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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (2 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Ahora que hemos llegado, ni siquiera pienso en por qué estamos aquí. Durante mucho tiempo he vivido obsesionado con esta idea, con una solución o con todo lo contrario, ella me ha dicho tantas veces que soy un paranoico, un loco, que terminé por creérmelo. No soy un guerrillero, mi empeño fue teórico y vertical; luchar al pie del cañón, en medio de aquello, era demasiado difícil para mí, cobarde de antemano. Pero mientras recorrimos en coche el camino, más largo de lo que pensaba, y cuando por fin pude divisar esta casa al fondo, fue como si mi cabeza se despejara.

Seguramente serán alucinaciones traídas por la novedad, por lo excitante que resulta la huida, pero cuando caigo en la cama, mientras me dejo envolver por el calor que desprende la piel de Nadia y por sus quejidos, pienso que quizá consiga olvidarlo todo. Entonces es cuando más me late el corazón, cuando llego a la improbable conclusión de que la idea sea tan acertada, tan poderosa, que no sepamos dentro de un tiempo por qué estamos aquí, sino que simplemente estemos. Eso me haría feliz. Ahora mismo, en el principio, todas las posibilidades son buenas. Ella está en un punto radicalmente opuesto al mío, pero eso tampoco es nuevo.

Ahí fuera hay animales salvajes. No he visto ninguna ardilla pero alrededor de la casa, cada mañana, pueden verse montones nuevos de tierra removida; topos, ratones de campo, ratas, lo que sean. Soy como un crío imaginándome sus hocicos aparecer. El primer día, con los prismáticos, pude ver un águila que volaba sobre los montes. Es todo un acontecimiento para mí. El resto de la mañana lo pasé buscando aves de ese tamaño en el cielo, pero no vi ninguna más. Volverán. Necesito que Nadia se reponga y construyamos algo juntos, algo nuevo. No se me ocurre nada más reparador para una pareja. Pero aunque espero con paciencia que se lave la cara y salga, ya empiezo a saborear una inquietud: quizá podría ir yo solo al pueblo. Nos queda poca comida, y también está el asunto de la calefacción. Cada mañana sonrío al oír cómo sale el gas por los conductos de la hornilla, pero no durará para siempre esta bombona. Si Nadia tarda en levantarse, tendré que ir solo. Y eso me llena de felicidad.

Ahora gime. No se atreve a llamarme, pronunciar mi nombre sería un signo de recuperación. Hoy tiene fiebre. Me he equivocado en mis predicciones. Su cara está ardiendo, no abre los ojos. Nada de lo que he dejado allí me importa. Espero haberme traído lo verdaderamente esencial.

 

 

 

Ninguno de los dos se acostumbra al lugar porque no saben dónde están. Ella en una cama dentro de una habitación de techos altos y paredes desconchadas de cal, él en el futuro. Desde el montón de casas del fondo empieza a acercarse una figura. Un hombre. Alto, no demasiado corpulento. Va a ritmo de paseo, pero se dirige hacia la casa, eligiendo siempre el centro del camino de tierra para avanzar. Poco a poco va llegando, y Martín lo vigila con los prismáticos desde la ventana. A la mitad del recorrido ya distingue su rostro, ya ha estudiado sus facciones. Efectivamente viene hacia ellos. Martín no dice nada, no avisa a Nadia de que tienen visita. Baja los prismáticos cuando el otro está muy cerca, observando la casa como si nunca la hubiera visto. El hombre mira el coche, la pequeña bolsa de basura a la puerta. Un segundo antes de que llame con los nudillos Martín le dice a Nadia, tenemos visita, y luego abre, todavía con los prismáticos colgados al cuello.

El hombre no entra, desde el umbral tiende una mano a Martín, que la agarra con demasiada fuerza. El hombre no es muy corpulento pero su mano es gigante y está caliente, sensación de sopa. Ha venido a ver cómo están, a ver si necesitan algo, sabe que llevan varios días allí y le ha parecido raro que no se acerquen al pueblo, a lo mejor es una imprudencia pero decidió salir a buscarlos, quizá necesitan algo, repite, mientras Martín lo mira embobado, a punto de alzarse de nuevo los prismáticos y escudriñarle al hombre las córneas a tres palmos de distancia. Hay que ser hospitalario, dice el hombre, y entonces Martín reacciona por fin y lo invita a pasar. No sabe qué contarle de sí mismo, va al fregadero y coge un vaso recién lavado que llena de agua del grifo, se lo ofrece al extraño. Gracias, no tengo sed, pero no te lo voy a rechazar, y se lo bebe de un trago.

El bulto de la cama se mueve bruscamente, con un espasmo, y ambos miran en su dirección. Martín se disculpa y explica que ella lleva dos días con fiebre. Y entonces cae en la cuenta de que su mujer lleva dos días con fiebre, y la casa está fría, demasiado fría, y él esperaba que se le pasase porque estaba convencido de que todo era por culpa del viaje, y del cambio, y del miedo a un nuevo lugar y a una nueva vida, pero de pronto siente que es intolerable, que no se le ha ocurrido buscar un médico, que se ha limitado a acariciarla y a tener paciencia y a darle leche caliente y tortilla y a cortarle en pedacitos las naranjas que han traído, rociadas con miel, primero un trozo y luego otro, con cuidado el tenedor abriéndose paso entre los labios resecos de ella, demacrada, fea, quizá este hombre huela el olor metálico que ella despide aunque solo abra la boca para dejar que la punta del tenedor roce su lengua. Cuando le cuenta todo esto al hombre, Martín pasa de ser un chaval entretenido en espiar por las ventanas y en felicitarse por la genial idea de huir a ser un hombre nervioso y estupefacto que se atraganta al hablar. Pero el extraño se acerca a la habitación, se acerca a la cama, dobla su cuerpo alto para observar de cerca el rostro de Nadia, arrugado por la fiebre, y luego menea la cabeza varias veces antes de sonreír con una boca gigante de labios finos, no te preocupes, voy a ir a buscar a alguien que la hará sentir mejor, y luego te ayudaré a caldear esta casa, aquí hace un frío horrible, enseguida vuelvo, traeré a Elena, ella sabrá lo que hay que hacer, pero sobre todo, muchacho, no tengas miedo. También le dice que se llama Enrique. Los prismáticos le cuelgan a Martín, como un trofeo de plástico, a la altura del ombligo. Agarra el frío metal que los recubre como si asiera de pronto un arma, un rifle que lo hiciera sentirse seguro. Mira a Enrique cruzar el salón y musita, gracias, gracias, menos mal que has venido, yo no quería dejarla sola y pensé que no era grave. Enrique ya sale y suelta una carcajada, no es grave, muchacho, ya te lo he dicho. Cuando se aleja por el camino, Martín lo mira irse a grandes pasos y dice en voz alta, resentido, no tengo miedo, porque creo en la humanidad como familia esquizofrénica, pero aquel ya no lo oye. Y entonces cierra.

Estirado encima de la cama, con los zapatos puestos, abraza el cuerpo de Nadia, tan pequeño con la fiebre, y hunde su nariz en el pelo sucio. Ella sigue tiritando y parece que acabaran de llegar, los dos apretados en la cama, pero ahora es de día y ella arde a treinta y nueve grados y Martín la cubre con sus brazos como si fuera un trapo húmedo y ambos mantienen los ojos abiertos.

 

 

 

Me llamo Enrique. Soy un visionario. Vivo aquí desde hace muchos años, pero recuerdo cada día que he pasado en este lugar, sobre todo porque casi todos son iguales. Me quedé aquí porque fue el único sitio que encontré donde la fórmula del tiempo se desvanece. No digo que la repetición infinita de las horas no haga retumbar la angustia, pero aquel tiempo voraz que me corroía no surte efecto. Al menos hasta hoy. Hoy es un día especial. Han venido dos personas nuevas a vivir. Llegaron hace tres días, cuatro a lo mejor. No han aparecido por el pueblo, pero desde mi casa vi las luces encendidas e incluso pude oír el ruido del coche la noche que llegaron. Se han instalado en la casa más alejada, la del norte. Desde hace años no la ocupa nadie; era de un farmacéutico que durante un tiempo puso allí un negocio y cuando se arruinó se fue. Al parecer el tipo ha muerto y nadie ha reclamado su casa, así que es de la organización, o del pueblo, o del estado o del mundo entero. También me gusta este sitio porque rompe con las reglas de la propiedad. Creo que a nadie le importa y por eso nadie reclama nada. Romper con las reglas del tiempo y de la propiedad es la antítesis del mundo moderno.

La casa necesita obras desde que la construyó el farmacéutico, es como un solar. Fui una vez hace mucho y está igual, pero prácticamente vacía. Ahora están ellos. Son jóvenes, pero ya no tanto. Están en el límite. Eso es interesante. No tienen hijos. Al menos vivos. O no han querido traerlos. No, no tienen hijos. El muchacho me ha caído bien, tenía pinta de explorador inexperto, parecía que hubiera llegado a la selva en vez de aquí. Sin embargo también tiene pinta de psicópata. Los chicos con cara de buena persona tienen pinta de psicópatas, todos. Ella no sé si es guapa, ha caído en la cama con unas fiebres altas, posiblemente no le interesa nada este lugar, todavía. Me alegro de que estén aquí, son nuevos clientes para mi bar. Las nubes están tan bajas que parecen niebla, el cielo es completamente blanco. A lo mejor les resulta amenazante.

Confieso que cuando fui acercándome a la casa tuve la esperanza de que tuvieran miedo de mí, un poco por lo menos. Por otro lado he ido de verdad en calidad de vecino hospitalario, soy consciente de que desde sus ventanas nuestro pueblo puede parecer raro y deshabitado, pero yo mejor que nadie sé que es un buen lugar para vivir. Quiero que eso les quede claro. Y por eso he ido. Necesito clientes para el bar, caras distintas que rompan la monotonía antes de convertirse en nueva monotonía. No me han resultado unos excéntricos, aunque a ella no la he visto apenas; nada más acercarme a su cama, donde latía como un conejito viejo, me he dado cuenta de que necesitaban ayuda de verdad. Lo que está claro es que van a quedarse. Si no, en cuanto a ella le hubiera subido la temperatura unas décimas se habrían montado otra vez en el coche para deshacer el camino hasta su médico habitual, por muchas horas que eso les llevase. Allí habrían entrado otra vez en su edificio o lo que fuera y habrían colocado la ropa doblada en los estantes del armario y las maletas vacías en el altillo y las naranjas en el frutero de la cocina y hubieran encendido el televisor, los ordenadores y las alarmas, para olvidarse de todo. Pero qué va, han resistido. Es más, seguramente a él no se le ha ocurrido esa opción, la de volver. Aunque no se han molestado en desembalar sus cajas, no he visto ni un televisor ni una pantalla ni nada, me sorprende, me llena de orgullo por ellos aunque no los conozco y posiblemente me den motivos para odiarlos en un tiempo. Pero es admirable. Si aguantan hasta que ella se recupere, será que han llegado aquí como hay que llegar. No se han traído sus enseres de conectividad. Van a romper con el mundo (como si esto no fuera el mundo). Lo mío, por supuesto, tiene más mérito, porque yo rompí hace muchos años, cuando, digámoslo así, no venía a cuento. Y mira. Ya van llegando. Ayudados por una organización, es cierto, no como yo, que llegué por mi cuenta y riesgo, pero bueno, aun así están solos y lo estarán. No me fío de nadie. Ni de la organización ni de ellos. Pero voy a darles el beneficio de la duda. Necesito estómagos nuevos en mi bar. Al menos dos. Que un día al año parezca que está lleno. Y lo más importante, son solo dos. Dos es un buen número para filosofar. El tres es un símbolo aberrante. Dos es un buen número, pero no hay nada comparable al uno, ni en pureza, ni en práctica ni en estética. En eso les gano.

 

 

 

Estoy sentada en una silla como si fuera una enferma convaleciente de hace un par de siglos. Reuma o tuberculosis. Una manta sobre las piernas. Mis manos blancas encima de las rodillas, estricto orden. El pelo limpio por fin atado en una coleta para que mis sienes demuestren lo que soy. No puedo hacer nada, no me apetece fijar los ojos en otra cosa que no sea esta ventana que enmarca el camino y los árboles. Desde aquí veo irse a Martín y también lo veo llegar. Me encuentro bien, en realidad toda esta precaución es delirante. Creo que no tenían nada mejor que hacer que ocuparse de una desconocida febril, y por eso toman mi salud con tanto empeño. Como alimentos triturados, verduras ácidas, dulces, muy sabrosas. Pasteles de carne picada. Sopas densas como la mugre. Todo está asquerosamente delicioso, cuando lo trago siento que estoy nutrida hasta el fin de mis días. Y la casa. Está caliente esta habitación. Por lo visto hay que arreglar la salida de la chimenea, nos han prestado una pequeña estufa de hierro. Han sacado el tubo por una de las ventanas que ahora siempre queda abierta. Aun así es mucho más efectiva que el sistema con el que caldeábamos nuestra casa en la ciudad, sobre todo porque Martín no hace sino echar más y más leña, hasta que mis mejillas están rojas. Incluso se levanta por las noches cuando nota que se ha apagado.

Martín es ya uno de ellos. No distingo sus manos. Pero al menos hemos empezado, ya está hecho. Ya somos. No como yo hubiera querido, y no sé si como hubiera imaginado porque no recuerdo qué imaginaba antes de venir, pero no esto. No esta imagen de mis manos perfectamente colocadas sobre las rodillas, la calma de esta manta gruesa, la silla que mantiene mi espalda recta. Ahora estoy vieja. Pero soy una niña.

Otras manos me sacaron del mar.

Me alzaron.

Elena no me acarició como a una niña. Yo solo sentí su olor agrio y sus dedos finos, suaves de tan arrugados, tocándome la frente que me hervía, sus uñas eran piedras pequeñas que resbalaban sobre mis cejas. Noté el frío de la piel de una anciana, el olor a ajo y a tubérculo y a pliegue escondido. No me hablaba, se limitaba a mover mi cuerpo, sacó mis ropas pegadas y cuando mis pechos estuvieron al aire, que me cortaba la respiración, un paño húmedo, traído seguramente de un mueble de madera de una cocina con olor a pucheros y empapado en el fondo de un cubo de zinc, mojó mis vértebras. El paño recorrió mis brazos, mis axilas, todo lo que hay en mi cuerpo que se dobla, y yo oía ese trapo jironado de toalla escurrirse una y otra vez y posarse en mi frente. La vieja levantó mis labios y tocó mis encías, luego abrió mis párpados, como si yo fuera un caballo o un perro muerto, y acercó sus pupilas a las mías. Pudo verme, pero yo a ella no, yo solo oí el golpe de la llegada, unas manos viejas me sacaron del agua y me tocaron, olvidada la piedad de la infancia, trayéndome por primera vez a este lugar donde mi carne palpitaba en una cama. No me gustó encontrarla en el principio, en la orilla, como si yo fuera un náufrago arrastrado al que no hubieran permitido ahogarse.

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