscuro, bronceado y hermoso, como el de una estatua.

—¿Qué dices tú? —preguntó Pablo, y Jordan vio que se sentía traicionado y que el sudor le caía de la frente al volver hacia ella la cabeza.

—Yo estoy por lo del puente y contra ti —dijo la mujer de Pablo—. Nada más que eso.

—Yo también estoy por lo del puente —dijo el hombre de la cara aplastada y la nariz rota, estrujando la colilla del cigarrillo sobre la mesa.

—A mí el puente no me dice nada —opinó uno de los hermanos—; pero estoy con la mujer de Pablo.

—Lo mismo digo —comentó el otro hermano.

—Y yo —dijo el gitano.

Jordan observaba a Pablo y, mientras le observaba, iba dejando caer su mano derecha cada vez más abajo, dispuesta, si fuera necesario, y esperando casi que lo fuera, sintiendo que acaso lo más sencillo y fácil fuera que se produjesen las cosas así, pero sin querer estropear lo que marchaba tan bien, sabiendo que toda una familia, una banda o un clan puede revolverse en una disputa contra un extraño; pero pensando, sin embargo, que lo que podía hacerse con la mano era lo más simple y lo mejor, y quirúrgicamente lo más sano, una vez que las cosas se habían planteado como se habían planteado; Jordan veía al mismo tiempo a la mujer de Pablo, parada allí, como una estatua, sonrojarse orgullosamente ante aquellos cumplidos.

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