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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (12 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Zhenia está husmeando por la casa. El cuerpo grande y dormido de Ivana, como damnificado en combate, le da sensación de libertad. La casa está muy fría pero no quiere despertarla para decirle que la caliente, prefiere buscar algo que le sirva de cama al animal. En la cocina encuentra un balde de latón lo suficientemente grande para cuando el gato crezca. Lo lleva al cuarto y elige uno de los cojines, uno azul brillante donde las zarpas del pobre bicho quedarán atrapadas una y otra vez. Primero mete el cojín en el balde y pone al gatito encima, es tan pequeño que apenas se distingue su pelambre gris de la tela. El gato se ovilla e intenta dormir. Zhenia lo observa y lo acaricia. Es una cadena, Ivana se la llevó a ella y ella se llevó al gato. Ivana dice que es un macho. Durante todo el camino ha estado pensando un nombre para él, Ivana le sugería apodos tontos como Pelusa o Bolita. Pero ya ha encontrado uno adecuado. Le pondrá el nombre de su padre: Lev. Su padre tenía ojos gatunos que daban miedo. El gato se ha dormido y Zhenia siente la angustia del silencio y del aburrimiento. Entonces saca el gato y el cojín del balde. El animal se mueve torpemente, y la niña lo agarra de nuevo para hacer la operación inversa: ahora mete primero al gato en el balde y encima de él pone el cojín azul brillante. No presiona, lo deja tal cual, pero el gato es tan pequeño que desaparece bajo la espuma, es imposible que consiga salir solo de ahí. Zhenia coge aire y posa sus dos manos encima del cojín, aprieta: nota los huesos del gato y oye un agónico maullido. Aprieta un poco más, unos segundos, y espera. Mientras hace esto contiene la respiración. Cuando ya no aguanta más, suelta el aire y aspira profundo hasta el mareo, a la vez que levanta el cojín, liberando al gato. Este se retuerce suavemente, agradecido, y Zhenia acerca su cara a la del animal y le dice: era una broma, Lev. Tenemos buenos pulmones.

 

 

 

No puedo desesperar, la paciencia es materia para el éxito, pero: ¿y si llegan, y si vienen ahora que he abandonado mi puesto? ¿Y si me cogen desprevenido, aquí en mi casa magullado, y pierdo todo? Reconozco que he disfrutado estos días cercanos a la muerte. He estado cerca de la Grande. Todos disimulan, eres un hombre fuerte, dicen, pero ellos lo saben y mejor que ellos lo sé yo: la Grande me estuvo acechando, me agarró por los huevos con fuerza, la vi claramente delante de mí. La hijadeputa no me dejaba moverme, me ha tenido postrado en la cama, como estuvo mi padre, inútil, y mi madre y mis hermanos. Mi mujer no, ella se acostó un día y ya no se levantó, la Grande vino a recogerla con prisas y ella no puso objeciones, mejor dicho: la Grande vino con prisas y ella estuvo aguantando y disimulando y decidió tumbarse cuando no pudo más. Calladita como una moneda se fue.

Enrique no hace más que decirme que no entiende cómo pude llegar hasta aquí solo, sin ayuda, bromea y me pregunta si no me subí al lomo de un jabalí. Yo no recuerdo cómo llegué. El dolor, la asfixia y los pinchazos me truncaron la memoria. Todo era negrura, pero he tenido compañía y cariño. No soy rencoroso con la vida y eso me hace capaz de querer a la gente, siempre fue así. Pero hay que ver las cosas como son: la vieja Elena, boca apestosa, me ha cuidado como cuidó a sus padres, como una obligación. Y la chavala, la muchacha que no es tan joven pero es la más joven de todos, me ha entregado algo de sí misma que ningún hombre sobre la tierra debería desdeñar. Se sentaba a mi lado y leía. Tiene una voz un poco ronca y a la vez virginal. Me ha cuidado como a un abuelo, no como a un padre, y esa es la parte imprescindible de todo el asunto. No había deberes en las horas que pasaba conmigo, lo sé. Elena es la roca y Nadia es el musgo.

Yo soy un hombre sin rencor por la vida y acostumbrado a esta tierra, buen conocedor de la Grande y de la Pequeña. La Grande es la víbora que crea el mundo y se lo lleva, no podemos engañarla; la Pequeña es la culebrilla que nos come por dentro. Va ocupando cada vez más sitio en el pecho y nos acostumbramos a llevarla. No hay manera de hacerla desaparecer, pero siempre hay formas de achicarla. Mi forma fue el punto de observación, la construcción del faro. Irme allí, subir esos escarpados dientes de montaña, y encontrar una planicie donde sentarme a observar. Desde ese punto, el lugar de la extrema libertad, soy capaz de ningunear a la Pequeña. Miro hacia delante y espero. Vienen el frío y los aires mojados que pudren los bronquios. No importa. Uno se hace fuerte con lo fuerte. Uno se hace libre cuando no hay más remedio. La casa, el calor de las verduras creciendo, las sábanas que nos ayudan a dormir, la electricidad iluminando nuestra vida, la comodidad de las tuberías, todo eso envilece sin que nos demos cuenta. Imagino que el hombre más envilecido de todos es aquel al que no le importan la lluvia o las sequías. Cuando la Pequeña crece tanto, llama a la Grande.

Voy a construir un faro, aunque sea mi último lance contra la Grande. Una puerta abierta desde donde puedan llegar no estos pobrecitos, sino los atrevidos, los que merecen ser bienvenidos, los que nunca pisan tierra. Un pueblo que le da la espalda al mar es un pueblo amenazado. El nuestro es un pueblo resistente, pero sin agallas. Prefiero encontrarme allí con la Grande. La Grande es un barco pirata o mucho peor: todo lo que no está lloviendo vendrá en una ola de agua preparada para ahogarnos. Si pude sacarme de un manotazo a la Grande cuando tenía los huevos entre sus quijadas, eso significa que mi cuerpo resistirá los viajes que necesite para el faro. Uno sencillo y artesanal será suficiente. En el saliente estrecho del acantilado, donde no me cuesta trabajo llegar porque he ido preparando el camino, están esperándome los materiales. Las pieles de las cabras, los palos anchos, el alambre. Me falta llevar la lámpara de gas. Estaré despierto cada noche y la encenderé cuando sea necesario y oiga el murmullo de los viajeros, la proa del barco del demonio o el rugido que destrozará mis oídos cuando todo el mar se abalance y decida envolver otra vez la Tierra entera. Solo me hace falta una lámpara.

 

 

 

La casa alta y rectangular del boticario tiene las puertas y las ventanas abiertas de par en par. Dentro se cuece la actividad. Nadia lleva un pañuelo verde atado a la nuca y un vestido ancho que le llega a las rodillas; en los pies, zapatillas de deporte. Ha decidido limpiar, poner orden, y para ello tiene que desordenarlo todo primero, más de lo que ya estaba. Voluntariosa y torpe, porque nunca ha sido esa su principal afición en la vida, va de un lado a otro con un trapo mojado colgado del hombro y mueve cajas y muebles de sitio. Repite la misma operación tres o cuatro veces antes de darse cuenta de que no avanza nada así, entonces resopla y mira a Martín, como para cerciorarse de que él no se percata de su error, y efectivamente él no lo hace.

Martín es más aplicado. Está subido a una silla y su misión es limpiar los armarios de la cocina, previamente vaciados de cacharros, no sabían que había tanto material dentro hasta que se han decidido a arreglarlos. Nadia observa los utensilios que Martín ha colocado en el suelo para poder fregar los muebles, muchos de ellos no sabe para qué pueden usarse, y siente la necesidad de desembarazarse de la mitad, de sacarlos fuera de la casa. Suelta la caja que lleva en los brazos y deja el paño mojado para dedicarse por entero a los cacharros de la cocina. Hay ollas de muchos tamaños, una flor de metal para cocinar al vapor, sartenes hondas con mango de madera, coladores, recipientes de latón para hervir la leche, un par de teteras rechonchas. Su cabeza empieza a funcionar de otra forma; así al menos se divierte. Selecciona unos cuantos y los lleva a la puerta de la casa, lisa sin arriates en los muros. Allí alinea los que más le gustan y los más grandes. Ellos dos no necesitan gran cosa a la hora de cocinar. Los coloca a un lado y a otro de la puerta aleatoriamente, haciendo que contrasten los tamaños. Serán macetas, va a llenarlo todo de flores. Se aleja un poco de su nueva obra y observa el resultado.

Al estar quieta fuera de la casa siente frío. A lo mejor se está acostumbrando al clima del lugar, en la ciudad jamás se le habría ocurrido bajar a la calle sin el abrigo y algo con lo que poder cubrirse la garganta y taparse la boca para no respirar aquello. Se aleja un poco más de la casa, hasta apoyar las nalgas en el capó del coche, y cae en la cuenta de que para plantar algo dentro de cada olla necesitaría agujerear la base. Son objetos antiguos, la mayoría de latón fino. No debe de ser muy difícil. Entra de nuevo en la casa y se lo dice a Martín, que sigue concentrado en abrillantar la madera de los muebles. ¿Hará falta un taladro? No hay taladro, le responde, pero a lo mejor con la punta de un destornillador es suficiente. Están muy bonitos ahí fuera, ¿quieres ver cómo han quedado? Ahora no, bufa Martín. Tiene unas gotitas de sudor en la frente, de bajar y subir de la silla y de frotar tan fuerte. No hay productos desinfectantes ni embellecedores, solo agua. Se toma la actividad de la limpieza como cualquier otra, con tesón. No hace falta que hagas tanta fuerza, dice ella. Martín no le hace caso y continúa a lo suyo. Nadia se está aburriendo. Es curioso, ha sido ella quien se ha levantado esa mañana con la firmeza de arreglarlo todo. Martín le ha preguntado mientras preparaba el desayuno si hacía falta que llegase otra mujer al pueblo para que ella sintiese la necesidad de construir su propio hogar. Es algo que en otro momento se hubiese callado, pero no se lo ha pensado dos veces y con la boca llena de pan negro, incluso escupiendo un poco de miga al hablar, ha expresado sus pensamientos mirándola a los ojos. Los ojos de Nadia por la mañana son un poco deformes. Se le hinchan los párpados y tardan un tiempo en recuperar la elegancia posterior, la pátina de lágrima que cubre sus pupilas es espesa, como si tuviera cataratas. Ella se va poniendo guapa conforme avanza el día, sin embargo Martín es al contrario, se levanta preparado para una fotografía de carné y se acuesta ojeroso y casi demacrado. Nadia no le ha respondido, ha tragado un sorbo de café hirviendo y luego ha sacado la lengua para aliviar la raspadura. Martín tiene planes para la casa desde que llegó y, a pesar del caos que han mantenido, ha ido moviendo muebles y conformando el esqueleto de lo que está siendo ese gran espacio para ellos: un todo, un salón cocina lugar de trabajo y de sexo y de meditación, todo alrededor de la chimenea. Falta el trabajo y a veces el sexo, lo que más hacen es meditar.

Como Nadia sabe que necesita la ayuda de Martín para que el ejercicio sea más llevadero, no ha peleado. Después del hiriente comentario se ha instalado entre ellos una camaradería seca basada en el odio. Ninguno hace el gesto de acercamiento que rompería el desdén solapado con el que se comunican. Quizá así trabajen mejor, cada uno a lo suyo. Pero Nadia se aburre. Y a veces Martín también se aburre. Porque llevar la llama de la ilusión siempre encendida como un trofeo olímpico es trabajoso. Poco a poco Martín ha dejado de sentirse culpable por traer a su pareja a este lugar. Ya se le pasó el miedo quebradizo que tenía al principio, el cuidado que imprimió en ir adaptándose con empeño y prudencia él solo, preparándole el terreno a ella. Martín está satisfecho en lo más adentro de sí mismo. Se siente en paz. La rueda cíclica y vertiginosa que lo convertía en un hombre inseguro en la ciudad se ha transformado en una rueda rechinante y pesada donde todo cuaja y donde por fin puede dejar de hacerse preguntas para dedicarse a los aspectos más básicos de su personalidad. Y hay algo mucho más evidente y simple que hace que Martín pueda modificar su conducta y relajarse, algo que no estaba preparado, planificado o sospechado y ahora es una constante que funciona igual que un ancla: Nadia está ahí. Cada mañana, cada tarde y cada noche está ahí. Si sale afuera volverá, si ve algo se lo contará tarde o temprano, si se mueve en la cama no es para distanciarse de él.

Al principio, al verla débil y despojada de su entorno, pudo palpar por fin su debilidad y sintió una punzada de arrepentimiento. Con el arte lejos, con sus padres lejos, con su riada de amigos y su pasado lejos, Nadia era un animalillo insulso y afiebrado. Poca cosa. Nadia ahora lo necesita sin fisuras. Que le niegue el sexo muchas tardes o que siga burlándose de la comunidad en la que viven no es importante, acaso es aburrido sin más. Por primera vez, Martín siente que Nadia es algo sin más. Esto no significa que sea menos interesante, sino que ha dejado de dolerle. Martín ha recibido una tregua, por un tiempo puede dejar de preocuparse, de buscar soluciones. El hecho de que todo esto fuera idea suya lo hace sentirse fuerte. Ha matado dos pájaros de un tiro.

Nadia se ha olvidado ya de los utensilios de cocina que serán macetas y ha construido una librería. No ha pedido la aprobación de Martín, que ahora está subido en la misma silla que antes pero fuera de su vista, limpiando los azulejos blancos del baño. Ella coloca los libros en un mueble alto que hay junto a la chimenea. No hay muchos, cincuenta. Cuando eligieron los libros que traerían, pensaron que cincuenta serían suficientes. ¿Cómo pensaron tan mal? ¿Qué iban a hacer, con tanto tiempo libre y sin wifi, sino leer? Pero está la biblioteca de Enrique, y sabe que si llega a leer todos los libros que hay allí, cuando termine podrá empezar de nuevo por el principio. Es más, quizá haya libros en otras casas. Libros. Los libros nunca fueron lo más importante, pero aquí se han convertido en un tesoro. Ahora no está aburrida, le está quedando bien la librería, resulta original. No es una estantería, es un mueble de madera oscura, alto y con muchos compartimentos, donde debería colocarse una vajilla de cerámica pintada a mano o un juego completo de té; como mucho, el vademécum.

Nadia trabaja de forma anárquica y cuando deja lista la librería se dirige al dormitorio. Hay algo depresivo allí dentro. Lo mira bien, apoyada en el quicio sin puerta. La cama es enorme, alta, y sobre ella, sábanas y mantas arrugadas. Solo hay una silla, aparte de la cama, en la habitación. La silla es bonita, tiene el respaldo ahuecado como una cuna, y está apolillada. A un lado y a otro de la cama, en el suelo, hay basura: tazas con restos de té o café, vasos de cristal con las huellas marcadas, ropa interior sucia, un flexo de aluminio cuya bombilla calienta la pantalla hasta el peligro, un plato que sirve de cenicero con varias colillas y corazones de fruta. Vivir en desorden es volver al principio. Empieza a recogerlo todo con fruición, lo lleva a la limpísima cocina, deja las cosas en la encimera. Arranca las sábanas y las mantas y las saca fuera del cuarto. Le da una patada al montón de ropa que hay en la esquina de la habitación y va empujándolo con la punta de su zapatilla de deporte azul marino hasta sacarlo fuera junto al otro globo de ropa de cama. Está tentada a desplomarse encima. No lo hace. Debe continuar.

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