Por si se va la luz (6 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Es demasiado de noche, la habitación apenas está iluminada, ella se agita, se pone de pie, la camisa se le pega a la carne como si estuviera mojada, mira alrededor, su pelo encrespado parece de niña. Busca la rebeca y la chaqueta y se viste con unos brazos impacientes, mientras Enrique fuma tranquilo su pipa. ¿Tienes algo para alumbrarte hasta tu casa? Nadia ha recuperado su sarcasmo y resopla: claro que no. Quiere irse de allí aunque el regreso en mitad de la noche le da miedo; si no se va ya, tendrá ganas de quedarse y no sentir el frío. Toma, te dejo una linterna. De un cajón saca un cacharro viejo y pesado y se lo da junto con el libro. Nadia mira la linterna, mueve el interruptor y esta se enciende. Funciona. Aquí todo funciona, dice él. Le gustaría que la acompañara a casa, no sabe si sabrá volver sin luz, ni siquiera alumbrando el camino con un foco que funciona a pilas, pero no se lo pide. Al salir cierra la puerta del bar. Ella respira hondo y coge fuerzas para bajar las escaleras agarrándose solo con una mano, porque en la otra lleva el libro y la linterna encendida enfocada hacia sus pies. Cuando ya casi ha desaparecido por el hueco, Enrique se agacha, extiende la mano y toca otra vez el hombro de Nadia, como al principio, no te preocupes, mujer, sabes que el camino lleva directamente hasta tu casa, limítate a no desviarte de él. Las pilas aguantarán.

 

 

 

Esta mañana salí de la casa poco después de que amaneciera y todo estaba cubierto de escarcha. Era una capa gruesa que no llegaba a ser nieve pero que conservaba su preludio de muerte y pureza. Me emocionó. Dentro no hacía mucho frío y habíamos dormido abrazados, algo no muy habitual, por eso en cuanto hubo una luz salí, necesitaba estirarme y sentir mi cuerpo como algo más que un músculo agarrotado junto a otro. El viento que abrió anoche el aire en dos debió de ser un viento de cambio de estación, pero nada en el ambiente ha mudado, solo hay más claridad y esa escarcha que ha florecido sobre todas las cosas. Nuestro coche seguía ahí enfrente. Estuve mirándolo largo tiempo. Un manto blanco cubría la luna delantera, los limpiaparabrisas dormían como antenas bajo el hielo suave. Era un animal prehistórico. Ahora la máquina no tenía sentido. Lo miré sin desviar los ojos, sin parpadear. Lo imaginé oxidándose con el paso del tiempo, convirtiéndose en un nido de culebras. Es uno de los artefactos más útiles que he tenido nunca y el que me ha dado mayor sensación de libertad; grande, silencioso, con hueco para meter personas y cosas, completamente mío. No es algo que puedas transportar, es algo que te transporta. Es cierto que ya nunca lo utilizábamos y que quedó obsoleto hace tiempo, porque me negué a cambiarlo por uno de los nuevos; mi objetivo era moverlo lo menos posible y no quería tener excusas. Aquí, sin carriles abarrotados y bocinas y batallas y luces y ruedas girando, el coche ha recuperado su mitología inicial, su talante narcisista y elegante. La vejez de la máquina, en su particular cementerio de tierra y árboles, lejos del monstruo de los vertederos de chatarra, recupera su magia y a la vez su descarnada anatomía, ya absurda. Es demasiado grande, tiene demasiado hierro para nada, las ruedas pronto empezarán a desinflarse y el motor se llenará de polvo y de madrigueras. Mi animal prehistórico duerme frente a la puerta de la casa donde vivo y ha perdido su esencia, tardará siglos en desaparecer, no desaparecerá nunca, quizá con una explosión, pero ni el fuego podría con él del todo. Sus faros parecen ojos cristalizados que me reprochan. Tras mirarlo mucho tiempo, tras reprimirme las ganas de rebuscar en la caja y fotografiarlo, entré en él. Estaba abierto, pero sin las llaves en el contacto. ¿Dónde están las llaves del coche? ¿Dónde estoy? Dentro hacía frío. Y en su cómodo asiento de gomaespuma inyectada, anatómico, esperé que el sol derritiera la escarcha que cubría los cristales. Agarré el volante con ambas manos, simulé que viajaba por una autopista sin límite de velocidad, incluso hice ruido con la boca. Cuando era pequeño, en el patio de la casa de mis abuelos, había un coche viejo con los asientos apolillados, una reliquia. Era un Fiat 600, al que llamaban Seíta. Mi abuelo pretendía arreglar el motor, aunque ya tenía otro coche nuevo más grande y mejor y ese no iba a utilizarlo, y estuvo mucho tiempo bajo un melocotonero que daba unos frutos incomibles. En las tardes hirvientes del verano, yo me escondía dentro del coche y viajaba, ruuun ruuun, hacia países desconocidos. Imaginaba a veces que iba solo y otras que llevaba a mucha gente en el asiento de atrás y les hablaba, no como si fuera un taxista, un conductor profesional, sino más bien un mafioso que los transportaba a cambio de su silencio. Ellos viajaban conmigo porque la otra opción era morir degollados. En el pequeño maletero podía llevar un cadáver, pero en realidad solo llevaba un montón de melocotones duros, enanos e irregulares que acabarían pudriéndose y luego secándose, igual que mis abuelos o aquella casa con patio y el árbol mismo.

Estuve dentro de mi animal mitológico hasta que el sol derritió la escarcha. Aunque miré con atención, no vi caer las gotas, solamente desapareció. El cristal estaba limpio y los limpiaparabrisas relucían al sol. La quietud del interior me conmovió, pero pronto sentí angustia. Luego entré en la casa, en mi piel sentí un escozor de sal, como si el viento hubiera dejado partículas marinas en el aire. Alrededor de los neumáticos empieza a crecer la hierba.

Anoche esperé a Nadia en la mitad del camino y se asustó al verme, a pesar de que llevaba una linterna con la que alumbrarse. No pensaba encontrar ningún bulto humano y pegó un grito cuando me enfocó. En realidad no hacía falta luz, la luna no estaba llena pero al cabo de un rato era suficiente. Estuve a punto de ir hasta el bar a buscarla pero cambié de idea y me alegro. Me gusta que haga sus propios progresos. Dentro de poco lo tendrá todo bajo control. Ha traído un libro sobre la Rusia soviética y duda de si Enrique es un tipo interesante o un loco. Me habló de los tesoros de la biblioteca: filosofía, libros sobre biología y medio ambiente, novelas, poesía. Mujeres. Dice que lo de las mujeres le ha extrañado mucho. Las relaciones sociales son igual en todas partes. Quiero hablar con Enrique de nuestro coche, de las linternas y de las pequeñas máquinas con las que tengo que hacerme. Por lo visto mañana hay reparto, vienen a traer cosas, el otro día me dijo que tengo que empezar a colaborar. Anoche el cuerpo de Nadia estaba especialmente sudoroso, estuvimos tocándonos durante un rato después de leer párrafos sueltos del libro en voz alta, pero no me dejó metérsela. Apartaba mi sexo cuando estaba en la puerta y decía no, no. Ni siquiera llegó a correrse. Me ofreció su boca y puso punto y final a la noche.

 

 

 

Elena hace recuento. De rodillas sobre la siembra, observa las pequeñas matas que han crecido. No hace caso de la escarcha de la noche, sabe que fortalecerá los tallos. Para sus plantas, la escarcha no es hielo, es abono, disciplina. En un cubo, a su lado, están las piezas que puede cambiar y un pequeño saco lleno de lombrices gordas que ha desenterrado con sus propios dedos. Carnada. Todavía hay poco que ofrecer. Antes de preparar sus víveres, ha separado lo más gordo y suculento para el cerdo. A la hora del amanecer los ha hervido sin dejar que se ablanden del todo. Luego ha puesto las piezas en un plato y con las manos se las ha ido dando. Mete los trozos en su boca con cuidado, el cerdo tiene el hocico entreabierto y un aire fétido y caliente sale de su interior en ráfagas cada vez más lentas. No reacciona ante el olor de los alimentos, y Elena los introduce y los empuja con sus propios dedos hasta donde puede dentro de esa cavidad áspera. Poco a poco el animal empieza a tragar. Ella no tiene miedo de que le muerda, podría morderla con sus dientes romos y destrozarle la mano, pero sabe que ya no hay fuerzas para eso. Además de las verduras, Elena ha recolectado frutos caídos de los árboles, que machaca, crudos, y los mezcla con el resto ya cocido. Aliña la verdura con frutos secos. El cerdo necesita energía. Sus ojos de clavo, cubiertos de pelos largos, ya no se abren. Tiene que moverlo para quitar el plástico que cubre la cama, lleno de orines y excrementos líquidos de un color verdoso. Nota el sudor corriéndole por la frente seca y entre sus pechos de pellejo cuando hace el esfuerzo de desplazar al animal, empujándolo por detrás, las dos manos sobre el lomo. A duras penas el cerdo se desliza unos milímetros sobre el plástico, Elena gime de cansancio después del último empellón, no va a conseguirlo. Con movimientos rápidos, sintiendo las gotas de sudor bajar hasta el vientre, va hacia la cocina y llena un cubo de agua. Decide limpiar el plástico con el cerdo encima. El agua rápidamente se ensucia de mierda, se oscurece. La tira a la tierra del huerto y rellena el cubo de nuevo para lavar al cerdo, suave. Consternada, observa los restos de porquería sobre la piel, sobre la cama, cada vez es más difícil. Por tercera vez llena el cubo y con lágrimas en los ojos lo vuelca encima del bicho enorme que agoniza en el colchón. El agua sucia se acumula en charquitos alrededor de él. Sale de la habitación, exhausta, y de rodillas en el huerto remueve la tierra donde no hay nada sembrado para encontrar las lombrices más gordas, que meterá dentro de un saquito para venderlas mañana.

Unos pasos se acercan y la voz de Enrique suena, familiar. Nunca la coge desprevenida. Elena se levanta sin sacudirse de las rodillas la arena húmeda y todavía fértil. Lleva zapatillas de lona con cordones y calcetines blancos, de niña. El hombre y la mujer se saludan con un gesto imperceptible y él le habla un poco alejado del huerto y también de la casa: ¿por qué no vienes conmigo? Ella intuye, ya saliendo del gran cuadrado de siembra, y le dice con garganta cascada: ¿por qué no has ido tú solo, en vez de venir a buscarme como si se tratara de algo mío? Porque estoy preocupado, dice él, y por si las moscas, me ahorro un viaje. Asintiendo con la cabeza, ella entra en la casa para dejar el cubo y para cambiarse las zapatillas por unos zapatos negros y gruesos con los que siempre anda por los caminos.

A paso rápido pero acompasado, ambos se dirigen donde Damián. Desde lejos ya pueden ver el membrillo, el árbol que acompaña la casa, no detienen su mirada más que un segundo en el cerco de flores rosáceas y carnosas que lo rodea. El viento no pudo con ellas y sin embargo la sola mañana las ha abatido. En el lugar donde creció cada flor, unos muñones de pelo suave empiezan a brotar. Las manos de Elena tiemblan ligeramente en los bolsillos recios de su falda cuando observa que la puerta de la calle está entreabierta, Enrique empuja la madera sin pensarlo, como si hicieran una visita a un enfermo que los espera. Los rollos de persiana de las ventanas están bajados y adentro hay penumbra, pero la luz del día acomete febril por los pequeños agujeros y por el hueco de la puerta, ya abierta del todo. Enrique pasea la mirada, nervioso, por los detalles, por la cocina ordenada y las mantas dobladas sobre el sillón mecedora, pero Elena apunta directa al bulto encogido que descansa en medio del pasillo, justo antes del arco de la habitación dormitorio, y una especie de grito se escapa de su boca, un gemido, la doblez de una víscera. El bulto es el cuerpo de Damián, rígido, muerto de frío y allí caído, donde sus piernas torcidas le permitieron llegar. Las manos cerradas sobre el pecho, los ojos, los labios, todo está sellado con fuerza. Entre los dos lo llevan al dormitorio y lo suben a la cama de hierro, que rechina con el peso, con los movimientos que hace Elena para estirar las articulaciones oxidadas del viejo. Cuando el cuerpo del hombre ha recuperado la posición de descanso, ella pone los dedos en la piel rugosa del cuello y busca. Todavía respira, como su cerdo.

 

 

 

Martín ha insistido: tienes que venir conmigo, hoy es un día importante. ¿Es un día que cambiará nuestras vidas?, le he preguntado. Claro que sí, ha dicho él. Bien, entonces iré, detrás de ti como un perro comido por la sarna. Ambos nos hemos mirado de pronto: ¿dónde están los perros? La ciudad estaba llena de perros, animales que nadie adoptaría, cruces de razas de pelea con callejeros altivos, peludos mamíferos del tamaño de las ratas, huesudos perros de caza husmeándolo todo. Daban asco, probablemente miedo en poco tiempo. Aquí no hay ninguno. Después de esta observación, Martín ha ido corriendo a su libreta y ha apuntado: perros. Ayer se pasó todo el día con los prismáticos y con el bloc de notas, está gestando algo, seguro inservible. Yo, mientras tanto, leí el libro que me prestó Enrique.

Martín ha decidido no ir con las manos vacías y ha rebuscado entre nuestra ropa a ver si había algo que pudiéramos intercambiar. Se me hace difícil pensar que alguien de por aquí vaya a interesarse por nuestros trapitos y acepte darnos comida y bombonas a cambio, pero Martín está seguro de ello. Cualquier cosa vale, ha dicho, y ha metido en una bolsa varias camisas suyas y dos faldas mías que traje para el verano, ambas con un estampado de flores, y también dos cepillos de dientes sin estrenar y tubos de pasta dental. Es increíble que aún no hayamos organizado la casa, que nuestras pertenencias se desplieguen por todas partes en cajas, sobre los muebles, algunas encerradas en los cajones blancos del cuarto de baño. Por el camino ha ido enfurruñado, criticando a la organización, ¿por qué no nos avisaron de que podíamos hacer trueque?, hubiera traído tantas cosas. Yo prefiero no pensar en eso.

Cuando llegamos al bar no había nadie, solo un papel clavado en la puerta que decía: Estamos en lo de Damián, buscad una casa con un membrillo en la puerta. ¿Cómo son los membrillos? Ni siquiera sé si es un arbusto o un árbol. Martín tampoco tiene ni idea, pero disimula, como si desde siempre sus amigos le hubieran dejado notas clavadas en la madera de las puertas con una letra alargada para decirle: Próximo botellón en el tercer algarrobo a la izquierda. Al mirar alrededor nos hemos dado cuenta de que aún no hemos explorado el pueblo. ¿Por dónde empezamos? ¿En qué dirección vamos? Hay una luz maravillosa hoy, le he dicho a Martín. La luz es maravillosa aquí, ha repetido. No sé si estoy de acuerdo, pero esta mañana el sol alumbra con una claridad especial y, sin alejar el frío, convierte los contornos en limpios dibujos. Martín me da la mano. Él lleva mitones y noto que sus dedos están sudorosos; los guantes son innecesarios. Es la primera vez que caminamos de la mano desde que llegamos, y eso me hace sentir más joven. Ahora que nos fijamos, comprobamos que el pueblo está lleno de casas. Construcciones cerradas que se alinean al borde de los caminos de forma desordenada, sin seguir un plan urbanístico claro. La mayoría son casas pequeñas, con grandes jardines o huertas en los que crecen unas hierbas ralas y parduzcas. Las hay que no han podido soportar el peso de sus tejados y ahora lucen sin sombrero, muros y ventanas que vomitan puñados de lavanda sin florecer. El bar de Enrique está situado en un extremo de la aldea, y un reguero de casas sigue hacia arriba y luego vuelve a bajar. Desde esa zona más alta observamos que también hacia un lado del valle se desparraman algunas viviendas, incluso una construcción más grande, cuadrada y de muros altos, que parece una antigua fábrica o un almacén. Me parece ver unos geranios rojos en un parterre a lo lejos. Al fondo, caminos que se pierden y horizonte. La Tierra es más redonda en este lugar. Desde el promontorio de la aldea se ve nuestra casa, sola y rectangular delante del bosque, y ya afuera y cortando la visión, las montañas picudas y negras. Estamos ahora en lo que fue una plaza de tierra. Una minúscula ermita la preside, su cruz de hierro oxidado se alza tímida, la fachada está sucia de años de excrementos de aves. No hay cigüeñas, solo quedan algunos nidos de golondrinas sin huevos y sin pájaros. Martín se separa de mí e investiga detrás de unos muros, se empina en un bloque de granito que pudo ser el pedestal de una estatua. Alguien tiene animales allá abajo, me grita. Está lejos, veo puntos marrones. Busquemos la casa de Damián, le contesto, incómoda por el silencio. Pienso que detrás de la piedra hay gente que me está mirando. No todo está muerto, estoy segura.

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