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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (5 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Encuentro a Enrique fascinado con Martín, pero no me lo creo. Le da palmadas en el hombro cuando lo ve y le sonríe con arrugas en los ojos y unos dientes de caballo. Buenos dientes, con unas encías jóvenes y rosadas. Es curioso. Tiene unos dientes que me recuerdan a los bares oscuros de la ciudad con sus fogonazos de bocas. Martín siente por él una simpatía justa y cándida, como suele sentir con todas las personas a primera vista. La ternura que inspira y su predisposición al contacto físico confunden: a Martín todo le es mucho más indiferente de lo que parece. No se plantea nada más allá de la utilidad de las relaciones y de la compañía, y lo que puede interpretarse como ingenuidad es ausencia de interés; por la noche, o en los ratos largos de la mañana o de la tarde que emplea para construir su día a día, no hay ni un pensamiento dirigido a ellos. Cuando yo tiro de él en conversaciones largas y lo hago cuestionarse cosas, calla unos momentos y se detiene en pensarlos como si no los conociera. Creo que se divierte con Enrique, quizá porque es más de lo que esperaba encontrar aquí, o quizá porque, como él decía al principio, no esperaba nada. Hacen una pareja curiosa, y pensándolo bien, mientras doy vueltas a la botella y vuelco más vino en el vaso y vuelvo a tragarlo, a lo mejor Enrique es sincero en la cordialidad, no hay bicho humano que no necesite a otros y este granero es cierto que parece un negocio, útil alguna vez si lo observo, chorizos colgados de las paredes y un queso acartonado en una vitrina de cristal. Las mesas de madera y las sillas plegables, pocas, están recogidas en la última pared, desde aquí puedo ver las telarañas. Solo hay estos bancos altos junto a la barra y dos taburetes en la puerta donde nadie se sienta, siempre se usa el poyete. Vuelvo a salir, los campos al frente empiezan a anochecerse. Cada vez tarda más en irse el sol, Martín se dio cuenta ayer y me lo dijo, escudriñando la sombra de los árboles por la ventana, no es todavía el tiempo de los días largos, pero ¿es que eso tiene alguna importancia?

Me resbala el pensamiento por la nuca porque he bebido demasiado, así que va siendo hora de beber más. Perder el control aquí sería imposible, puedo entrar en coma sin preocuparme. Me echo otro vaso y noto que Enrique me mira por el rabillo del ojo aunque hace como que presta atención a las palabras de Martín, que está fumando, y eso me alegra sobremanera, busco rápidamente el tabaco, lo busco intrigada por saber de qué marca será porque, como siempre, Martín ha tapado el borde de la boquilla con los dedos. Enrique se da cuenta por fin y del bolsillo de sus vaqueros saca un paquete y me ofrece y yo espero que no me tiemblen los dedos al coger uno y no me tiemblan, menos mal. Me da fuego y me doy cuenta de que he pensado se da cuenta por fin y no sé si tenía más ganas de que me diera un cigarro o de que me mirara, y eso es que el vino me ha hecho todo el efecto porque es obvio que no necesito que un tipo como Enrique ponga sus ojos en mi cara o en mis tetas y cuando le doy la primera calada el humo me llega al cerebro como una bendición y está claro que era un pitillo y no su atención lo que codiciaba. Pero ya estoy dentro de la conversación, no lo puedo evitar, formo parte del círculo y al apoyarme en la barra con el codo y la cadera no sé dónde estoy y eso tiene que significar que da lo mismo, menos mal que el granero está lo suficientemente oscuro, incluso tengo que reconocer que la luz polvorienta de la bombilla es entrañable. Hablan de una forma del presente que me desconcierta, pienso que lo normal es que hablaran del pasado, pero parece que llevaran viéndose cada día de sus vidas a esta hora en este lugar porque los colchones de su conversación son el clima, herramientas, curiosidades de los árboles y me miran y ahora yo tengo que decir algo.

Solo se me ocurre mirarlos y sonreírles, creo que mi boca se ha torcido un poco al ensancharse y ellos se echan más vino en los vasos y Martín con su naturalidad de siempre me toca la cintura y me pregunta qué libros he traído. Libros. No he tocado un libro desde que he llegado. Ni siquiera he abierto la caja. ¿Qué he hecho en este tiempo, entonces? ¿En qué he ocupado mis manos? Oh, joder.

Tengo treinta años y llevo no sé cuántas semanas sin leer. Ah, no, no sin leer: sin hacer nada.

Enrique saca de nuevo el paquete y ofrece una ronda, pero es él mismo quien coge dos cigarrillos y nos los pone en la mano, antes de preguntarme otra vez, qué libros has traído. Soy consciente de que estoy dedicando un pensamiento al hecho de que Enrique sepa leer. Qué pedante. Me enseña sus dientes no para sonreírme, porque a mí todavía no me ha sonreído nunca, sino porque abre mucho los labios para chupar el cigarro y para beber, y me escudriña. Y es ahora cuando todo es agudo: ¿tú tienes libros?, le pregunto yo. Decían que la vieja me salvó la vida pero todos sabemos que mi vida nunca estuvo en peligro. No siento gratitud hacia ella. Es la primera vez que dura tanto un segundo en este sitio, hasta que Enrique asiente y me confirma, quizá haya algo en mi biblioteca que no has leído, biblioteca ha dicho, no tomates ni espárragos gigantes, mi curiosidad empieza a ser grande y tengo ganas de llegar a casa para abrir por fin mi caja de los libros y recordar qué he traído conmigo. Todo bicho humano necesita a otros y claro que me doy cuenta de que yo también; entiendo que Martín se planteó esta necesidad desde el principio y por eso su tranquilo entusiasmo para todo pero es que yo me llamo Nadia, tengo treinta años, y pensé que había viajado a la nada. No son solo libros las puertas que hoy se abren, aunque esto siga siendo una auténtica mierda. Una mierda con vino, libros y hombres es muchísimo mejor. Martín baja su mano de mi cintura a mi muslo y me aprieta. Quizá estemos teniendo una conversación cálida.

 

 

 

Tengo calambres en las piernas y con la punta de la lengua toco un bulto que me ha salido en la encía. Para olvidarme de esto pienso en las flores del membrillo, eran cuencos rosáceos como hace años no los veía, he perdido la cuenta del mundo en que vivo. Esto es algo que no confesaré a nadie. Allí se ha quedado mi membrillo, al pie de mi casa. Cuando era joven pensé en cambiarlo de sitio: sus hojas en primavera y en verano, sobre todo en verano, atraen a muchísimas avispas que zumban alrededor y acaban entrando por las ventanas. También otros insectos van mordiendo sus hojas peludas y el ruido que hacen lo oigo desde el catre, así de insistentes son. A mí las avispas me dan lo mismo pero a ella le molestaban, les tenía miedo, salía con su balde de ropa para lavar y tender, el balde encajado en la cintura, y yo la miraba desde la valla mientras fumaba esos puros que antes me daba por fumar, y veía cómo cuando pasaba debajo del membrillo se quedaba paralizada porque las avispas la estaban rondando. Pero no se quejaba. De eso no. Aunque las odiaba. En realidad tampoco le gustaba la carne de membrillo, decía que bien podría haber plantado allí un manzano o un almendro o algo más agradecido de mirar, que los frutos del membrillo eran deformes y le recordaban la cara de su padre en los últimos años de enfermedad. A veces entraba alguna avispa en casa. Si ella se daba cuenta me echaba el gesto sin hablar para que yo la espantara, pero yo no hacía caso, se ponen muy tontas cuando las amenazas, tan torpes que no saben volver. Quiere irse, encontrará el camino, le decía yo, si veía que insistía o estaba nerviosa. Y al final salía ella de la casa antes que la avispa, y yo me quedaba dentro, riéndome. Cómo podían darle miedo las avispas si no le temía a nada. Se encontró una culebra bajo los tiestos de la cocina y ni gritó. Con esos movimientos suyos tan rápidos la mató con un palo, de varios golpes. Y las ratas, y los zorros, y los murciélagos grandes que a veces dejaban cagadas sobre los muebles. Nada. Ni se inmutaba. Pero cuánto miedo tuvo luego, cuando llegó su hora. Aunque cada vez estoy más seguro de que su miedo era por el mío. No se me van los calambres de las piernas ni el bulto de la encía. Llevo demasiados días comiendo conejo seco y patatas medio asadas. Esta postura no es buena, ni este aire. Cada vez me cuesta más trabajo llegar hasta aquí, el camino no está hecho para el paso de mi propio tiempo. En realidad no hay camino. Yo he inventado una manera temeraria de llegar hasta estas rocas desde donde todo se divisa y nadie imagina el secreto. Si un día no puedo volver, no sabrán encontrarme.

 

 

 

Enrique vive encima del bar. Desde el interior oscuro de su local, unas escaleras de madera suben hacia el primer piso. Los techos son bajos, dan sensación de agotamiento, pero el interior es cálido. Enrique ha quedado con Nadia allí arriba y ha dejado la puerta del bar abierta. Sobre las siete de la tarde, con un sol tardío que alumbra de naranja el dorso de sus manos, Nadia atraviesa la puerta del granero. Sorbe el olor a queso viejo y a vino mientras oye el ruido de sus botas. Imagina animales, mayormente roedores y arácnidos, durmiendo en las esquinas, tras las mesas plegadas y las sillas. No se mueven, sus ojos no brillan. Probablemente no existan. Agarra fuerte la escalera y sube. Cuando su cabeza emerge por el hueco siente que ha entrado en un mundo distinto a todo lo que recuerda.

Enrique la está esperando en una especie de sofá pequeño, o de sillón grande, y fuma en pipa. Tiene un libro en las rodillas pero Nadia no alcanza a verlo desde el agujero. La casa es un único espacio que ocupa toda la planta, una alfombra de pelo claro tapa la mayor parte del suelo, y las ventanas, las vigas y los muebles son de madera oscura. Nadia se encarama y se pone de pie, con solo alzar un poco el brazo a unos centímetros de su cabeza tocaría las vigas. Le gusta, acaba de entrar en la madriguera de un hombre desconocido de cuya intimidad no podía imaginarse el orden. Observa: en una esquina, bajo una ventana, hay una pequeña cocina y parece que el techo sube un poco en ese sitio, probablemente Enrique tenga que andar agachado por el resto de la casa. La cama, una tarima en el suelo, con un cabecero tallado, el armario, las dos sillas y la mesa baja con la superficie de mármol, todos son muebles singulares, antiguos, de buen gusto, robados de alguna parte, no nacidos para esa buhardilla. Nadia muestra asombro mientras mira alrededor, y Enrique efectivamente se acerca a ella con la cabeza un poco inclinada y los hombros encogidos. Gigante de madriguera.

La mujer se fija por fin en el motivo de su visita, la pared de atrás está cubierta por hileras de libros. La estantería es como un árbol: ni las baldas ni las maderas que las atraviesan están limadas, son ramas con nudos y círculos de edad, es como si hubieran construido el hueco para los libros dentro de un árbol centenario en vez de sacar de él madera para unos estantes. Enrique toca suavemente el hombro de Nadia en señal de bienvenida. Se acerca a la pequeña cocinilla y desde allí le pregunta si quiere un té, alguna otra infusión o un café, pero Nadia dice no, gracias. Entonces tengo algo que creo que te gustará más. Qué es. Ron. Un ron artesanal que me traen. Eso sí, perfecto, nunca he tomado ron artesanal. Enrique saca de la alacena dos vasos cortos y una botella que contiene un líquido turbio y dorado y cuando pone la botella encima de la mesita Nadia se da cuenta de que el oro del ron acaba de sustituir al sol, ya desaparecido en el horizonte. Tiene calor y se quita la chaqueta y una rebeca gruesa que lleva debajo. Queda con una camisa de tela sin botones ni cuello, con las mangas abombadas en las muñecas, blanca. Se sienta en un cojín de cuero que hay junto a la mesa, en el suelo, con las piernas cruzadas. El ron es fuerte, grueso, pica en la garganta y abrasa el estómago, pero sabe a canela; quizá demasiado. Ella bebe de un sorbo, pero él saborea los bordes del cristal. Cuando ambos han bebido, la estancia se alarga y se ensancha. Nadia se siente cómoda aunque no han cruzado aún palabra acerca de nada en especial. Gracias, está bien, es fuerte, ¿estás ahí cómoda?, sí, muy cómoda, empieza a desaparecer el frío, desconfía del aire, cosas así. ¿Tienes tabaco? ¿No quieres probar la pipa? Con dedos amarillentos saca tabaco de una caja y después de limpiar la pipa la rellena de nuevo con delicadeza.

Desde donde está, Nadia puede ver los libros perfectamente, hay muchos volúmenes dentro del árbol. ¿Todos estos libros vinieron contigo? No todos. ¿Puedo mirarlos más de cerca? Bueno, para eso estás aquí. Claro. Allí sentada, bebiendo ron, frente a un hombre que solo guarda un leve parecido con el hombre rudo que da palmadas en la espalda de Martín y parte el queso en trozos desiguales haciendo que se desmigue sobre la barra, la situación se desmorona. No es magnetismo ni confianza súbita ni el recuerdo de ningún amante, familiar o amigo; es tan simple como empezar desde el principio, la historia comienza hoy. Hay que tener un especial cuidado y al mismo tiempo tiene que parecer que se está solo, que el otro es invisible.

Nadia se levanta y se acerca a la librería cuando Enrique le ofrece la pipa que acaba de rellenar y unas cerillas largas y gruesas. Consigue encenderla y chupar a la primera y con la pipa caliente en una mano, concentrada en aspirar cada tanto para no gastar muchas cerillas, va observando los libros mientras Enrique guarda silencio. De espaldas, él ve que la camisa de Nadia se ajusta al cuello y a los hombros y luego se ensancha un poco, aliviando las costillas, para volver a apretarse las costuras en el talle. Busca la abertura, un botón redondo, una perla, en el cuello y a un costado una cremallera. Ese botón de la nuca es el único rasgo de feminidad que ha encontrado en ella, ni siquiera cuando vio a Elena despojarla de sus ropas imaginó la posibilidad del nácar brillando en alguna parte de su cuerpo. Entiende que Nadia considera sus libros como una cita y sirve más ron, porque las citas necesitan condimentos para desarrollarse.

El corazón de Nadia late un poco más fuerte mientras investiga los títulos sin tocar ninguno. No esperaba nada de esto, por lo que cualquier cosa iba a sorprenderla, pero la colección la deja abatida, no sabe por dónde empezar. Intenta memorizar nombres de autores y títulos, los diferentes géneros y temáticas, hay clásicos, libros divulgativos que le dan pavor y muchas mujeres, lo que le extraña. Está a punto de darse la vuelta y preguntar qué hacen allí libros como las
Confesiones
de Tsvietáieva o la
Obra poética completa
de Rimbaud, pero sabe que cualquier biblioteca es un misterio y a la vez una huella digital engañosa. Por otra parte, no quiere decantarse por ninguno porque no se atreve a descubrirse. Ella, en realidad, va a empezar a leer por primera vez. De qué sirve todo lo que ha leído antes o de qué le ha servido, y a la vez lo que lea a partir de ahora será lo último, por lo tanto lo más definitivo y lo menos importante. Le da miedo. ¿Los has leído todos?, pregunta él. Nadia se relaja y se sienta de nuevo en el cojín, sin haber acariciado ningún libro. Le devuelve la pipa. ¿Y tú? Algunos no los he leído nunca, otros solo los he leído una vez y muchos no los recuerdo, lo suficiente para que una biblioteca sea útil. Mirándolo a los ojos, ya cansada de tanto comienzo, Nadia le confiesa que no se imaginaba encontrar libros en el pueblo. Ni a nadie como tú, añade. Enrique no se inmuta. Ella sigue: tampoco pensé que tendrías estos muebles en tu casa, ¿de dónde los has traído? Algunos han ido llegando poco a poco, pero otros estaban ya en este lugar. No en esta casa, en otras. Esta mesa, por ejemplo, pertenecía a la casa donde vives tú ahora, la casa del boticario. Pero antes de que Nadia pueda preguntar algo más acerca de eso, Enrique le da un libro, el que estaba en sus rodillas cuando ella llegó. Creo que puedes llevarte este:
El Imperio
, de Ryszard Kapu´sci´nski. Has elegido por mí; alza los ojos, se encuentra con los de Enrique y sonríe, gracias. Nadia tiene arrugas alrededor de los ojos oscuros, múltiples y finas arrugas de las que solo se conserva una cuando está seria, un imperceptible recorrido de la risa o el llanto. ¿Puedo preguntarte por qué este? Ahora es Enrique el que se relaja en el respaldo del sofá e inclina la cabeza, los huesos anchos de su mandíbula, para hacer como que piensa. Porque acabas de llegar y porque es un libro fácil que dice algunas cosas interesantes, a pesar del tono maniqueo o sensacionalista. A lo mejor no te gusta, es un periodista polaco que murió hace años, un observador de los de antes al que luego tacharon de tramposo efectista; no creo que sea un gran libro, pero puede hacerte sentir bien. Porque tú crees que yo me siento mal, ¿no? Enrique mueve las cejas gruesas. A pesar de lo rígido de su conversación, nota que Nadia intenta desviarse constantemente hacia lo importante y se siente incómodo. Le dice: pregúntame lo que quieras. El silencio que se crea después les hace pensar a ambos que no saben quién ha dicho esa frase, quién de los dos debe preguntar algo. El abanico es demasiado amplio, Nadia abandona y se enfurece de nuevo con lo cotidiano. ¿Qué quieres enseñarme con este libro? ¿Es un libro sobre… política? No, claro que no. Este libro se publicó cuando interesarse de verdad por la política ya no era una opción, mucho menos una responsabilidad, porque para interesarse de verdad por semejante abstracción había que ser economista. Mira pensativo las vetas del mármol, el dibujo de la corteza de la Tierra. En realidad, hubo una oportunidad de agarrarse a ella, pero en esa época yo solo tenía edad para el sexo. Aun así, me comprometí con algunas cosas, pero me aburrí pronto. Este libro habla de historia, de gigantes muertos o de los viajes de un periodista. Alza la cabeza para darle el turno a Nadia. Ella observa su cabello, veteado de canas como el mármol, cortado a trasquilones que se ondulan en las sienes. Es todo mucho más sencillo. Hunde sus dedos en las palmas antes de hablar. Pues yo solo me he interesado de verdad por el arte. Por mi arte. Pintaba, esculpía. Es arcaico, ¿verdad? Consagrar una vida al posmodernismo haciendo lo que ya se hacía en el Paleolítico. Eso he hecho, una inútil prolongación de la pintura rupestre. He huido del dolor que da la familia y de la complicación del amor, y al final del absurdo he abandonado el arte para darme cuenta de que la única cosa que me importa es la hoguera que han dejado en mí el dolor de la familia y la complicación del amor. Aunque esto dicho en este lugar no tiene ningún sentido. Enrique mueve otra vez las cejas: ¿has venido aquí a tener hijos? Nadia no sabe si hay ironía en el tono de voz o si hay desprecio. Enrique ha dejado abierta la boca tras la pregunta y puede verle los dientes blancos y magníficos. A veces Enrique parece un hombre viejo y simple. A veces todo lo contrario. Con las pupilas dentro del ron, Nadia habla con la saliva dura, la maternidad contiene lo más desgarrador del ser humano: el amor y la familia. Después de decirlo teme estar hablando con un loco. Él pronuncia las palabras lentamente, quieres tener hijos, entonces. ¿Hasta cuándo pensáis quedaros? Nadia nota un aguijón en el estómago, por primera vez se siente juzgada de verdad, levanta los ojos desafiante y contesta, no vamos a irnos, nos quedaremos hasta el final. Enrique la escudriña con una mirada tierna e incrédula: ¿qué final? Y ninguno de los dos dice nada más hasta que la habitación se llena de un frío insoportable; por el ventanuco que hay encima de la cocina entra un viento ruidoso que llega hasta ellos y barre las siluetas del humo en el aire.

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