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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (18 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Antes yo lo controlaba todo. En mi hogar se comía lo que yo quería, se salía cuando yo lo decidía y los periodos de tristeza duraban lo que mi síndrome premenstrual. Yo era el mago que predecía los vendavales. Y, por descontado, la sociedad que frecuentábamos era la mía. Las pocas obligaciones familiares tenían el pulso de mis remordimientos. Martín era un inadaptado sin raíces al que recogí en mi seno para que me estabilizara el corazón. Él se esforzaba cuanto podía, pero seguía recluido en sus estudios y en sus ansiedades. Entonces yo sí era una aristócrata en toda regla. Quizá él estuvo preparando el golpe maestro desde que me conoció. Quizá su vida de outsider giró siempre alrededor de esta grandeza que ahora lo transforma. Al final lo ha conseguido: estamos aquí, en lo que mis amigos llamarían el desierto, lo nimio, lo infame. Mis amigos, que no sé dónde están y a los que no añoro todavía. Porque, por primera vez, mi vida no depende de mí. Me dejo alimentar, me recomiendan lecturas, me emborracho con lo que me ofrecen, hablo poco. Y tengo dos misiones, dos encomiendas que amortizan mi estancia: hago compañía a un viejo y doy clases a una niña. Tanto una cosa como la otra me salvan. Jamás las hubiera hecho por voluntad propia, pero he aceptado la sugerencia con devoción. Es mi secreto: el viejo me enseñará el final y la niña me lleva hasta el principio. Qué sería de mí sin ellos. Ambos pronuncian mi nombre para recordarme que sigo viva.

Hoy es una mañana trágica, por eso pienso en estos términos. No ha pasado nada especial, pero es mi primer día de arte. Arte que ya no es arte, sino entretenimiento. ¿O es que siempre fue entretenimiento? ¿Qué podía ser sino esto? El sol calienta como en una llanura, porque estamos en una llanura. El río sigue seco. Puedo salir afuera solo con una larga camiseta de tirantes que me sirve de vestido. No utilizo sujetador y mis piernas desnudas están más fuertes de lo que nunca estuvieron. Cuando las observo, veo mis venas en forma de tela de araña, rojas y moradas, como finos dibujos de cachemira que significan que la corriente alterna murió por dentro, y no me importa. Los músculos se tensan bajo la piel grumosa y blanca. De hecho ya no está tan blanca. A veces, después de mucho pasear, con la camiseta y las botas, la piel llega a casa enrojecida. Martín me mira salir y me dice: es como si fueras en bragas. No me lo reprocha, yo me siento tan cómoda así. No voy a las otras casas con esta pinta, solo paseo por el bosque o me apoyo en el coche a fumar. El calor me impide estar mucho rato fuera. Martín se ha hecho con dos sombreros de paja y con una gorra visera y siempre me dice que no salga sin taparme la cabeza. Obedezco en este punto, el aire quieto quema mi pelo largo, mi cráneo. Así le gusto más, con la camiseta blanca, las botas de montaña y el sombrero de paja. Sé que me vigila desde el huerto mientras me alejo.

Hoy el paseo tenía una finalidad, he ido a buscar herramientas de trabajo porque voy a construir algo. Ordeno sobre la mesa lo que he encontrado. No todo lo he traído del bosque, la otra tarde Ivana me dio algunas cosas que ella no quería, y también me consiguió varios tesoros de una casa donde no vive nadie. Hay muchas casas donde no vive nadie, pero ella dice que la mayoría están vacías. Sin embargo hay algunas que conservan objetos decorativos, cuadros en las paredes, tonterías en la cocina y en los baños. No he decidido aún qué hacer con estas fruslerías, cuáles elegir para la obra, tengo muchas: ramas secas y retorcidas, semillas, el cuerpo vacío de un escarabajo, marcos metálicos, un par de lienzos con horribles bodegones, un dado, el borde de una cortina de encaje de bolillo, la concha de una vieira, un pintauñas de purpurina, un abanico pintado a mano, tuercas, tornillos, una taza de cerámica decorada a la acuarela, las cuentas de un collar. Cuando sentí la necesidad de construir algo con mis manos no se lo dije a Martín, porque me hubiera dicho que el punto de inflexión, mis ganas de volver a crear, venían del día de la fiesta, pero yo sé que el animal no fue un antes y un después. Me callé, primero para ver si se me pasaban solas, pero pronto encontré una excusa: quiero hacerle un regalo a Enrique, algo para que decore el bar. Entonces Martín se puso contento, cualquier excusa es buena, dijo. Debió de chivárselo a Ivana, porque a los pocos días, cuando me encontré con Zhenia para las clases, ella traía una caja llena de cosas que Ivana había recolectado para mí. Aquella intromisión me hizo sentir desprotegida. Ni siquiera se lo he reprochado a Martín: a veces sigue tratándome como una enferma. Bah, que haga lo que quiera, luchar contra el gigante en el que se va convirtiendo es absurdo. Sus hombros son más anchos cuando me folla. Y, además, hoy disfruto; tengo sobre la mesa un esqueleto desordenado, solo me falta encontrarle las articulaciones, elegir qué huesos me servirán y cuáles no. Me sudan las manos y no es por el calor. Esta casa guarda bien el fresco, incluso seguimos utilizando la manta por las noches. Me sudan las manos, creo, porque estoy nerviosa. Salivo como un perro.

 

 

 

No lloverá. El cielo muda cada día del azul al negro sin preámbulos. Ni siquiera anaranja como antes. No lloverá. Si mi mujer viera nuestros árboles frutales caería en una depresión, ella que nunca entristecía lo suficiente. Tan lentos, estas ramas tan raquíticas, los frutos nervudos, escuchimizados. ¿Estas son las manzanas que comeremos para aliviar el calor? ¿Estas las ciruelas, los nísperos? No lloverá. Cada mañana utilizo la manguera para regar. En verano siempre regábamos con ella, ayudábamos a los árboles a hincharse, pero nunca como ahora la tierra chupó tanta agua. Dejo la boca de la manguera junto al tronco de cada árbol y espero un rato, no demasiado, nadie dice que el agua dure para siempre. Mientras cada árbol toma lo suyo, yo voy paseando alrededor de ellos y acaricio los frutos, mido el peso en mis manos, arranco las hojas muertas, las hay muertas. Verdes sin intensidad. Las moscas me persiguen. Luego, cuando he terminado con el último, regreso al primero mientras enrollo la manguera: la tierra que rodea al membrillo está seca otra vez.

Nunca me interesé por la ingeniería, el pozo que hay detrás de los árboles ya se agotó, es el agua del grifo la que riega mi campo: ¿de dónde viene? ¿Cómo llega aquí? Enrique me dice: el pantano. Pero él no lo ha visto. ¿O sí lo ha visto? Últimamente hay algo en Enrique que me hace desconfiar, será que soy un viejo chocho que no se fía de los amigos, pero desde que llegaron los nuevos se comporta distinto, está mucho con ellos y para ellos. Y luego Ivana, con esa niña que nadie me cuenta de dónde ha sacado. Bien, yo no pregunté. No tengo años para ir preguntando. Ya no hablo con Enrique en los mismos términos. Quizá ha olvidado todo lo que conversábamos antes, cuando recién llegaron. Mi mujer diría, ¡son celos!, solo para hacerme rabiar, pues nunca fui celoso, ni siquiera de ella y de su perfil, con su risa que rebotaba en las paredes cuando íbamos a la iglesia. No son celos, ¿celos de qué?, es desconfianza, algo ciego que me aleja del mundo.

Elena y yo somos arrugas vivientes, qué puedo esperar de los que aún son jóvenes. Enrique no es ningún chaval, pero a su edad aún hay ganas para todo, y fuerzas y poderío, es normal que se acerque a lo más vivo como abeja al panal. Viene algunas mañanas a buscarme, se sienta conmigo en la puerta de casa y mientras nos secamos el sudor de la frente con nuestros pañuelos blancos, me advierte: hay que tener cuidado con el agua. Me lo dice como a los niños, como si él supiera algo que yo no sé. ¿Quiere decir que no riegue? ¿Que deje a mis árboles morir, sin sacarles el alimento? Si dejo de regarlos no darán manzanas, peras, ciruelas, membrillos. Nísperos jugosos. A él en el fondo no le importa, en todo el tiempo que lleva aquí nunca cavó la tierra y no plantó ni unos geranios. Es un negociante, utiliza lo nuestro y se abastece de lo que trae la furgoneta. Entonces me apacigua: ya comeremos de lo que traigan. Pero no, no me dejaré convencer. Una parte del abastecimiento ha de ser nuestra, si no estamos perdidos. Que luego, si quieren, traigan agua. Además, hay pozos vivos en las casas abandonadas. Yo no permitiré que mis árboles mueran. Tan viejo como soy, tan fuerte como he sido, a veces me dejo intimidar. ¿Enrique va a decirle a Elena que no les dé agua a los pollos? ¿Que no riegue su huerto? Sé lo que me preocupa. La otra noche no pude dormir bien por el calor y por el runrún de mi cabeza. Un viejo no desiste del todo hasta que se muere, pero sé que tengo que confiar en alguien y explicarle la misión. Alguien más joven con la suficiente fortaleza para enfrentarse al mar cuando sea conveniente. A priori, supongo que mi elección parece ridícula, pero si Maruja estuviera conmigo lo entendería. La única persona que puede continuar con esto es Nadia. De todos, también ella es la única que de verdad me entiende. Cómo, si no, adivina mi pensamiento cuando viene a hacerme compañía. Nadie se lo pide y ella viene. A veces no le hablo y sin embargo ella sabe, cierra las contraventanas si me molesta la luz, se levanta a por esa ciruela aún verde que ha caído incomprensiblemente del árbol y la coloca, con mimo, en la cesta de mimbre de la ventana de la cocina. Cómo sabe que me duele ver el fruto sobre la tierra seca. El fruto inmaduro que el árbol ha repudiado. Pero lo sabe.

 

 

 

Tumbada sobre la cama, con los pies húmedos, respira. Le entra por la nariz su propio olor agrio: es hora de lavarse. Al levantar la cabeza de la almohada siente el susurro de la piel despegándose.

En la cocina, no puede evitar sorprenderse al comprobar la gordura de los polluelos. El criadero le recuerda a aquel laboratorio de la casa del boticario, le parece mentira que lo haya construido ella misma; antes, en la otra época de las gallinas, eran sus padres los que se dedicaban en cuerpo y alma a ellas, Elena siempre se ocupó de los cerdos.

La caja de madera está colocada en el suelo, en una esquina donde la luz del sol permanece muchas horas. Afuera hace sol y el calor agrieta la tierra, pero las noches tienen vientos fríos, no puede arriesgarse a que los pájaros mueran. Dentro de la caja el suelo está mullido de algodones, foame, trozos deshilachados de mantas viejas; el comedero y el bebedero están sujetos a un extremo de la caja con alambres, para que los polluelos no los vuelquen, y, aun así, todo está manchado de agua sucia. El criadero parece un altar, si Elena tuviera capacidad para la risa se mofaría: la cera derretida de los cirios se desparrama por el suelo alrededor de la caja, y detrás de esta, alumbrando como el caparazón de un escarabajo plateado, se alza la única lámpara portátil de la casa: un flexo de cuando Elena tenía una hija que necesitaba hacer deberes en las vacaciones escolares. La bombilla de cien vatios y las velas dan calor a los vástagos durante toda la noche. Observa las plumas de los bichos, pegajosas, y sabe que debería limpiar el cajón, cambiar las telas y los algodones, pero tiene fatiga, no tocará esos cuerpos tibios, no lo hará.

Rellena el bebedero y el comedero y sale afuera a ver a los adultos, sin convicción. Los ojos secos de las gallinas, sus movimientos mecánicos y sobre todo sus picos, esos minúsculos azadones, no le provocan ni un ápice de ternura. Elena no tiene capacidad para la risa pero sí para la ternura: hocico carnoso, goteante, pellejo duro de cuero y pelos gruesos como hilos de esparto, eso es la ternura, esa es su manifestación del amor. Los chillidos infalibles de los guarros, mamíferos con ojos de locura; no estos picotazos al suelo, no esta sedosidad de plumas, no estos cuellos tan fáciles de estrangular. Es la hora de recoger los huevos. Elena entra en el gallinero y diría que el gallo la mira desafiante con su alta cresta, pero el gallo se aparta sin más, extendiendo un poco sus alas inservibles. El corral está demasiado lleno de excrementos, el légamo mancha sus pies descalzos, ha olvidado calzarse las zapatillas de lona blanca, y en la planta de los pies, cuarteada, siente el calor del barro. Tiene que desinfectar el corral, los piojos y las ratas son asesinos. La cubre un sentimiento de pereza, algo desconocido para ella. Dentro, el gallinero está aún más sucio. Solo dos pollos adultos le dan más trabajo que una camada de cerdos, porque estos son inmunes a la porquería.

En el nido, la ponedora ahueca su plumaje; ahora hay muchas horas de sol, tiene que haber puesto suficientes huevos, es una buena hembra. Las moscas vuelan lentamente, con sus cuerpos verdosos y tornasolados. La ponedora no se mueve, si al menos cantara, si al menos pudiera emitir un sonido reconocible, aparte de calentar el nido con toda su paciencia. La presencia de Elena dentro del gallinero no es una amenaza, es como si estuviera ciega. Las gallinas no tienen instintos, piensa la vieja, se dejan robar los huevos cada mañana y cada noche, son igual que las máquinas. Los cerdos, sin embargo, únicamente son dóciles a la hora de la muerte. Más dóciles con ella que con su padre, el grito último que desgarraban cuando el hombre iba a matarlos era descorazonador, incluso violento, a veces un destello en las pupilas y un bufido irreal los convertía en jabalíes y los hacía parecer peligrosos, pero el padre siempre asestaba el golpe con audacia y el miedo se desvanecía. Ella nunca sintió ese miedo al matarlos. Los cerdos se entregaban a su afilado cuchillo descuartizador, cerraban los ojos en vez de abrirlos cuando ella los agarraba de las orejas y rodeaba sus anchos cuellos con el brazo verdugo. Coge a la gallina con ambas manos y la pone en el suelo; en el nido hay cuatro huevos. Son gordos y son cuatro. No está mal. Tiene que desinfectar el corral y el gallinero antes de que los pollos enfermen. A esta velocidad, los polluelos de la caja habrán crecido lo suficiente para vivir aquí con los adultos, y todo tendrá que estar limpio. Por pura inercia levanta el borde de su camisón para formar una bolsa donde transportar los huevos hasta la casa, por pura inercia agarra los huevos uno a uno con cuidado, están tan calientes que dan ganas de aplastarlos, de cerrar el puño y desperdiciarlo todo, pero Elena es eficaz como un amanecer, incorruptible como un amanecer, y nunca haría eso. Sale del gallinero, atraviesa el corral, le pican los pies descalzos. Hace calor.

Elena se para en medio de su tierra sujetando el borde del camisón sucio con una mano, los huevos cálidos le pesan como si llevara piedras. ¿Ha oído algo? ¿Un crujido, un susurro? Mira hacia el huerto, donde por fin crece lo verde, gordamente. Nada se mueve. Elena no tiene conciencia de su imagen, si la tuviera se sentiría desprotegida: una vieja vestida con un camisón fino, sucio y harapiento, los pies manchados hasta los tobillos de barro y excrementos, el pelo blanquecino pegado al cráneo. Cuatro huevos cálidos en su regazo. Nada la asusta, pero el desconcierto vibra en sus oídos: ¿hay alguien mirándola? No puede ser. Entra en casa, la pereza se ha esfumado, deposita los huevos en una cesta en la cocina y se dispone a limpiar el cajón de cría. Necesita papel, es más absorbente que la tela. Debería lavarse ella misma de una vez, está dejando las huellas de sus pies negros en el suelo de la casa. Luego lo hará, luego lo limpiará todo. Rebusca en el salón; cada vez hay menos cosas útiles. Papel, ¿de dónde sacará más papel? Enrique ya no tiene periódicos, una vez le hizo una broma, no te daré mis libros para limpiar la mierda de tus bichos, ella lo miró consternada. En la alacena encuentra dos pliegos de papel de estraza donde venían envueltos unos alimentos que trajeron los gitanos. Los coge, pero no es suficiente. Va otra vez al mueble del salón y abre el cajón del aparador. Allí dentro hay más: una bola arrugada y un sobre. La bola arrugada es un certificado de defunción y en el sobre hay una carta escrita a mano. Aprendió a leer el nombre de su hija en ambos documentos hace un tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos años han pasado? Elena no tiene conciencia de su imagen ni de su edad, es el mismo cuerpo el que atraviesa los días, el mismo esqueleto acolchado de fibra que mató cientos de cerdos, al que se le infló el vientre una vez, el que amamantó una boca sin dientes, el mismo que ahora envejece sin que ella lo note. Se arrodilla frente al cajón de las crías y comienza a limpiarlo. Tiene que sacarlas. Lo hace. Los polluelos pían con la alegría de la libertad y corren por la cocina, se escapan al salón. De reojo Elena comprueba que esté la puerta cerrada para que no salgan, y la puerta está abierta. Otra vez el desconcierto, ¿qué es lo que no funciona?, ¿por qué ha sacado a los polluelos de la caja sin antes cerrar la puerta? Se levanta del suelo, no emite sonido porque sabe que llamarlos sería en vano, las bolas de plumón amarillo corren como canicas por toda la casa y ella se abalanza hacia la puerta abierta para cerrarla, pero al acercarse escucha revuelo en el gallinero, pánico.

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