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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (27 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Nada más llegar a la esquina del bar de Enrique ya está sudando. Sobre el poyete deja la cesta con los huevos y sigue su recorrido sin mirar hacia los lados, sobre todo sin echar la vista hacia el camino largo que va hasta la casa del boticario, por si encuentra alguna figura de la que tenga que huir. Apenas lleva unos minutos fuera de casa y ya siente deseos de regresar. No se fija en nada, ni en los árboles cargados de fruta muy delgada ni en el pequeño terreno sembrado. Alguien lavó las sábanas que ahora cuelgan de los cordeles y que aún tienen cercos grises. Ha calculado bien la hora para no encontrarse con nadie dentro de la casa de Damián y ha acertado, la puerta está entreabierta y las contraventanas cerradas para conservar el mínimo frescor de la noche. Cuando sus zapatillas de lona pisan las primeras baldosas del salón siente un mareo, una estupidez, como si la bocanada de aire que aspira le supiese a cerdo muerto, al aire de cerdo muerto que encontró en su casa aquel día. Dentro no huele a nada, pero ella está esperando todas las señales, todos los restos, la piel del lagarto no tiene olor. El salón y la cocina están limpios, Enrique ya ha empezado con su plan de enfermería. Sobre la encimera hay varias cacerolas de agua hervida, una de ellas es turbia, sopa de pobre. También hay un recipiente con ropa interior del hombre en remojo esperando a ser frotada para eliminar las manchas oscuras. Elena se hace hueco entre los trastos y saca los manojos de hierba que lleva en la bolsa, están atados con cordeles en un extremo, los alinea. Los suaves los pone juntos, y para el más fuerte busca un bote vacío en la alacena, mete las hierbas dentro y lo deja a la vista pero apartado, en señal de emergencia. En la bolsa lleva algo más, una pequeña botella de un líquido muy concentrado, que se guarda en el bolsillo del vestido antes de ir al dormitorio. Siente necesidad de abrir las contraventanas y descorrer las cortinas, pero se contiene. Apoya las manos en la encimera y guarda el equilibrio, ya queda menos. No queda nada, en realidad.

Cuando entra en la habitación, el viejo descansa en la cama con los párpados cerrados. Su respiración es regular y distante. No sabe si la oído llegar. Desde la puerta lo observa, alguien ha arreglado el embozo de la cama sobre el cuerpo enjuto del hombre con un dobladillo recto, está ridículo, está como muerto. Quieren disfrazarlo de cadáver antes de que se muera. Encima de la mesita de noche hay una jarra llena de agua y un vaso, la ventana está abierta y la temprana luz atraviesa las cortinas y hace sombras en el rostro de Damián, como de sucia cerámica vieja. Lo encuentra tan blanco. La piel de su cara y de su frente siempre fue oscura, alimentada por el sol, pero ahora está desvaída. Para ellos todo terminó hace tiempo. Cada uno tiene su fecha marcada, la fecha de la podredumbre, y son fechas distintas. Pero comparten otra cosa: comparten lo nuevo, la desconfianza hacia los desconocidos. Aunque ella sabe que él la ha traicionado a este respecto. El embozo recto de la sábana desaparece bajo las axilas del hombre, que tiene los brazos extendidos a los costados. Las uñas demasiado largas pero limpias. Quién de ellos se esmerará tanto. Elena nota el desprecio sobrevenirle, la inquietud. No puede estar mucho tiempo allí. Quiere hablarle pero no sabe si él podrá escucharla. ¡Damián!, lo llama. Otra vez. Él no se inmuta, y ella decide acercarse un poco, poner una mano sobre su hombro un segundo, donde el hueso la recibe con fragilidad. Entonces el viejo abre los ojos como si despertara de un sueño plácido y la mira. Tose, carraspea, su respiración se agita. Elena está tiesa junto a la cama y su boca se tuerce severa. Damián hace un intento de acercarse el vaso con agua y la torpeza termina por conmover a la mujer. Lo ayuda a beber y rellena el vaso por si le hace falta más adelante. La voz de Damián la tranquiliza, me estoy meando, dame el orinal. Elena decide que es lo último que hará. Lo encuentra bajo la cama, vacío, no lo habrá usado en toda la noche, y se lo da. El viejo no espera a que ella se vaya del cuarto ni a que se aleje, igual que no espera a que lo ayude, incorporado en la cama, un poco de lado, consigue vaciarse la vejiga sin mojar demasiado los pantalones del pijama y las sábanas. Es un gran esfuerzo que lo hace jadear. Elena devuelve el orinal a su sitio y decide que es lo último que hará.

Ahora el viejo ya parece despierto del todo, casi dispuesto a mantener una conversación. Se oyen sus tripas retorcerse, alguien llegará pronto a darle el desayuno. ¿Puedes descorrer las cortinas?, le pregunta él. Ella da la vuelta a la cama y obedece, porque es lo último que hará, ambos miran el trozo de cielo impávido que se ve a través de la ventana, seguramente alguno de los dos imagina que una nube veloz y negra como un paladar se acerca, se cierne sobre el pueblo y deja caer un agua violenta, en cuerdas hacia el suelo, la tierra, los tejados, el sonido relajante de la lluvia. El azul del cielo recortado les hace daño a los ojos. ¿Cómo estás, Elena? Has venido en buena hora, qué lista eres. Por las noches sueño que soy joven y así me despierto de buen humor. El final de las frases es imperceptible, le falta el aire. He venido a decirte que no voy a cuidar de ti. El viejo asiente sin cambiar la expresión de su cara, Elena duda otra vez, ¿realmente puede oírla? Hay un desparpajo en los breves movimientos de él que no se esperaba, pero está tan delgado, su cráneo es tan grande ahora. Bien, dice el hombre, alterando el sentido de las comisuras de su boca, a lo mejor sonriendo. Ella sigue, Enrique vino a avisarme de que algo te había pasado. Yo lo supe enseguida. Él me pidió que me hiciera cargo. Pero no lo voy a hacer. Elena no habla mirando a Damián, sino mirando el suelo, sus zapatillas de lona, el orinal lleno de meado denso, casi marrón. El viejo sí la mira, haciendo un esfuerzo con sus ojos de cabeza de alfiler, disfrutando del contorno escueto de la mujer y de su fea boca oscura, tan familiar. Está bien, le dice. Pero Elena continúa, abriendo más los ojos al hablar, ya cercenada por la prisa, no quiere que la encuentren allí porque está segura de que quien viene a preparar el desayuno no es Enrique. Yo también estoy vieja y ya no puedo cuidar de nadie, por eso no voy a cuidar de ti. Te he traído esto, le dice, sacando del bolsillo del vestido la pequeña botella y guardándola en el cajón de la mesilla, es láudano muy concentrado, tú sabrás cuándo utilizarlo, el viejo asiente con la misma expresión de benevolencia en la cara, cada vez más cansado, más indiferente. Se hace el silencio entre los dos. Damián mueve las piernas para calmar un picor y el ruido de las sábanas les molesta en los oídos como antes el azul del cielo. Está bien, repite. Sonido de tripas. Está bien son dos palabras fáciles, cortas, con las que no se asfixia. Pero toma aire y levanta otra vez la cara para mirarla: ¿cómo estás, Elena? Ahora sí lo mira ella a los ojos: todo esto es culpa de los pollos. Los pollos han acabado conmigo. Su voz suena un poco angustiada cuando dice estas palabras. Hace ademán de irse pero Damián, en un reflejo rápido e inesperado, la coge de la mano, la agarra. La mano de Elena dentro de la mano de Damián es como un pájaro muerto. Queda paralizada, mirando al viejo, sintiendo cada vez más cerca el mareo que la tirará al suelo. Los dedos de Damián acarician la piel tostada y áspera de garra, buscando un recuerdo, tranquilos. Entonces has venido a despedirte, le dice él con la misma sonrisa de antes. El pájaro muerto se deshace limpiamente de la mano que lo cubre y la mujer se aparta de la cama, de espaldas, intentando no tropezar con nada, y ya en la puerta le contesta, no, volveré para amortajarte y ahí me despediré.

Elena sale de la casa de Damián, el sol ya le abrasa el cuello, la sisa del vestido está mojada de sudor. Esta vez recorre el camino de vuelta con ligereza, como si sus piernas fueran plumas de gallina y todo su interior un cuenco de madera vacío. No se cruza con nadie. Desde la parte alta de su terreno, detrás de los corrales y las pocilgas, divisa el valle de abajo, con el camino tortuoso que lleva a las granjas. Está lejos, no puede distinguir las manchas o el movimiento de los animales, si los hay. Lo que sí ve es la furgoneta blanca, subiendo destartalada por el sendero. Hacía mucho que no venían. Ojalá traigan tabaco.

 

 

 

Recuerdo un cumpleaños de mi madre. Yo llevaba tiempo sin pasar su cumpleaños junto a ella y decidí ir a verla por sorpresa. Era un día de sol, como hoy, como ayer, como antes de ayer, pero con una luz inocente. Llegué a donde vive mi madre muy temprano; apenas había dormido la noche anterior y cargué con mi resaca durante todo el camino. La casa de mi madre es bonita. Es una casa hecha para vivir mucha gente, ¡en familia!, pero donde solo vive ella. No había comprado ningún regalo y nada más bajarme del autobús pasé por una floristería, elegí un ramo abundante de margaritas blancas y un cactus. Estaba nerviosa y expectante por la alegría que iba a suponer para ella mi llegada, aunque esos nimios detalles no suplirían años de soledad.

Llegué a la casa sonriente e incluso grité en la puerta, ¡felicidades, mamá! Ella estaba tendiendo la ropa o arreglando unas plantas o haciendo cualquier cosa de las que hace para emplear constantemente el tiempo. Creo que se asustó más que alegrarse. La abracé un poco, su cuerpo es mucho más pequeño que el mío e igual de delgado, y no es una mujer cariñosa en los gestos, aunque sí en los actos. Pero el abrazo fue incómodo, rápido, las flores, el cactus, mi cansancio, qué haces aquí, ¿no te alegras de que haya venido?, pues claro que me alegro, niña, cómo no me voy a alegrar, salgamos a comer por ahí, mamá, ay no, prefiero estar en casa, bla bla bla. Al poco rato estaba llorando no sé por qué. Algo que dije para atacarla, supongo. La infelicidad de los padres es una de las cosas más frustrantes que existen en este mundo.

No había invitado a ninguno de sus amigos y yo siempre me sorprendía de que acabara pasando sola sus días libres y festivos. Nos sentamos en el pequeño jardín y hablamos un rato. Discutimos. Al poco yo ya consideraba mi cariñosa hazaña como una obligación. Nunca me acostumbré a ver a mi madre como una niña pequeña incapaz de gestionar su propia vida. Sin embargo, es perfectamente capaz de gestionar las vidas de los demás, debe de ser un gen ancestral que yo he perdido. En todos los momentos de mi existencia en que he necesitado su ayuda, se ha comportado con una efectividad difícil de alcanzar para los seres humanos normales y, sin embargo, no puede con ella misma. Al final, lo único que quieren todos los padres es que estés con ellos. Como si tu sola presencia solucionara las cosas. Aunque no haya nada que solucionar. Aquel día de su cumpleaños, por la tarde, tuvimos una compañía más suave, más tranquila, pero no quise quedarme a dormir, regresé a mi casa, lloré en el autobús de vuelta.

Hoy no es el cumpleaños de mi madre, pero posiblemente allí este mismo sol haga crecer sus cactus gigantes. Espero que no esté sola, que no haya envejecido mucho en este tiempo. Desde que estoy aquí, intento no pensar en ella como en una niña agobiada, sino como en la mujer fuerte que también es. Sé que mi madre no entendió que tomara esta decisión, porque no cree en nada de lo que creía Martín, el apocalipsis de la civilización y demás. Siempre ha asumido los cambios en el mundo con una ligereza conmiserativa, todo le es ajeno. Tampoco yo creía en nada de lo que creía Martín, especialmente cuando iba al lugar donde viven mis padres, un lugar estático y seguro. Ni siquiera ahora sé en lo que creo. Mi madre me apoyó como siempre lo ha hecho. No pidió explicaciones, no se alarmó, aunque estoy segura de que se lamenta cada noche y cuenta los días que faltan para que volvamos a vernos. Alguna angustia la comerá por dentro. Siento que allí todo sigue igual, mi madre sola con su hiperactividad acotada, mi padre solo, con su dejadez y su melancolía, mis amigos con sus desordenadas vidas y sus luchas económicas, todos se las apañarán igual que nosotros nos las apañamos aquí. Por qué vamos a ser nosotros más que nadie. Solo espero que no estén enfermos. Es demasiado pronto para torturarme con eso.

Martín empieza a quejarse de la falta de agua y del desastre que supondrá para el huerto. Luego habla con Enrique y se calma, no sé qué le ha dicho de que hay casas que tienen pozos de donde podremos sacar agua más adelante. Yo no me preocupo, casi por nada. Le digo que voy a buscarle una boina porque es lo que le falta y me río de él. No pienso en lo que no tengo que pensar. Cuando me siento fuerte, como ahora mismo, por ejemplo, me sonrío cavilando en que lo quiero más ahora, después de aquello. Ya no intento dilucidar cuánto de mentira hay en nuestra relación y cuánto de verdad. Él cambia y yo me reconcilio conmigo misma; supongo que esto es vivir.

Esta tarde le he pedido a Martín que me acompañe a casa de Damián a la hora de mi turno. Necesitaba ayuda para sacarlo fuera, al jardín, y sentarlo en un sillón bajo la sombra de un árbol; yo sola no habría podido hacerlo. Apenas habla, apenas come, apenas se mueve. Pero está vivo todavía. Los viejos pueden aguantar mucho tiempo así. Miro a Damián sentado bajo el membrillo, en su sillón. Yo estoy sentada lejos de él, en el suelo. Hoy venía dispuesta a hacer dos cosas: sacar a Damián al jardín cuando el sol estuviera bajo y encontrar un botón para mi camisa blanca.

Entre los muchos botones que hay en la cajita de Old English Fruit Drops estaba el que me correspondía, botoncito perla, un poco más grande que el que perdí, pero perfecto. Ensarto el hilo en la aguja, me recuesto en el tronco del manzano viejo, las hormigas me muerden los brazos, la espalda. Coso. De vez en cuando levanto los ojos y miro a Martín, que se ha quedado arreglando el huerto, quitando malas hierbas y arrancando unas lechugas gordas que Damián había plantado. Deben de estar llenas de orugas, pero ansío morder la carne fresca de sus hojas con un poco de sal. He terminado de coser el botón y decido reformar mi camisa blanca. Ya nunca me la pongo. Ya no tengo citas literarias con Enrique, tampoco las quiero. Nos limitamos a dejarnos libros encima de la barra del bar y los recogemos con descuido, pero no hablamos de ellos. Quizá encuentre otro momento especial para volver a usar mi camisa blanca de cuello cerrado. La transformo. Dentro de la cajita de Old English Fruit Drops hay muchos botones, la mayoría feos, útiles. Pero encuentro varios de tamaños exagerados y colores vivos, y empiezo a coserlos por la camisa, en las mangas, en el pecho. Damián duerme.

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