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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (10 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Últimamente apenas ha dormido más de tres horas cada noche, ninguna de ellas en horizontal. A la luz de la primera mañana, su cuerpo tiene un aspecto frágil, pero bajo la piel se esconden alambres. Cuidar de Damián, devolverlo a la vida, le ha robado unos años, ahora las cuencas de sus ojos son más profundas. Como cada vez que le ha hecho falta, se alegra de tener esa maceta de orégano bien resguardada del frío bajo el pretil de la ventana de la cocina; hervido con tomillo y hojas secas de eucalipto es el mejor remedio para la tos espasmódica, los problemas bronquiales y el asma. Elena añade, además, ortigas frescas. En las últimas noches se ha preparado para ella una sopa espesa de menta y albahaca, para mantener el corazón quieto, aunque no ha caído en el sueño tranquilizador que hubiera necesitado. La chica se iba al ponerse la tarde, y ella llegaba a casa de Damián con su vista de buitre, prejuiciosa acerca de los cuidados lánguidos que la otra podría haber dado al enfermo, intranquila por si no había obedecido. Después de preparar al hombre se sentaba en el sillón del salón y allí pasaba la noche, aguzando el oído a la respiración que le llegaba desde el dormitorio. Echaba de menos la respiración de su propia casa. Damián ya no tiene fiebre pero aún no se atreve a salir. Como mucho, da lentos paseos alrededor del jardín, observa sus árboles frutales con rostro decepcionado. Ella le lleva la comida, una comida que sabe que Damián aborrece pero que comerá en silencio mientras Elena, sentada a la puerta en postura de muchacho, fuma un cigarro, a veces dos.

Esta mañana se ha demorado en regresar a casa. Él no lo sabe, pero aún pasa las noches cerca de su cama. Llega cuando él ya se ha acostado y se va antes de que se levante. No es cansancio lo que le aprieta los músculos y los tendones, sino la constante sensación de peligro. Luego vuelve, a media mañana, para llevarle el almuerzo. Se saludan con seriedad y jamás se acercan de verdad el uno al otro. Que mientras Damián estuvo postrado ella haya refregado toda su piel y le haya sacado la lengua de la boca para controlarle el color y el aliento ahora parece imposible. Damián le ha pedido que lo acompañe a dar una vuelta. No un paseo, sino una visita de rutina. Vamos a ver cuánto le queda al invierno, le ha dicho. Eso significa bajar la ladera y atravesar el puente para observar el color de los matorrales y el movimiento de las madrigueras. No ha podido decirle que no, ella también tiene curiosidad, aunque el pecho se le encoge mientras camina despacio junto a Damián, porque sabe que ya debería haber regresado a su casa. Mientras andan, Damián rompe el silencio. Le habla de unos flamencos. Elena no responde. Tiene los pulmones agitados, se está distanciando demasiado. Cuando llegan al puente Damián prefiere no cruzarlo, no reconoce el lenguaje del campo, se abate, se agarra a la piedra para que le entre más aire. Aún es temprano, le dice a Elena. Y Elena observa los brillos y las cabezas blancas de las flores alejándose más allá del valle. El aire es demasiado frío para que las flores vivan, pero ahí están, atolondradas. Aun así, el sol persiste y ambos tienen las mejillas ardiendo. Volvamos. Dan la vuelta, un poco más despacio. Ella acompaña a Damián hasta el membrillo, le hace una seña, se despide.

Al pasar por la puerta del bar de Enrique la ve entornada. Debe de estar preparando la munición, como él la llama. No se detiene. Antes de llegar a su casa, ya divisados el huerto y las cochineras, tiene que pararse un momento, un pinchazo le ha abierto las tripas. Dobla el cuerpo y apoya las manos en las rodillas, se concentra en sus zapatillas blancas de lona, en los cordones fuertemente atados: la tela dibuja los huesos deformes de sus pies. Cruza el umbral de su puerta algo recuperada y entra en casa como un ciego que se sabe de memoria la oscuridad; va directa al dormitorio. Aún no ve nada, las pupilas dañadas por la luz se dilatan trabajosamente. Ah, pero puede oír el zumbido de las moscas. Ella permanece quieta en el quicio de la puerta y la habitación está llena de moscas que vuelan obsesivas, sus cuerpos brillan verdes, azulados, negros cuerpos gordos y diminutos celebrando la vida. Sobre la cama cubierta con plástico, un gran cerdo yace muerto, con las patas estiradas y la boca abierta. Los insectos golosos entran y salen de los gruesos párpados peludos, recorren las fauces paseándose por sus colmillos. Elena se derrumba, cae al suelo y se arrastra hasta el centro del salón. La peste la inunda. La casa entera huele a putrefacción, a vísceras corroídas. Su casa nunca olió tanto a cerdo, las alas batientes de las moscas cubren su propio cuerpo encogido sobre el terrazo, Elena aprieta los ojos y la boca y su frente toca el suelo, no sabe cuánto lleva muerto el animal, no recuerda haber percibido en los últimos días la peste, pero sabe que ese olor lleva instalado en ella mucho tiempo. Piensa, ya todo se ha acabado, y el vómito sube desde su estómago y arde en su garganta, imparable, un vómito de luto que atraviesa su lengua y su paladar y va formando junto a su rostro un charco donde las moscas se deslizan suavemente. Duerme.

No sabe con quién ha soñado. Durante el sueño, sus extremidades han ido alargándose, desentumeciéndose poco a poco. El pelo gris y desmañado está lleno del líquido pringoso, ahora reseco. La expresión de su cara es de vieja que contempla la vida como un sacrificio que hay que asumir. Tiene las piernas abiertas y estiradas, sus zapatillas de lona, sucias, apuntan al techo. A su lado en el suelo hay un papel caído, una notificación oficial que nunca se ha atrevido a descifrar, el sello redondo y azul, desteñido, es una amenaza. Elena despierta, separa los párpados agrietados de una sola vez y la consciencia de las moscas, de la peste y del cerdo muerto no le hace ningún daño. Tiene que darse prisa. Al incorporarse roza el papel con las uñas, el documento que lleva guardando unos años y sacando en las noches más largas para observarlo con el miedo y la delectación de quien no sabe leer, cierra los dedos en garra y lo arruga, lo hace una bola de papel viejo que ya no sirve o ya no importa. Se acerca a la cocina y abre el grifo; se enjuaga las manos y la cara antes de ponerse en acción. Luego todo ocurre con complicada rapidez. De un frasco que guarda en la alacena coge un puñado de almendras cocidas y se las mete en la boca, sobre la lengua agria, las va chupando y tragando, como si cada uno de los frutos secos engendrara en ella un torrente de energía que activase la decisión con que acomete los actos, sus gestos incapaces para la ternura o la debilidad. Desde su interior salen unos gritos o gemidos cortantes cada vez que aúna fuerzas para tirar del plástico lleno de porquería con los kilos de cerdo muerto encima, lo baja de la cama, lo arrastra poco a poco hasta el salón y luego hasta la calle. Tiene el cuerpo encharcado en sudor y es de noche otra vez. Fuera es como si hiciera calor, pero Elena sabe que la noche puede destrozarle los pulmones abiertos. No le importa. Arrastra al cerdo hasta la parte de atrás, hasta el sitio de las matanzas. Antes de empezar con todo, coge un cuchillo y abre una raja profunda en el cuello del animal. Las moscas acudieron al olor pero ha tenido suerte, no hay gusanos todavía y cae sangre en el cubo. No se para ni a suspirar por este hecho insólito, sabe que el cochino no iba a traicionarla. Prende fuego a su piel dura para eliminar el pelo que lo cubre. Y mientras el animal se ahúma, ella va a buscar todos los materiales que necesita. No es la mejor forma de aprovechar a un cerdo, ya muerto, posiblemente enfermo, con la sangre quieta. Pero no hay más remedio. Todavía puede sacar grasa, tocino y secar, salar y ahumar mucha de la carne, aunque no haya sangre caliente para hacer morcillas con sus tripas. Trabaja durante toda la noche, a las dos de la mañana una luna ilumina desde arriba las cuchilladas, los brazos enterrados en el cuerpo abierto del animal, no ceja en el empeño de hacerlo bien, como siempre lo ha hecho, sin ayuda de nadie, la espalda recta curvándose a veces por el supremo esfuerzo de separar la piel, de romper las costillas, sobre el poyete de madera los hachazos yerran una y dos veces, pero a la tercera el hueso se astilla. A su alrededor ya no oye las moscas, dormidas, sino la carne rasgada y su propio corazón que late sin descanso. Su expresión siempre es la misma. El rostro es una ceja arrugada. Al amanecer ha terminado el trabajo. Lo que era inservible ha ardido. Lo aprovechable espera, bien cubierto con madera y a la sombra, a ser preparado para su conservación.

El sol aparece desnudo por la ladera y Elena, sin poder esperar más tiempo, emprende el camino hacia las casas de abajo, separadas del pueblo por un sendero. Tiene que ir a buscar otro animal. Ya todo el campo es una luz vacía, el frescor de las plantas no le llega a los orificios de la nariz, obturados. Camina más lento de lo que quisiera, la garganta le escuece al respirar por la boca. Desea con todas sus fuerzas que sea otro cerdo lo que pueda traerse, mientras recorre el camino sueña incluso con dos lechones, dóciles y gritones, de suaves hocicos húmedos. Su figura se va alejando conforme el sol se alza en el cielo. No se ha lavado. Hay sangre en su pelo cada vez más blanco, lleva sangre pegada hasta los codos, su vestido entero está manchado, las zapatillas de lona tienen el color de la tripa negra.

 

 

 

Esta mañana me he levantado con ganas de comer pescado. Hace mucho tiempo que no lo pruebo. Tampoco en la ciudad lo preparábamos a menudo ni solíamos ir a buenos restaurantes a comerlo y, sin embargo, el cuerpo me lo ha pedido en cuanto he abierto los ojos. Nunca me ha apetecido desayunar pescado, pero si hoy hubiera tenido en la nevera unos boquerones grandes, o unos jugosos salmonetes, los habría cocinado enseguida. De pequeña comía muchísimo de eso. Mis abuelos siempre comían pescado, o marisco, con las manos. Chupaban las cabezas, se las metían enteras en la boca, también las de los peces grandes, sorbían y sorbían hasta que ya no quedaban ojos ni sesos. Recuerdo el ruido.

Se lo he comentado a Martín en cuanto se ha despertado. Estaba sentada en la cama, a su lado, con la espalda apoyada en la pared, y miraba su rostro cerrado. Cuando ha abierto los ojos le he dicho: tengo memoria de pescado. Pensé que iba a hacerle gracia, porque normalmente tengo memoria de cosas peores, y qué va, se le ha ensombrecido el semblante. Ha enterrado la cabeza en mi costado y con un brazo por encima de mis piernas ha vuelto a dormirse. No puedo contar con él esta mañana.

Pronto le tocará a Enrique devolverme el libro de Sexton junto a cualquier otro, tengo curiosidad. Quiero investigar mejor sus libros de filosofía, para Martín. El pescado ha sido sustituido por café, unas manzanas arenosas y el pan durísimo que vende Enrique, tan espeso que con solo un bocado estoy llena. Hoy he tenido la sensación de que mi alimentación aquí es inmunda. Muy sana, sí. Y no ha llegado lo peor: Martín quiere cazar conejos. Culo de conejo recién estrangulado que expulsa un líquido amarillo.

He estado tentada de ir a pasear por el bosque hacia las montañas, donde Damián me encontró, pero sin saber por qué mis pasos se han encaminado solos hacia el pueblo, y esto está más desierto que nunca. Se supone que tendría que haber algún ajetreo porque los portadores están al llegar, y nada. La puerta del bar de Enrique, cerrada. No quiero gritar ábreme, ábreme. Ábreme de piernas. Puaj. Voy a visitar a Damián, alguien en este lugar ha de alegrarse con mi presencia. Ahora su casa me recuerda a Rusia, debido a todo lo que leí en ella sobre ese país. El sillón donde me sentaba, la madera oscura de los reposabrazos tienen impregnado un aroma a estalinismo y a blancas llanuras siberianas. Cuando conocí a Martín era un tímido chico investigador, o más bien alguien que disfrutaba haciéndose pasar por tímido, su vida estaba tan llena de datos históricos que yo podía imaginar detrás de su frente toda la geografía del mundo, en tres dimensiones. Para mí el mundo era simplemente una extensión, algo alejado e inabarcable. Una tarde, de las primeras veces en que estábamos solos en la calle, sentados durante horas en las sillas incómodas del bar que había en el campus donde él trabajaba o en los taburetes de la barra de la cafetería céntrica que había bajo mi estudio, me dijo: hagamos el Transiberiano. Lo dijo apretando con su hermosa mano mi muslo, como cada vez que dice algo en lo que cree profundamente. Yo entonces no sabía nada de ese tren, y aquello me sonó a hagamos el amor. De todas formas me acerqué a su cara y le metí la lengua entre los labios, convencida de que fuera lo que fuese, cualquier cosa que hiciésemos me salvaría. Al final, nunca hicimos el Transiberiano, el viaje más excéntrico que hemos hecho juntos es este.

Aunque ya sé cuál es el camino más corto hacia casa de Damián, elijo el otro, el que hicimos la primera vez Martín y yo. Todo tiene una quietud desoladora, pero sigo sintiendo que me observan tras los muros abandonados. Esta vez me paro con deleite frente a una casa donde juraría que alguien ha vivido hasta hace poco. En el jardín de la parte delantera hay una mesa redonda de hierro, pintada de azul, y dos sillas a juego, y de una de las ventanas cuelga un móvil hecho de piezas de madera desiguales y conchas. Los postigos están cerrados, y junto al umbral se alinean varias macetas con cactus resecos, todos saliéndose de sus tiestos. De pronto empujo con las manos la verja de entrada, y veo el buzón. Un buzón. Creo que es el primero que he visto desde que llegamos. Está agarrado a la verja con alambres y tiene un nombre pintado a mano con letras negras: Ivana. Me doy la vuelta y sigo caminando: se supone que todo esto me da igual. Pero ¿a quién le da igual su propia vida? Esta es mi vida ahora. Esta realidad parca y rural, intensa en sus matices, como todas. Pienso en anchas avenidas surcadas por los cuadriculados edificios de la ciudad, los semáforos (¡rojo, ámbar, verde!), la hilera de comercios, casi todos cerrados, y los abiertos, casi todos iguales, bazares chinos distribuidos de la misma forma y con idénticos productos, las bocas de metro, las escaleras mecánicas estropeadas, los túneles donde resonaban metódicamente voces grabadas, les recordamos que está prohibido fumar, recuerdo todo eso en su mágica ebullición y también en su deterioro, primero llegaron los recortes y luego las restricciones, el paraíso construido por el hombre siempre tiene un mal morir. La visión de este lugar es bastante más amable, aquí lo construido por el hombre se parece un poco más a lo construido por la naturaleza y su abandono puede llamarse ruina en vez de purgatorio. Ivana.

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