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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (3 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Escupió en el suelo, moviendo la cabeza.

—¿Tiene usted tantos años? —preguntó Jordan, dándose cuenta de que, por el momento, las cosas volverían a ir bien y tratando de facilitarlas.

—Sesenta y ocho, en el mes de julio.

—Si vemos el mes de julio —dijo Pablo—. Deje que le ayude con el bulto —dijo, dirigiéndose a Jordan—. Deje el otro al viejo. —Hablaba sin hostilidad, pero con tristeza.— Es un viejo con mucha fuerza.

—Yo llevaré el bulto —dijo Jordan.

—No —contestó el viejo—. Deje eso al hombretón.

—Yo lo llevaré —dijo Pablo, y su hostilidad se había convertido en una tristeza que conturbó a Jordan. Sabía lo que era esa tristeza y el descubrirla le preocupaba.

—Déme entonces la carabina —dijo.

Y cuando Pablo se la alargó se la colgó del hombro y se unió a los dos hombres que trepaban delante de él, y agarrándose y trepando dificultosamente por la pared de granito, llegaron hasta el borde superior, donde había un claro de yerba en medio del bosque.

Bordearon un pequeño prado y Jordan, que se movía con agilidad sin ningún lastre, llevando con gusto la carabina enhiesta sobre su hombro, después del pesado fardo que le había hecho sudar, vio que la yerba estaba segada en varios lugares y que en otros había huellas de que se habían clavado estacas en el suelo. Vio un sendero por el que se había llevado a los caballos a beber al torrente, ya que había excrementos frescos. Sin duda los llevaban allí de noche a que pastasen y durante el día los ocultaban entre los árboles. ¿Cuántos caballos tendría Pablo?

Se acordaba de haberse fijado, sin reparar mucho, en que los pantalones de Pablo estaban gastados y lustrosos entre las rodillas y los muslos. Se preguntó si tendría botas de montar o montaría con alpargatas. «Debe de tener todo un equipo —se dijo—; pero no me gusta esa resignación. Es un sentimiento malo que se adueña de los hombres cuando están a punto de alejarse o de traicionar; es el sentimiento que precede a la liquidación.»

Un caballo relinchó detrás de los árboles y un poco de sol que se filtraba por entre las altas copas que casi se unían en la cima permitió a Jordan distinguir entre los oscuros troncos de los pinos el cercado hecho con cuerdas atadas a los árboles. Los caballos levantaron la cabeza al acercarse los hombres. Fuera del cercado, al pie de un árbol, había varias sillas de montar apiladas bajo una lona encerada.

Los dos hombres que llevaban los fardos se detuvieron y Robert Jordan comprendió que lo habían hecho a propósito, para que admirase los caballos.

—Sí —dijo—, son muy hermosos. —Y se volvió hacia Pablo—. Tiene usted hasta caballería propia.

Había cinco caballos en el cercado: tres bayos, una yegua alazana y un caballo castaño. Después de haberlos observado en conjunto, Robert Jordan los examinó uno a uno. Pablo y Anselmo conocían sus cualidades, y mientras Pablo se erguía, satisfecho y menos triste, mirando a los caballos con amor, el viejo se comportaba como si se tratara de una sorpresa que acabase él mismo de inventar.

—¿Qué le parecen? —preguntó a Jordan.

—Todos ésos los he cogido yo —dijo Pablo, y Robert Jordan experimentó cierto placer oyéndole hablar de esa manera.

—Ése —dijo Jordan, señalando a uno de los bayos, un gran semental con una mancha blanca en la frente y otra en una mano, es mucho caballo.

Era en efecto un caballo magnífico, que parecía surgido de un cuadro de Velázquez.

—Todos son buenos —dijo Pablo—. ¿Entiende de caballos?

—Entiendo.

—Tanto mejor —dijo Pablo—. ¿Ve algún defecto en alguno de ellos?

Robert Jordan comprendió que en aquellos momentos el hombre que no sabía leer estaba examinando sus credenciales.

Los caballos estaban tranquilos, y habían levantado la cabeza para mirarlos. Robert Jordan se deslizó entre las dobles cuerdas del cercado y golpeó en el anca al caballo castaño. Se apoyó luego en las cuerdas y vio dar vueltas a los caballos en el cercado; siguió estudiándolos al quedarse quietos y luego se agachó, volviendo a salirse del cercado.

—La yegua alazana cojea de la pata trasera —dijo a Pablo, sin mirarle—. La herradura está rota. Eso no tiene importancia, si se la hierra convenientemente; pero puede caerse si se la hace andar mucho por un suelo duro.

—La herradura estaba así cuando la cogimos —dijo Pablo.

—El mejor de esos caballos, el semental de la mancha blanca, tiene en lo alto del garrón una inflamación que no me gusta nada.

—No es nada —dijo Pablo—; se dio un golpe hace tres días. Si fuese grave, ya se habría visto.

Tiró de la lona y le enseñó las sillas de montar. Había tres sillas de estilo vaquero, dos sencillas y una muy lujosa, de cuero trabajado a mano, y estribos gruesos; también había dos sillas militares de cuero negro.

—Matamos un par de guardias civiles —dijo Pablo, señalándolas.

—Vaya, eso es caza mayor.

—Se habían bajado de los caballos en la carretera, entre Segovia y Santa María del Real. Habían descendido de las cabalgaduras para pedir los papeles a un carretero. Tuvimos la suerte de poder matarlos sin lastimar a los caballos.

—¿Ha matado usted a muchos guardias civiles? —preguntó Jordan.

—A varios —contestó Pablo—; pero sólo a esos dos sin herir a los caballos.

—Fue Pablo quien voló el tren de Arévalo —explicó Anselmo—. Fue Pablo el que lo hizo.

—Había un forastero con nosotros, que fue quien preparó la explosión —dijo Pablo—. ¿Le conoce usted?

—¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo. Era un nombre muy raro.

—¿Cómo era?

—Era rubio, como usted; pero no tan alto, con las manos grandes y la nariz rota.

—Kashkin —dijo Jordan—. Debía de ser Kashkin.

—Sí —respondió Pablo—; era un nombre muy raro. Algo parecido. ¿Qué fue de él?

—Murió en abril.

—Eso es lo que le sucede a todo el mundo —sentenció Pablo sombríamente—. Así acabaremos todos.

—Así acaban todos los hombres —insistió Anselmo—. Así han acabado siempre todos los hombres de este mundo. ¿Qué es lo que te pasa, hombre? ¿Qué le pasa a tus tripas?

—Son muy fuertes —dijo Pablo. Hablaba como si se hablara a sí mismo. Miró a los caballos tristemente—. Usted no sabe lo fuertes que son. Son cada vez más fuertes, y están cada vez mejor armados. Tienen cada vez más material. Y yo, aquí, con caballos como ésos. ¿Y qué es lo que me espera? Que me cacen y me maten. Nada más.

—Tú también cazas —le dijo Anselmo.

—No —contestó Pablo—. Ya no cazo. Y si nos vamos de estas montañas, ¿adonde podemos ir? Contéstame: ¿adónde iremos?

—En España hay muchas montañas. Está la Sierra de Gredos, si tenemos que irnos de aquí.

—No se ha hecho para mí —respondió Pablo—. Estoy harto de que me den caza. Aquí estamos bien. Pero si usted hace volar el puente, nos darán caza. Si saben que estamos aquí, nos darán caza con aviones, y nos encontrarán. Nos enviarán a los moros para darnos caza, y nos encontrarán y tendremos que irnos. Estoy cansado de todo eso, ¿me has oído? —Y se volvió hacia Jordan: ¿Qué derecho tiene usted, que es forastero, para venir a mí a decirme lo que tengo que hacer?

—Yo no le he dicho a usted lo que tiene que hacer —le respondió Jordan.

—Ya me lo dirá —concluyó Pablo—. Eso, eso es lo malo.

Señaló hacia los dos pesados fardos que habían dejado en el suelo mientras miraban los caballos. La vista de los caballos parecía que hubiese traído todo aquello a su imaginación, y al comprender que Robert Jordan entendía de caballos se le había soltado la lengua. Los tres hombres se quedaron pegados a las cuerdas mirando cómo el resplandor del sol ponía manchas en la piel del semental bayo. Pablo miró a Jordan, y, golpeando con el pie contra el pesado bulto, insistió:

—Eso es lo malo.

—He venido solamente a cumplir con mi deber —insistió Jordan—. He venido con órdenes de los que dirigen esta guerra. Si le pido a usted que me ayude y usted se niega, puedo encontrar a otros que me ayudarán. Pero ni siquiera le he pedido ayuda. Haré lo que se me ha mandado y puedo asegurarle que es asunto de importancia. El que yo sea extranjero no es culpa mía. Hubiera preferido nacer aquí.

—Para mí, lo más importante es que no se nos moleste —aclaró Pablo—. Para mí, la obligación consiste en conservar a los que están conmigo y a mí mismo.

—A ti mismo, sí —terció Anselmo—. Te preocupas mucho de ti mismo desde hace algún tiempo. De ti y de tus caballos. Mientras no tuviste caballos, estabas con nosotros. Pero ahora eres un capitalista, como los demás.

—No es verdad —contestó Pablo—. Me ocupo de los caballos por la causa.

—Muy pocas veces —respondió Anselmo secamente—. Muy pocas veces, a mi juicio. Robar te gusta. Comer bien te gusta. Asesinar te gusta. Pelear, no.

—Eres un viejo que vas a buscarte un disgusto por hablar demasiado.

—Soy un viejo que no tiene miedo a nadie —replicó Anselmo—. Soy un viejo que no tiene caballos.

—Eres un viejo que no va a vivir mucho tiempo.

—Soy un viejo que vivirá hasta que se muera —concluyó Anselmo—. Y no me dan miedo los zorros.

Pablo no añadió nada, pero cogió otra vez el bulto.

—Ni los lobos tampoco —siguió Anselmo, cogiendo su fardo—, en el caso de que fueras un lobo.

—Cierra el pico —ordenó Pablo—. Eres un viejo que habla demasiado.

—Y que hará lo que dice que va a hacer —repuso Anselmo, inclinado bajo el peso—. Y que está muerto de hambre. Y de sed. Vamos, jefe de cara triste, llévanos a algún sitio en donde nos den de comer.

«La cosa ha empezado bastante mal —pensó Robert Jordan—. Pero Anselmo es un hombre. Esta gente es maravillosa cuando es buena. No hay gente como ésta cuando es buena, y cuando es mala no hay gente peor en el mundo. Anselmo debía de saber lo que hacía cuando le trajo aquí.» Pero no le gustaba nada cómo se ponía el asunto. No le gustaba nada. El único aspecto bueno de la cosa era que Pablo seguía llevando el bulto y que le había dado a él la carabina. «Quizá se comporte siempre así —siguió pensando Robert Jordan—. Quizá sea simplemente uno de esos tipos hoscos como hay muchos.»

«No, —se dijo en seguida—. No te engañes. No sabes cómo es ni cómo era antes; pero sabes que este hombre está echándose a perder rápidamente y que no se molesta en disimularlo. Cuando empiece a disimularlo será porque haya tomado una decisión. Acuérdate de esto. El primer gesto amistoso que tenga contigo querrá decir que ya ha tomado una decisión. Los caballos son estupendos; son caballos preciosos. Me pregunto si esos caballos podrían hacerme sentir a mí lo que hacen sentir a Pablo. El viejo tiene razón. Los caballos le hacen sentirse rico, y en cuanto uno se siente rico quiere disfrutar de la vida. Pronto se sentirá desgraciado por no poder inscribirse en el Jockey Club.
Pauvre Pablo. Il a manqué son Jockey

Esta idea le hizo sentirse mejor. Sonrió viendo las dos figuras inclinadas y los grandes bultos que se movían delante de él entre los árboles. No se había gastado a sí mismo ninguna broma en todo el día, y ahora que bromeaba se sentía aliviado. «Estás empezando a ser como los demás —se dijo—. Estás empezando a ponerte sombrío, muchacho.» Se había mostrado sombrío y protocolario con Golz. La misión le había abrumado un poco. Un poco, pensó; le había abrumado un poco. O, más bien, le había abrumado mucho. Golz se mostró alegre y quiso que él se mostrase también alegre antes de despedirse, pero no lo había conseguido.

La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre. Era mejor mostrarse alegre, y ello era una buena señal. Algo así como hacerse inmortal mientras uno está vivo todavía. Era una idea un poco complicada. Lo malo era que ya no quedaban con vida muchos de buen humor. Quedaban condenadamente pocos. «Y si sigues pensando así, muchacho, acabarás por largarte tú también. Cambia de disco, muchacho; cambia de disco, camarada. Ahora eres tú el que va a volar el puente. Un dinamitero, no un pensador. Muchacho, tengo hambre. Espero que Pablo nos dé bien de comer.»

Capítulo II

H
ABÍAN LLEGADO
a través de la espesa arboleda hasta la parte alta en que acababa el valle, un valle en forma de cubeta, y Jordan sospechó que el campamento tenía que estar al otro lado de la pared rocosa que se levantaba detrás de los árboles.

Allí estaba efectivamente el campamento, y era de primera. No se le podía ver hasta que no estaba uno encima, y desde el aire no podía ser localizado. Nada podía descubrirse desde arriba. Estaba tan bien escondido como una cueva de osos. Y, más o menos, tan mal guardado. Jordan lo observó cuidadosamente a medida que se iban acercando.

Había una gran cueva en la pared rocosa y al pie de la entrada de la cueva vio a un hombre sentado con la espalda apoyada contra la roca y las piernas extendidas en el suelo. El hombre había dejado la carabina apoyada en la pared y estaba tallando un palo con un cuchillo. Al verlos llegar se quedó mirándolos un momento y luego prosiguió con su trabajo.

—¡Hola! —dijo—. ¿Quién viene?

—El viejo y un dinamitero —dijo Pablo, depositando su bulto junto a la entrada de la cueva.

Anselmo se quitó el peso de las espaldas y Jordan se descolgó la carabina y la dejó apoyada contra la roca.

—No dejen eso tan cerca de la cueva —dijo el hombre que estaba tallando el palo. Era un gitano de buena presencia, de rostro aceitunado y ojos azules que formaban vivo contraste en aquella cara oscura—. Hay fuego dentro.

—Levántate y colócalos tú mismo —dijo Pablo—. Ponlos ahí, al pie de ese árbol.

El gitano no se movió; pero dijo algo que no puede escribirse, añadiendo:

—Déjalos donde están, y así revientes; con eso se curarán todos tus males.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Jordan, sentándose al lado del gitano, que se lo mostró. Era una trampa en forma de rectángulo y estaba tallando el travesaño.

—Es para los zorros —dijo—. Este palo los mata. Les rompe el espinazo. —Hizo un guiño a Jordan—. Mire usted; así. —Hizo funcionar la trampa de manera que el palo se hundiera; luego movió la cabeza y abrió los brazos para advertir cómo quedaba el zorro con el espinazo roto. Muy práctico —aseguró.

—Lo único que caza son conejos —dijo Anselmo—. Es gitano. Si caza conejos, dice que son zorros. Si cazara un zorro por casualidad, diría que era un elefante.

—¿Y si cazara un elefante? —preguntó el gitano y, enseñando otra vez su blanca dentadura, hizo un guiño a Jordan.

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