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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (9 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Para Elena fue una época dura desde el principio, pasaba allí todo el día y al llegar a casa tenía que ocuparse de los animales. Una noche se dio cuenta de que estaba embarazada. Calló, no se enteraron sus vecinos, ni en la iglesia, no se enteró el boticario. Los meses transcurrieron con la misma intensidad, al alba recorría la distancia desde su casa al trabajo, después de dar de comer a los cerdos y a los pollos, y cuando notó que el cuerpo le pesaba y no podía ir tan rápido, empezó a levantarse antes. Escondió la barriga bajo los vestidos ásperos y oscuros. Claro que el boticario lo sabría, él tuvo que notarlo. Pero cuentan que en esa época, esos últimos meses, el hombre empezó a dejarse crecer el pelo y a beber. Rumiaba la partida y ya no tenía interés por el laboratorio, quizá tampoco por la mujer. También dicen todo lo contrario. Que vigiló los centímetros de pecho hinchado y vientre abrupto, que como un codicioso científico medía el contorno de ella cada mañana y cada noche. Nada se sabe de esto. Porque cuentan que la obligó a abortar, que delante de él tuvo que tragarse un líquido con sabor a amoniaco que mataría al niño, que lo expulsaría de entre sus piernas tras unos intensos dolores, que Elena, al llegar a su casa, preparó con manos temblorosas un antídoto de semillas y hierbas recién nacidas que haría que su feto no se desprendiera de las paredes del útero. Todo esto puede ser mentira. Alguno asegura haber visto a Elena sacrificar una cerda preñada para arrancarle lo que tenía en el vientre y llevarle al boticario, como muestra, uno de los sanguinolentos e irreconocibles cadáveres de guarro en proceso de gestación, engañándolo. Lo que está claro es que Elena conoció el miedo en esos meses de embarazo. Miedo de que no dejaran nacer lo que llevaba dentro o miedo de que se lo llevasen lejos de ella cuando naciera. Nada la habría hecho sufrir más. Ni la muerte de sus padres, ni su soledad, ni los despojos que quedaban en el gallinero cuando los zorros entraban a matar.

No se sabe si fue despedida o si abandonó al boticario, borracho y desgreñado, mientras la insultaba desde su mesa de pruebas, pero, cuando los nueve meses estaban a punto de cumplirse, se encerró en su casa, cuidó de sus animales y tuvo a su hija, una noche, en cuclillas dentro de la cochinera, los gritos de la parturienta confundidos con los chillidos de los cerdos. La sacó de allí rápido, arrastrándose, para que no se la comieran. Y se metió con la niña en su casa, durante días, sedándola con el pecho y con infusiones, para que no llorara y nadie se diera cuenta de que existía, hasta que por fin, a lo lejos, escuchó el sonido de una camioneta que se acercaba por la carretera hasta la casa del boticario, la camioneta que se lo llevaría del pueblo a la ciudad y que nunca lo traería de vuelta. Tardaron un tiempo en desvalijar la casa, pero a nadie se le ocurrió ocuparla nunca. Ni siquiera se llevaron todo. Yo mismo encontré allí reliquias para amueblar mi buhardilla, muchos años después. Quizá sea una característica de la gente de este lugar, la indiferencia, la falta de avaricia. Por esa misma razón Elena pudo criar a su hija sin preguntas. Me imagino que fue feliz mientras la amamantaba, mientras la veía correr entre los guarros, azotándolos con cariño y balbuceos, como si fueran perros. Algo hay en la mente de esa mujer, algo negro y decidido.

Cuando la niña creció lo suficiente, la mandó lejos a estudiar. Los pocos niños que había aquí iban a visitar a una maestra que vivía en una agrupación de casas a dos horas andando, pero el proceso de aprendizaje duraba solo un par de años o tres, leer, escribir y poco más. Elena tenía la firme idea de educar a su hija de otra manera, aunque eso significara no verla más que unos días al año. No se sabe cómo se puso en contacto con el colegio ni con el chófer, pero una mañana de otoño, cuando la cría tenía apenas siete años, llegó un coche azul oscuro, silencioso, por el camino de las cabras. Venía levantando polvo desde muy atrás, y los vecinos se asomaron a la plaza a mirar la nube amarilla que se acercaba. El coche paró junto a la casa de Elena, y esa fue la primera vez que el llanto desquiciado de su hija inundó el aire y revolvió a los animales. La madre, recia como una raíz, con los ojos secos, arrastró a la pequeña fuera de la casa, pataleando, revolviéndose como un nudo de tripas, flaca e histérica. Con ayuda del conductor la metió en los asientos traseros del automóvil y cerraron las puertas. Luego Elena entró de nuevo en casa, llevando en la nuca los puñetazos que daba la niña en los cristales, su gemido sordo, para coger una pequeña maleta que el chófer guardó en el maletero. Dicen que posiblemente no le había explicado nada, que en las horas en las que la niña dormía había ido preparando su pequeño ajuar, ropa nueva y almidonada, sábanas bordadas del tamaño de un catre, zapatos brillantes para el frío seco y gris de la ciudad, todo adquirido poco a poco, traído desde lejos, comprado con el dinero que había ahorrado a lo largo de los años y de las matanzas, las monedas que atesoró cuando trabajaba para el boticario, de las que no gastó una sola. Dicen que cuando la nube de polvo amarillo se alejó por el camino, con ese pequeño lagarto desesperado dentro, los gritos se oyeron durante días. Hay mucha leyenda. Elena no habló con nadie, pero todos asumieron que su hija iba a estudiar muy lejos, en aquella ciudad de la que no llegaban ni rumores.

Durante años, el coche azul oscuro volvió cada verano, antes de que el cielo se cubriera de ese azul mórbido, y dejó a la niña con su madre, para volver a llevársela pasados treinta días, aún con el calor apretando, y repitiéndose cada vez el llanto, los gritos, conforme la niña iba creciendo, los insultos y las maldiciones. Elena era implacable. La niña tendría ya edad de muchacha cuando dejó de venir. No vinieron ni el coche ni ella. A lo mejor Elena sabía los motivos, a lo mejor no. Las preguntas que hicieron los vecinos no fueron respondidas. Alguna vez, en todo ese tiempo, el cartero trajo a Elena unas cartas con sellos desconocidos. Ni siquiera sabemos si Elena sabe leer. Posiblemente no. Palabras sueltas, quizá. Las cartas tenían que ser de su hija. También las cartas dejaron de llegar. Pero cuentan que, pasados más años, el cartero visitó su casa de nuevo y esta vez Elena fue a la iglesia, donde ya solo quedaba un cura con osteoporosis, para que le descifrara la letra violenta sobre el papel. Mamá, tienes que venir, eres lo único que tengo. Esa es la versión más melodramática. Podría ser cualquier cosa, la chica tenía problemas. Necesitaba dinero. Mucho dinero. Drogas, prostitución, política, fraude. ¿Cárcel, juicios? Elena volvió a su casa con el mensaje y siguió alimentando a sus cerdos y a las pocas gallinas que le quedaban.

Una mañana, la hija de Elena llegó al pueblo. Iba vestida de oscuro, con unos pantalones ceñidos hasta los tobillos y unas botas gruesas. Sonrió a algunos, achicando los ojos como si no los reconociera. Llevaba una cazadora de cuero, muy ancha por los hombros. Cuando llegó a su casa, todo estaba cerrado, las ventanas, la puerta, las contraventanas echadas. Llamó, pero no le abrieron. Solo los cerdos se removían en la pocilga. Aporreó la puerta y las ventanas, dio patadas hasta caer al suelo de espaldas. Y empezó a gritar, con una voz grasienta primero, a llorar, como lloraba cuando era una niña y el coche venía a llevársela a la ciudad. Gritaba como los cerdos gritan. Nadie abrió la puerta. Luego se fue. Dicen que venía a que su madre vendiera la casa, los guarros, el corral. Pero su madre no salió a recibirla. De todos modos, ¿quién iba a interesarse por las propiedades de la vieja? ¿Quién iba a quererlas? ¿Y qué iba a hacer la vieja fuera de este sitio? Nadie supo nada más. Posiblemente murió en una cárcel o en un sofá apulgarado. O a lo mejor está viva. En realidad da lo mismo. Elena ha olvidado que tuvo una hija, cuida a sus guarros como si fueran niños y como una vez cuidó al boticario, hace ya mucho tiempo, cuando bajó la guardia y pensó, equivocada, que los humanos pueden ser seres inofensivos.

Al acabar, era casi de día. El frío entraba con una luz blancuzca por los cristales. Las botellas vacías estaban desperdigadas sobre la barra, y el olor a tabaco mojado lo llenaba todo. Martín y Nadia me miraban como fantasmas. No había tiempo para más, estábamos exhaustos, hacía años que yo no hablaba tanto y tan seguido. Salieron arrastrándose hacia la puerta, y antes de que desaparecieran les advertí: queridos niños, espero que no os hayáis creído ni una sola palabra de lo que he dicho.

 

 

 

He soñado con flamencos. Creo que nunca en la vigilia hubiera recordado a ese animal. La curvatura de su cuello ocupaba toda mi mente en el sueño. Se ondulaban hacia abajo y apoyaban en el pecho su gran pico, formando un lazo. Caminaban alrededor de mi casa, donde todo eran charcos, con esas patas largas de articulaciones abultadas. Yo estaba asustado. ¿Cómo puedo asustarme, aunque sea en sueños, por unos pájaros gigantes de alas fucsia a los que nunca he visto más que en fotografías o dibujos? Pero mientras dormía tenía miedo. Desde la ventana de la cocina, podía ver a un flamenco andando en círculos con esa elegancia ridícula, muy cerca del membrillo. El tronco del árbol estaba enterrado en fango hasta la mitad pero aun así el flamenco gigante no se hundía. Levantaba las patas con ligereza y retorcía el cuello. De pronto todos echaron a volar y yo salí de la casa con un dolor intenso en las rodillas para mirar el cielo. En el aire, los flamencos eran flechas, líneas rectas cruzando el cielo, misiles. La flexibilidad de sus cuerpos se había convertido en una geometría perfecta. Pude verlo con claridad: la cabeza de uno de los flamencos era la cabeza de mi mujer, que me miraba desde el cielo, suplicante. Y la de otro, la cabeza de Nadia. En su expresión había desafío. No puede ser otra cosa, es la señal de que están cerca.

 

 

 

No intento ocultar que hay algo anormal en el ambiente. Otra cosa distinta es que a mí no me moleste para respirar. Sé que Nadia me reprocha que no comparta con ella el enrarecimiento de nuestra situación y de las vidas de la gente de aquí, sus formas de ser. Está bien, son raros. Todo esto es raro. Pero reflexiono acerca de cada cosa, anoto las pequeñas experiencias y lo que no entiendo. Para empezar, el solo hecho de recordar nuestra vida anterior me provoca un estremecimiento. ¿Yo vivía así? Desde que estoy aquí me es más fácil recordar mi infancia que mi edad adulta, aunque de niño nunca conviviera con lo rural de esta manera. La ciudad ha sido mi hábitat y el de mis antepasados, esa ciudad gigante donde al principio de mi memoria existían jardines y patios con árboles en las casas de las afueras. No como estos, sino uniformes. Luego el meollo. La absorción y el derrame. Lo monstruoso. La frivolidad del ensanchamiento, esos kilómetros llenos de construcciones, de pequeñas ciudades que nunca terminaron de existir, bloques simétricos con sus instalaciones de luz y de agua, urbanizaciones parásito. Hombres parásito. Virtualidad y desorden. Es curioso que virtual y virtud tengan la misma raíz. Ahí empieza el precipicio, la estafa.

Todo es raro, y asumo esta situación como uno más de los goznes del peligroso vaivén. La ilusión de equilibrio, de seguridad, el elemento poderoso que necesitamos para continuar, se da aquí de la misma forma ingenua que se da en otros sitios. Encerrados en nuestro pequeño apartamento blanco lleno de luces, imantado en electricidad y conocimiento, también teníamos ilusión de seguridad. Nadia piensa que soy un iluso. Pero yo soy consciente de que solo nos hemos alejado; estando aquí, construyendo en esta aldea un modo de subsistencia, estamos retrasando lo inevitable. Los cimientos se convulsionan y el derrame alcanzará cualquier lugar. Anoto esto, mis pensamientos. Ahora puedo construir una teoría con total libertad. Al contrario que a Nadia, el no tener contraste ni espectadores me supone un alivio y un motor. El hecho de que ya nada cuente es para mí la mejor de las liberaciones. Cuando sea capaz de tener una perspectiva más amplia, cuando pueda de verdad calibrar dónde está el fallo, teniendo como punto de partida esta asombrosa vuelta atrás, comenzaré a teclear en la máquina de escribir. Ya oigo el sonido inundando la casa.

Antes tengo que construirlo todo, adaptarme y caer en las trampas. Coincido con Nadia en que la organización es un fraude. También a mí me da pavor imaginar de dónde proviene, a qué engranaje responde. Para no envilecerme, la mayoría de las veces pienso que se han equivocado por desconocimiento. Somos un ensayo. ¿Por qué nos han hecho creer que dependía de nosotros la vida aquí? ¿Que esta gente nos necesitaba para algo? ¿Que veníamos a reconstruir, a repoblar un lugar abandonado y primario? Si nos acogen es por una simple cuestión de humanidad. Aquí hay unas reglas y son ellos, y no al revés, los que nos ayudan a subsistir. Estamos en sus manos, nuestra inexperiencia nos delata. ¿Qué hubiéramos comido, cómo nos hubiéramos calentado, en qué estado hubiera quedado Nadia después de días de fiebre intensa? Todo esto me confunde todavía. A lo mejor ya sabían. Lo más natural es acercarse al que ya está e imitarle. La organización contó con que haríamos eso. Pero ¿conocen a Enrique, a Damián, a Elena? Y estos, ¿conocen la organización? ¿Saben que tienen numeradas las casas habitables, que pretenden traer aquí a gente? Hablar de eso es romper un pacto tácito. Hablar de eso aquí me resulta pueril. Porque en realidad no importa, hemos llegado y, es increíble, nos han acogido. Salíamos del más absoluto de los descontroles, que es la dependencia virtual, el monstruo que se fagocita a sí mismo, y entramos en otro tipo de dependencia, más elemental, más cercana, pero que demuestra al fin y al cabo lo frágiles e ineptos que somos. ¿O es que en realidad sí soy un ingenuo? A Nadia no puedo culparla, ella vino detrás de mí, confió en que yo lo tenía todo controlado. Ahora pienso que debería haber estudiado miles de cosas antes de llegar, el funcionamiento de la tierra, para empezar. Podría haber traído tanto material para el trueque. Hemos dejado allí el noventa por ciento de nuestras pertenencias, y eso hoy podría ser un gran almacén lleno de queso, de fruta en conserva, de carne adobada. Animales. Pero ¿qué sé yo de animales? ¿Cómo se cuida una vaca, cómo se descuartiza? A lo mejor también me equivoco en esto: ¿para qué iba a querer esta gente nuestro plástico, nuestra fibra de vidrio? ¿Dónde iban a conectar los usb? Ah, mierda. No los querrían para nada. Además, no consiste en eso. Consiste en la libertad y en empezar desde cero, aunque no sea un cero real. Sí, tengo que volver a mi positivismo. Tengo que sentirme afortunado. Este lugar es un privilegio. Ni siquiera está abandonado del todo, ¿qué nos creíamos? Sí, lo habíamos preguntado, hay luz y agua. Tenemos un frigorífico. Me pareció normal, pero ahora me parece un milagro. Hay gas. Y un montón de tierra. Este lugar sigue conectado a un generador, igual que otros miles de lugares en el mundo, tentáculos olvidados donde ya no vive un alma, fábricas inservibles, parques temáticos, centros comerciales, hospitales, seguirán conectados a la máquina aunque nadie encienda los interruptores. Millones de cables recorren la Tierra. Y millones de hombres sacan provecho de lo que ya no sirve, de ese gran despliegue de progreso destruido. También las pequeñas ciudades parásito que han ido construyendo en las faldas de las inmensas ciudades parásito tienen sus conductos de agua y sus cables conectados a la máquina, aunque los edificios estén completamente vacíos. Algunos, sin techo, sin cristales en las ventanas. Quizá vivan familias allí, grupos de gente apoltronada en las habitaciones desnudas y grises. Quizá sirvan exactamente para eso, para meter gente dentro, gente que no será capaz de levantarse del cemento para cavar en el cemento. El mundo construido se convertirá en un gran campo de concentración. Enrique me ha enseñado a cultivar la tierra, me ha dado unas directrices generales y me ha dicho que para el resto de complicaciones tendré que consultar con Elena o con Damián. Él no tiene huerto. Vive del trueque, dice que tampoco le gusta cazar, que es algo que podría aprender yo; Enrique conserva la ciudad en los ojos. Hay conejos, y Damián me enseñaría a poner trampas. Puede ser una opción. Por ahora mi vida agrícola acaba de empezar y es bastante modesta. Me divierte. Me gusta estar ocupado en algo, saber hasta dónde puedo llegar, cuál ha de ser el siguiente paso. También me ha ayudado a arreglar el conducto de la chimenea. Hay que saber colocar la madera para que el fuego tire en la dirección adecuada. La luz de las llamas me transporta, convierte nuestro desordenado salón en algo excitante. Le digo a Nadia, desnúdate frente al fuego, y me obedece, hipnotizada. Luego meto mis dedos de uñas ennegrecidas en su vagina y ella suspira. En cualquier otro lugar me habría obligado a lavarme las manos antes de tocarla.

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