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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (8 page)

BOOK: Por si se va la luz
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En la mecedora del salón, cerca del pasillo para poder oír los movimientos de Damián, he leído
El Imperio
con suma atención. El conocimiento ya no nos hará libres, pero por primera vez en mi vida, leer es una especie de placer sobrenatural. He combinado la lectura del libro de Enrique con la de un libro de los que hemos traído nosotros, los
Poemas de amor
de Anne Sexton, edición bilingüe. Un revulsivo, una espina dulce mientras los descubría, una espada amarga cuando recitaba de memoria algunos versos de vuelta a casa.
We are delicately bruised, yet we are not old and not stillborn.
Primero los leo traducidos, luego memorizo el idioma original.
Time is here and you'll go his way. Your lung is waiting in the death market.
Cuando por fin el contenido se abre sobre mi estómago como un mejillón negro y húmedo, empiezo desde el principio: no quiero conocer el significado. Mejor recitarlos como florecillas secas, palabras muertas deshidratadas entre las páginas de un libro viejo. Si me asomo a la delicadeza destructiva del arte, apenas puedo respirar. No, todo está acabado, no hay arte, no hay verdad por descubrir, pero sí puedo leer de esta otra forma, con ingenuidad, como escucho las entrecortadas sílabas que Damián ha ido pronunciando, luego frases completas, párrafos. Y la caja de botones. He encontrado en casa de Damián el resto de una mujer. Está por todas partes en pequeñas dosis, pero su presencia se impuso el día que topé con la cajita redonda, de metal oxidado, de Old English Fruit Drops, con un anciano león-sol, barbado, en su tapa. La abrí, y los caramelos eran botones, de todos los tamaños y colores; el tacto y el perfume de los costureros viejos entraron por mi nariz como una medicina. Recordé (¿por qué olvidamos nuestra propia vida?) que durante varios años, los comprendidos entre mi última pubertad y mi completa adolescencia, yo tuve un afán de costurero viejo. La vida se formaba en mí como una cadena de elementos importantísimos, y cada pequeño acto del camino debía ser atesorado, sellado, para jamás olvidar el recorrido, para consagrar el origen. Pero nos traicionamos a nosotros mismos, la adolescente piensa que la joven no se olvidará de ella (¿cómo voy a convertirme en otra persona? ¡Eso es imposible! He de guardar aquí todas las señales por si cuando crezca me despisto), pero por si acaso marca el camino con símbolos. Hace muchos años, yo tenía cajas de zapatos, de galletas, de lencería, llenas de porquería, cada una con su fecha escrita en la tapa. Los tesoros son porquería: una rana aplastada, pequeña, que encontré en el camino de la playa el primer verano en M., el tapón rojo de una botella de dos litros llena de vino mezclado con refresco que me había bebido con I. hasta el delirio,
todas
las entradas de cine, hojas de árbol (también con la fecha escrita en ellas) que había arrancado de los paseos por el parque con P., el primer chico al que amé, los envoltorios de Pictolín y Trident que este siempre llevaba en el bolsillo y que chupábamos antes y después de besarnos, klínex usados y rigurosamente doblados (con su fecha correspondiente), el primer condón, perteneciente a otro jovencito enamorado, la colilla del primer cigarro que fumé, mechones de pelo ajeno atado con hilo. Podría enumerar la mierda que había dentro de esas cajas hasta el hastío, pero la he olvidado. Cuando como un orfebre guardaba cada cosa al llegar a casa de mis padres y encerrarme en mi habitación, creía que las llevaría conmigo para siempre, pero por supuesto las cajas, amontonadas una encima de otra sobre el mueble de los libros, nunca fueron conmigo a ninguna parte y al cabo de los años fueron directas a la basura porque mi madre decidió deshacerse de ellas. Lo que yo no sabía cuando construí ese relicario es que el pasado duele, destroza, avergüenza, apesta. Y que por esa razón vamos posponiendo el momento de asomarnos a ellas, a las cajas que contienen nuestros pequeños pasos importantes, ridículos, repetidos hasta la saciedad, tanto y de tan múltiples formas, que los primeros van desvaneciéndose, deshaciéndose como cuerpos enterrados. Lo que queda es el tormento de lo que hemos sido y ya no somos o, peor aún, de lo que somos ahora y antes no éramos. Con el dedo hundido en el recipiente de Old English Fruit Drops, removiendo los botones, he reconstruido en mi imaginación el pasado de Damián, o de una mujer que vivió con él y ya no está, porque ha muerto, y he visto los dedos que han tocado esos botones, y las escenas de matrimonio en las que esos dedos, de huellas dactilares bien marcadas, han arrancado, cosido, elegido, desabotonado con prisa, abotonado con morosidad, cada una de las piececitas que contiene la caja de metal en braguetas, espaldas, gabardinas, rebecas, faldas rectas, camisas de boda: cubiertos de terciopelo, planos y pequeños, de plástico con forma de pétalos de rosa y, por fin, una bolita de nácar como la que adorna el cuello trasero de mi camisa blanca. He husmeado como un zorro entre los pequeños restos de feminidad de la casa de Damián y también he escuchado sus palabras, he tenido conversaciones con él, cada vez más lúcidas conforme le iba bajando la fiebre y recuperaba el control de su organismo. Al principio me hablaba como si fuera otra persona, la hija de Elena, pero me llamaba por mi nombre. Nadia, decía, ¿por qué no has ido a ver a tu madre? Es demasiado tiempo sin ver a tu madre, Nadia, y tu madre ahora duerme con un animal.

Damián cree que guarda un gran secreto. Siento lástima a veces cuando habla. Estoy vigilando, musita entre sorbo y sorbo de esencia de eucalipto. En algún momento llegarán, dice mientras mastica con cuidado el pastel de acelgas que le pongo en la boca. No me atrevo a preguntar quién. Me queda poco para terminar de construir la torre, me explica cuando ahueco los almohadones bajo su cabeza. ¿Dónde?, quiero preguntar. Pero solo digo, ten paciencia, y subo las mantas hasta el cuello, para que duerma y no se enfríe, porque en mis horas de enfermera mantengo abierta la ventana del dormitorio, él mira los visillos blancos bailando como vírgenes, hasta aquí me llega el olor a sal, dice antes de cerrar los ojos.

 

 

 

El bar vuelve a tener vida. Ya era hora. Este lugar vuelve a tener vida. Ah, no. Este lugar nunca la tuvo. Yo llegué hace años y, digan lo que digan los viejos, aquí ya apestaba a soledad, por eso me quedé. Bueno, lo importante es que el bar sirve para algo. Los tintos que toman Damián y Elena son una simple alegoría, pero estos dos jóvenes tienen buche. Martín es un buen chico (ese repelús), tiene ánimo para todo, disposición, me repite cada día que vino para quedarse. Ella es otra cosa, es más rara. Creo que porque se siente artista y no puede deshacerse de esa piel de sapo que se han colocado los artistas, esa manera celosa de mirar al resto de personas, como si los vigiláramos, como si fueran excepcionales.

Nadia vino la otra tarde a devolverme el libro que le dejé, y me trajo uno de los suyos. Observo el librito que me ha prestado y me da risa. Hay un dibujo a carboncillo de una mujer desnuda en la portada, de Modigliani, anchas caderas y tetas desiguales, como me gustan. Puso el libro sobre la barra con timidez, encima del de Kapu´sci´nski, y esperó hasta que alcé las cejas y ella vio en mí al hombre rudo que quiere ver. De sus labios pegados salió una frase, ¿es una provocación prestarte este libro? No le contesté, cuando se pone así prefiero callarme. Pero insistió: es una provocación prestarte un libro que se titule
Poemas de amor
, ¿no? Meneé la cabeza como si hablara con una niña, y le dije: ¿quién es esta?; siguiéndole el juego, pronuncié
esta
como si oliera a pescado podrido, y ella se explayó un poco más: he visto que en tu librería hay muchos títulos de mujeres poetas,
esta
era una amiga de Sylvia Plath, tú tienes su
Poesía completa
, lo vi. Los libros de poesía femenina que hay en mi casa no son míos. Se lo dije. Abrí delante de ella el librito al azar y leí con esfuerzo, simulando no estar muy acostumbrado a silabear,
En celebración de mi útero
. Me reí. Lo aparté a un lado y dejé que se incomodara en silencio durante unos segundos, se había ruborizado. Sí, me gusta eso que se crea entre nosotros cuando estamos solos. Luego le pregunté qué quería beber y qué le había parecido el otro libro. Se encogió de hombros ante lo primero y dijo me ha interesado a lo segundo. En el último intercambio me han traído un vino blanco nuevo, no lo hubiera cogido si no fuera porque ahora tengo un cliente para él. Me han dicho que es bueno, que es afrutado. ¿Quieres probarlo?, le dije. Cuando bebió el primer sorbo me dijo que también sabía a agua. ¿Qué esperas? ¿Un sauvignon? Bajó los ojos con melancolía, pero siguió con la conversación sobre el libro: en realidad es pavoroso. Me lo prestaste para que entienda algo de ti, para que sepa por qué estás aquí, ¿verdad? Es por esa frase de Timur, la que está en su tumba:
Dichoso aquel que renunció al mundo antes de que el mundo renunciara a él
. Le serví más vino, es realmente atrevida y más fantasiosa de lo que pensaba, así que corté la conversación, diciéndole: ya veo que lo único que te interesa es el arte y la muerte, Samarcanda. Se quedó más tranquila. Luego charlamos sobre Damián, qué alegría que se haya recuperado y cosas así.

Cuando Martín llegó al bar tenía la cara amoratada por el frío. Ya casi era de noche; aunque no ha vuelto a escarchar como aquel día, parece que cada madrugada es más fría que la anterior. Los días, sin embargo, son cálidos. A mediodía, al sol, uno puede llegar a sudar. Entró Martín temblando, refregándose las manos. Acababa de colocar los plásticos en su pequeño huerto y venía eufórico, espero que hiciera bien su trabajo, porque al poco, apenas unos minutos, se cubrió el cielo y cayó un granizo duro que ensordeció nuestras cabezas. Esperábamos la lluvia y vino un granizo destructor que al menos no tuvo tiempo de acabar con todo. Cuando paró, cerramos la puerta y las ventanas para que no entrara el aire callado que queda tras las granizadas. Para Martín y para mí abrí una botella de vino tinto y partí un chorizo sangrante y trozos de pan duro de centeno, del que te llena el estómago con tres bocados. El buen chico traía hambre y bebimos y comimos sin hablar. Fue él, fumando el tabaco que le dieron a cambio de un cepillo de dientes, quien me preguntó por la hija de Elena. Desde que Damián dijo aquello mientras deliraba, en todo el tiempo que hemos pasado juntos arreglando su tierra, no ha sacado el tema. Posiblemente prefería que Nadia estuviera presente, y mejor si iba un poco borracha. Reconozco que aquella noche, después del granizo, con las ventanas y las puertas cerradas y a la luz amarilla de la lámpara, se creó un clima propicio, una especie de intimidad. Y les conté la historia, lo que sé, lo que dicen, lo que imagino y lo que me invento.

Hace tiempo vino un boticario a vivir aquí. Farmacéutico, médico loco, curandero, hay distintas versiones de su profesión. Llegó porque huía de algún asunto sucio y tenía dinero suficiente como para pensar que este sitio de casas desperdigadas, donde las pequeñas aldeas se unían unas con otras por caminos de cabras y vacas, podría multiplicar sus bienes. La idea era buena. Los médicos pasaban de tanto en tanto, ni siquiera una vez al mes, y él poseía conocimientos suficientes para abastecer de remedios a los agricultores de varios kilómetros a la redonda. Este sitio estaba demasiado lejos de cualquier parte, y el boticario pensó que montar aquí su pequeña fábrica de compuestos químicos curativos sería una revolución. Llegó acompañado de sus propios albañiles y construyó la casa, apartada de todo, distinta, alta, alargada, y allanó el camino que ahora la une al pueblo, como un llamativo pasillo que la gente pudiera recorrer con facilidad. Nadie se cuestionó su presencia, tampoco nadie le hizo mucho caso. Cuando todo estuvo hecho, fue al pueblo a buscar a alguien que trabajara para él, que lo sirviera. Se acercó a la plaza, con aires de boticario o de terrateniente, y entró en la iglesia a preguntar. Elena ya era entonces una mujer madura y fuerte, y estaba sola. Sus padres habían muerto de enfermedades viejas y ella los había cuidado hasta el último momento, tanto a ellos como a los cerdos que tenían, en aquel entonces también pollos. Resulta extraño pensar que se ofreciera, quizá el cura la convenció, era fibra animal acostumbrada al trabajo. Fue a trabajar para el boticario. Cada día, antes del alba, recorría el camino a pasos rápidos como si se alejara de un agujero. Allí, en la casa del farmacéutico, limpiaba como una máquina cada baldosa, abrillantaba los muebles, encalaba ella sola las paredes altas, enjuagaba con paciencia los instrumentos y observaba con sus ojos hundidos, en silencio, todo el proceso mágico del laboratorio, una habitación blanca e inmensa, moderna, llena de cajones, pilas, y probetas, vasos de precipitado, embudos, buretas y morteros donde los productos químicos se mezclaban con los naturales bajo las manos y el bigote concentrado, quemado ya, del boticario. Posiblemente, al cabo del tiempo, Elena se convirtió en algo más que en una sirvienta pulebronces, cocinera, lavadora y planchadora de sábanas y batas blancas. Había aprendido de su padre los misterios de las hierbas curativas y era intuitiva con los diagnósticos. Dicen que el boticario y ella unieron conocimientos, capitaneados por la voluntad de él, y que se traspasaron nociones el uno al otro, nociones que, juntas, no siempre casan bien. Una cosa es la ciencia y otra muy distinta la brujería. Fuera de aquellos muros, Elena fue la sirvienta del boticario, pero dentro fue algo más. Al principio el boticario tuvo éxito. Los de aquí, e incluso los de aldeas más alejadas, venían ordenadamente por el camino y llamaban a la puerta. Abría el portón Elena, con su gesto de raíz, y los hacía pasar al gran salón, presidido por una mesa alta de madera tras la que se sentaba el boticario a escuchar a los clientes. Elena se mantenía alejada, desaparecía en la oscuridad de la cocina. El boticario, después de saber el problema, la enfermedad o el vicio, se iba al laboratorio y estaba allí unos minutos, para volver luego con un botecito de cristal lleno de un líquido transparente y espeso o de unas píldoras verdes y desiguales, a veces, allí mismo, con una aguja larga y gruesa, aplicaba inyecciones en las nalgas de los clientes. Elena no decía una palabra, ni se ocupaba de recaudar el dinero, solo lucía un delantal celeste sobre sus vestidos oscuros y sacaba brillo en silencio, pelaba patatas, maceraba carne de cerdo o limpiaba riñones de gallina. Y poco a poco, la gente fue yendo cada vez menos a buscar remedios donde el farmacéutico. Se dice que no era buen empresario, ni siquiera buen profesional. Que empezó a tratar a los clientes como conejillos de Indias, que se dieron casos macabros. Que le faltaron productos y los sustituyó por elementos de la tierra en absoluto apropiados: la ciudad estaba demasiado lejos. Pero también se dice que sencillamente la gente dejó de ir, porque pocas cosas se han hecho imprescindibles en este lugar. El boticario no estaba amasando fortuna, ni siquiera popularidad.

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