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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (4 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Aquí no tengo nada de lo que no quiero. Y lo tengo a él. A él lo quiero porque sé que no hay nada mejor. Y eso es a su vez lástima y abnegación y por otra parte victoria. Si no hay nada mejor es que lo que tengo es lo mejor a pesar de que no me sea suficiente para ser feliz, y en este punto de las cosas ser feliz es una cuestión de estética, como el piso lleno de arte moderno que he dejado atrás, o los vestidos color púrpura suave que abandoné en el armario, con finos cinturones de charol o de leopardo, y la colección de libros de fotografía y los amigos estéticos con sus conversaciones sobre estética. Se acabó la estética.

Volví a casa y Martín no estaba. Tras despedirme de Damián, hice la última parte del camino corriendo, porque tenía la sensación de que si no empezaba ya con todo iba a quedarme suspendida en el estado de los locos, los que no saben salir de sí mismos. Y quedarme sola es lo que más miedo me da, por encima de la auténtica desaparición del amor o lo demás, quedarme sola me da más miedo que morirme de hambre o de frío. Aquí las mentiras dan lo mismo, y esa ha sido mi liberación: tengo una máquina donde puedo escribir mentiras en un lugar donde la mentira no importa y en una casa donde ya todo es mentira. Martín no estaba y me asusté.

Salí de nuevo afuera, el coche seguía en su sitio, Martín no había ido a buscarme a la carretera. No esperaba, entonces, encontrarme como un puntito oscuro y lejano en el arcén izquierdo, terca como esos pingüinos que querían suicidarse y se marchaban en soledad hacia las montañas blancas de la Antártida, posiblemente ni por un momento se le ocurrió que yo quisiera regresar. Había ido al pueblo a buscar algo, y volvía por el camino de tierra que hay detrás, yo lo alcancé corriendo y lo abracé o me choqué con él, y él soltó la mochila que llevaba, que pesaba mucho y se desplomó a sus pies levantando polvo, porque estaba llena de unos tomates rojos e irregulares y de otras hortalizas que aún tenían tierra en sus raíces mojadas y en sus tallos. Sentí sus huesos contra los míos a través de la ropa, me dijo por qué vas tan abrigada, ya no hace tanto frío, y el sol nos brillaba a los dos en la frente y yo sudaba y decidí partir su boca en dos con la mía y Martín sabía a algo distinto o a lo mejor a algo que yo no recordaba, había comido y pude notar el sabor del aceite y de la quemadura; yo juraría que hicimos el amor allí mismo con la mochila a nuestro lado mostrando esos colores que me parecían obscenos bajo la luz del mediodía y también juraría que oí los pasos de Damián junto a mi oreja cuando me corría por primera vez en aquel lugar en el medio del mundo mientras el mundo se abalanzaba sobre nosotros como yo me había abalanzado sobre Martín en el camino, y la arena blanquecina y polvorienta se me metía entre las nalgas y resecaba los dedos de Martín abriéndose paso en mi vagina dolorida y espasmódica pero cuando pude abrir los ojos ya Damián estaría en el pueblo, lejos de mi vista, y solo había el azul del cielo y un águila enorme volando en círculos sobre nosotros, como si en lugar de un águila fuera un buitre, pero no lo era.

Yo juraría que hicimos el amor allí mismo, pero no fue así. La cama rechinaba bajo nuestros movimientos, luego bajo los suyos cuando yo me quedé quieta, sollozando y con los ojos abiertos.

 

 

 

El campo empieza a estar frondoso, sigue su ritual cada año, como si nada pudiera pararlo. Sé que hay pequeñas diferencias y tantas ha habido desde que puedo recordar. La muchacha es bonita. Tampoco muy bonita, no demasiado, lo justo porque todavía parece una muchacha. Bonitas eran otras. Y mi bonita era la más bonita de todas. El viento sopló anoche, venía del otro lado, y esta mañana los plásticos que coloqué sobre el huerto se habían desprendido; tengo que reforzarlos antes de que se vaya la luz. Siempre nos demoramos por la amenaza del frío que lo destruirá todo y sembramos tarde. No me gusta depender de la comida de otros. De pronto el hielo, aunque ya no hiela aquí como antes, desaparece y cuando nuestros árboles atolondrados empiezan a dar sus primeros brotes por el cambio de temperatura, nos volvemos locos sembrando, arrepentidos por no haberlo hecho antes. Enrique dice que somos relojes perfectos, que siempre nos quejamos de lo mismo y que siempre será así, por siempre jamás, aunque plantásemos un mes antes nos quejaríamos lo mismo, pero no sabe. Antes esto era una tierra próspera y no había uno solo que no se pusiera gordo con su propia cosecha. Los niños resplandecían por la calle. No, no tiene ni idea. Él dice que nunca hemos vivido de otra forma que con este silencio. Pero no sabe. Estamos perdiendo algo, la pasta de la que estábamos hechos o estuvieron hechos nuestros padres.

Dice que se llama Nadia y no parece muy satisfecha con su vida. Es otra más. Ninguno de aquí parece muy satisfecho con su vida. Elena lleva amargura en sus ojos, igual que yo en los míos, que se empañan con el aire. Hemos estado hablando un buen rato, me ha desatado la lengua la muchacha. La encontré allí tirada en mi camino de vuelta, boca arriba en el suelo, a punto estuve de moverla con el pie por si acaso, así con la punta como cuando me encuentro los cadáveres de las cabras y los jabalíes. Sé dónde van a morir y siempre he sabido buscarlos. Ahora se mueren en cualquier parte, en mi camino muchas veces los encuentro, ya no luchan, simplemente se desploman. Cuando el calor empiece a apretar no podré aprovechar su carne. El perfil de esas montañas ha cambiado con los años, quizá nadie se da cuenta porque no lo mira como hay que mirarlo. El mar lo mueve todo. Pero ellos no saben dónde está el mar.

La muchacha me ha recordado a alguien que estuvo aquí hace mucho tiempo. Que nació aquí y luego se fue. Tiene sus mismos rasgos violentos. Los huesos de la cara pueden decirle a uno cómo será su vejez, si la tuviera. Y luego está ese cuerpo que no se sabe de qué es. Lo mismo daría que fuera un hombre. Tenía sed, la chica, y en su manera de hablarme la he notado desesperada, aunque sé que estaba midiendo cada cosa que me decía. Ha seguido a mi lado en el camino porque yo no le he preguntado nada; ellos piensan que nos interesa su vida anterior. Y sí, puede ser interesante, como pasar las páginas de un periódico y leer los titulares para olvidarlos al momento. Tengo que afianzar los plásticos, así que no iré a lo de Enrique. Estoy cansado, la noche ha sido dura. No nos quejamos por quejarnos, no. Yo me quejo porque ya no tengo más remedio, porque esto empieza a ser insoportable. Y con lo que hemos soportado ya, dice Enrique, cómo podemos quejarnos ahora. Pero es justo ahora cuando no quedan fuerzas. Algunas tengo todavía. Y que no me falten, que sin ellas no podré continuar con mi puesto de vigilancia. Pero eso a quién le importa, a nadie, solo a mí. Es por lo único por lo que me levanto cada mañana. La semana que viene tendré que llevar más madera, también me falta alambre. Sé que ellos han llegado en coche y supongo que les quedará gasolina, a lo mejor fueron codiciosos y trajeron bidones. Pero utilizaré el carro mientras mis piernas me lo permitan, porque no necesito ayuda de nadie. Cómo está el membrillo. Juraría que cuando me fui tenía unos pequeños brotes y ahora ya están las hojas tiernas, solo he estado fuera un día. ¿O ha sido más de un día? ¿O no lo observé lo suficiente antes de irme? Esta rapidez me sigue desconcertando, aunque he vivido en ella toda la vida. La naturaleza no es lenta, es una vorágine. Un vendaval. Como el que llegará. Ya sé a quién se parece la chica. Me ha dado un vuelco el corazón al recordarlo. Es cruel la anatomía.

 

 

 

La casa por fuera, con los postigos echados, el tejado bajo y la piedra fea de los muros, no da sensación de vida. Pero en el pequeño huerto que linda con ella, la tierra está perfectamente húmeda y arada, la siembra es una disciplina y ni una sola mala hierba amanece por las esquinas del alambrado. Dentro, oscuridad. Elena mantiene limpia la cocina porque apenas la utiliza. Hierve verduras que empañan los cristales y los azulejos, los paños que usa para detener las gotas que bajan por la ventana, antes de que lleguen al borde del hierro oxidado, son sábanas de hilo cortadas con sus propias manos, tira a un lado y a otro con fuerza y la sábana se rasga en trozos simétricos. Deja las verduras en ebullición hasta que están blandas, muy blandas, y la casa se empapa de un olor bochornoso que la marea. A veces saca las verduras del cazo y las coloca en un plato hondo, luego las tritura con un tenedor y las convierte en papilla, nunca utiliza sal. Apenas tiene que hacer esfuerzos para comer, y su estómago chico recibe los grumos con paciencia. Mientras come respira hondo, se le hace eterna esa pitanza informe y de un color verdoso. Elena ahora no está en la cocina, pero sobre la encimera el plato espera a ser enjuagado junto a una cuchara grande. No es capaz de meterse esa cuchara entera en la boca, porque vomitaría, se limita a chupar su bordecito y así tarda tanto en acabar.

Elena no está sola. El salón tiene cuatro ventanas pequeñas, dos al norte y dos al sur, pero están opacadas. Los muebles se distinguen por un contorno de hueso descarnado. Pocas cosas, con volumen suficiente para crear asfixia. Una vieja delgada y fuerte sentada en un sillón de madera con cojines cosidos de su propia mano cuando no era vieja, estanterías de pino a un lado de la pared con objetos no identificables, una mesa en el centro, una chimenea en la esquina, todo apagado. El sillón se mece y hace ruido. Elena apenas se mueve, es el sillón mismo el que obedece al movimiento, quizá para que la existencia no se acabe. La puerta que comunica con el salón es la del dormitorio. Aunque ella tiene los miembros flácidos y ha bajado la guardia, y por esa razón parece una vieja cansada dormitando en el salón, sus ojos están completamente abiertos, ni siquiera pestañea sobre sus retinas grandes y gruesas, como de pescado. Una respiración bronca y arrítmica sale del dormitorio. Elena no sabe qué hora es, quizá la noche haya pasado ya y esto sea un amanecer lento, imperceptible, con la fatalidad de los amaneceres cuando se ha esperado toda la noche a que lleguen. La respiración, un ruido inarticulado y de charca, levanta a Elena del sillón. Los pies se deslizan sobre sus medias gruesas hacia el mueble, de donde saca una vela y unos fósforos, enciende cuidadosa uno de ellos y prende la mecha corta, aleja la palmatoria de su cuerpo y su cara no se ilumina, pero sí un papel que hay sobre la mesa, un papel oficial con una fecha, un lugar y un nombre compuesto. Elena se dirige hacia la habitación. A lo mejor es la primera vez que antes de acostarse deja el documento fuera de su guarida habitual, desprotegido sobre la madera.

Durante unos segundos no se oye la respiración y en ese momento la vela ilumina el cuarto, las paredes abombadas por la cal, una delgada cómoda junto a la puerta y nada, ni un crucifijo, ni una virgen sobre la cabecera de la cama de hierro. Quizá el frescor que llena la casa explica la anunciación de la mañana. La respiración o el crujido vuelve de pronto con más escándalo, si se despertara de la muerte ese sería el sonido arrepentido que delataría al resucitado. Elena se sienta en el borde de la cama, junto a un bulto grueso que palpita en medio del colchón, y murmura un goteo de palabras; las facciones de la vieja se han suavizado hasta colgar de las quijadas de su cara, y sus párpados ahora tapan los bultos de sus ojos de pescado, pero queda una rendija por donde mira con dulzura al cerdo que agoniza sobre las sábanas. En la mesita que hay junto a la cama, la luz de la vela convierte en geometría las esquinas de la pared. Elena acaricia la cabeza del animal, con sus pelos como cuerdas, y también el vientre hinchado. Sus dos manos están sobre el cerdo, y la respiración de este parece acompasarse. No te preocupes, le dice, yo estoy contigo. Se tumba a su lado.

 

 

 

Tengo treinta años. Pienso en lo que he dejado atrás. En todo lo que ya no podré hacer.

Por ejemplo, ver morir a mis padres de cáncer.

Ver cómo se consumen y sufren dolores irrespetuosos, agarrarlos de las manos y sentir sus huesos, planos. Entrar en el baño mientras ellos agonizan y pensar en mi propio cuerpo, notar cómo las punzadas que me asolan el intestino o la cabeza son el inicio de nuevos tumores que me llevarán más tarde a su misma cama, para también achicarme bajo una tela blanca que marcará las protuberancias de mi tórax. El calcio caliente. Pero entonces ellos no estarán para agarrarme las manos en mi debilidad. La ausencia de calcio. Eso no deja de ser bueno: yo no veré a mis padres morir y ellos tampoco me verán a mí y a lo mejor es la única parte que merece la pena de toda esta historia.

Si me quedo en este lugar no veré nada.

Estoy dando por hecho que todo lo que aquí me suceda no tendrá importancia ni aportará trauma alguno.

Sin embargo, veo una tierra alejarse. Miro al frente y puedo seguir mirando hasta que me canse, no hay obstáculos que me distraigan. Se acumula menos tensión, tengo que reconocerlo.

Pido vino blanco y está caliente. Me dicen, aquí nadie bebe vino blanco, solo lo utilizamos para cocinar, y yo repito por favor, si tienes vino blanco abre una botella para mí. Enrique se agacha en la clandestinidad del local oscuro que parece un bar y es un granero de techo bajo, o es un bar y parece un granero de techo bajo o mejor, un almacén con vigas en el techo donde se guardan arrobas de naranjas o patatas; la botella de vino blanco de pronto está sobre el mostrador y parece fría, pero es del ambiente y la soledad; incluso cuando lo echa en un vaso de cristal demasiado grueso y mate por el estropajo frotado un millón de veces, semeja transpirar. El vino es recio, seco y amargo. No serviría en la cocina igual que no sirve en la lengua, pero solo con el primer vaso en el estómago ya me siento mareada.

Martín me agarra la rodilla porque piensa que no debería beber después de mi fiebre de tantos días, y la fiebre de tantos días ya hace mucho que pasó, y no he tragado una gota desde que llegamos aquí, y de todos modos Martín nunca diría eso, lo pensaría y luego me agarraría la rodilla como para aliviarse a sí mismo de la preocupación, que le dura el mismo tiempo que tarda él en engullir su propio vaso, esta vez de tinto, un tinto amarronado y con posos, agrio sin duda, pero mejor que el mío. Por supuesto no renegaré de ellos, ni de Martín ni de mi botella de vino de mierda por la que no sé cuánto voy a pagar. ¿Dos ansiolíticos por ella? No, eso sería demasiado sofisticado. Seguramente pagaremos con cualquier banalidad, gasolina, quizá. Aunque ellos no tienen pinta de querer irse a ninguna parte, ya le han preguntado a Martín si habíamos traído gasolina, incluso Damián me hizo alguna alusión. Nosotros traemos petróleo en las suelas de nuestros zapatos de ciudad. Si nos buscan bien en los orificios de la nariz o muy profundo en las orejas encontrarán petróleo. Hemos respirado petróleo toda nuestra vida y no hay razón para que no lo llevemos en la sangre. También si nos cortan el pellejo y nos abren en canal podrían bañarse en el oro negro de nuestras vísceras. Este vaso raspa y si una de mis uñas arañara de canto su superficie todos tendríamos que salir volando de aquí por el ruido miserable. Todos somos Enrique, Martín y yo. Enrique es un hombre. No tengo más definiciones para él. No es un niño, no es un viejo, es un hombre. Ya está. Habla con Martín y su tono de voz retumba en las paredes del granero.

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