Por si se va la luz (11 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Ya diviso el puente curvado de piedra, solitario. Ese puente es paz y vértigo, no estoy preparada para cruzarlo todavía. Es algo que lleva a otra parte, aunque esa otra parte es perfectamente visible, un ancho valle salpicado de árboles y crecido de hierba fea y matorrales. Haría falta un día entero para atravesarlo. Me doy la vuelta y me dirijo hacia la casa de Damián por el estrecho camino de ovejas. Tengo prisa. Imagino que Damián está sentado en su jardín, rodeado de frutales. Como un abuelo sabio y tierno alarga la mano para ofrecerme un cuenco lleno de ciruelas. Pero no hay ciruelas ni abuelo en la puerta, la casa está cerrada también. ¿Todavía duerme? Es imposible, es mediodía. Desde el membrillo miro hacia el puente y más allá, y veo una aglomeración de nubes bajas y oscuras que se acerca. La lluvia. ¿Es posible la lluvia? ¿Existe? Lluvia, sol opaco, viento, granizo, frío escarchado. Todo eso es el invierno. ¿Estamos en invierno? Pienso en mis abrigos entallados de la ciudad, aquellos que he dejado colgados en mi armario, los impermeables rectos, la belleza de la ropa que no sirve para librarte de la climatología, quizá alguien se los haya llevado. ¿Por qué dejamos nuestra puerta blindada a cal y canto, por qué cerramos bien los cristales de climalit de las ventanas de nuestro octavo piso? ¿Es que importa que alguien esté viviendo allí dentro ahora mismo, calzando mis zapatos de tacón, los que utilizaba para las inauguraciones, mi ropa interior de fibra sintética que me provocaba picores o el armario de los cosméticos lleno de cremas fabricadas con esencia de placenta y quizá de fetos? Nada de eso importa, pero me resisto a pensar que han invadido mi vivienda, que han utilizado mis cuadros para hacer fuego en medio del salón. ¿Funciona todavía el ascensor? ¿Y mis vecinos, resistentes esnobs que apenas salían de sus casas, qué ha sido de ellos? Estoy segura de que me equivoco. Pienso que mi marcha ha acelerado el proceso y quizá no ha sido así, todo sigue latiendo a sesenta pulsaciones por minuto, a lo mejor ahora el ascensor funciona otra vez las veinticuatro horas y los camiones de la basura pasan cada noche en lugar de una vez por semana.

Aquí no hay nadie. No sé dónde está Damián, ni Enrique. No sé dónde están mis padres. Ni mis amigos. A la mitad de ellos los veo sobreviviendo a base de drogas legales y a la otra mitad de drogas ilegales. Pero estoy segura de que todos conservan la esperanza, no intacta, sino fortalecida por el ánimo básico de la supervivencia y la frivolidad. Mis padres. Desaprobaron mi marcha, aunque siempre lo desaprobaron todo, nunca estuve tan cerca de ellos como para hacerlos de verdad felices. Mi padre guardó un silencio agrio y escéptico y mi madre lloró durante días, lo sé. A lo mejor todavía llora. Ella al menos de forma instintiva confía en mí, en algo que hay dentro de mí que salió de ella; él asumió con patética amargura su permanente infelicidad y la permanente ineptitud del género humano. Si estuvieran juntos podría desembarazarme de sus corazones huecos, pero viven separados e ignorantes. Desde este páramo soy consciente de mi propia ignorancia y de mi propio corazón hueco, pero eso no me salva de la culpabilidad, ni siquiera creo ya que la ignorancia sirva para sobrevivir. Sé que ambos esperan un dictador que lo arregle todo, que ponga en orden las necesidades básicas con las que ellos se criaron, nunca han llegado a entender que la política no existe desde hace mucho tiempo y que es otra cosa mucho más profunda la que se ha desbaratado.

Me siento sola, las nubes han avanzado rápido y están sobre mi cabeza. Llego a la plaza del pueblo donde todo se ha ennegrecido. Hace tanto tiempo ya, que al escuchar el sonido renqueante de un motor siento miedo. El ruido viene del camino que baja hacia esas otras casas lejanas donde también vive gente. En vez de quedarme quieta en medio de la plaza, esperando a ver quién llega, corro a meterme en la iglesia. No hay nada aquí, nidos de pájaros en las esquinas del techo, todos vacíos ahora mismo. La sencillez del templo me apacigua. Imaginaba una iglesia saqueada por el tiempo y los enemigos, pero solo encuentro un lugar pobre y lleno de polvo, con varias hileras de bancos de madera y al fondo un altar presidido por una cruz sin imagen, una cruz de hierro negro, alta y clavada en la pared, levantada sobre la mesa de los oficios, sin telas, desnuda y llena de carcoma. El techo es lo suficientemente alto como para que en algún momento cupiera la espiritualidad, ahora es lo suficientemente alto como para que los pájaros que habitan dentro vuelen a sus anchas. Las ventanas redondas que hay en los laterales salvan al edificio de la completa penumbra.

Ha empezado a llover y no sé si es una fiesta o una amenaza, pero bajo el sonido de la lluvia escucho un motor pararse en la plaza y me asomo a la puerta, escondida. Tienen que ser los portadores. Una furgoneta blanca, vieja, expulsa humo negro por el tubo de escape, el conductor no ha apagado el motor. Hay dos personas sentadas en la cabina y una de ellas abre la puerta y salta al suelo. Es una mujer gorda, de pelo negro atado en la nuca, vestida con ropas de colores y sucia. Su tez oscura y brillante de grasa está iluminada por dos ojos burlones. Grita algo al conductor acerca de la lluvia y puedo ver que uno de sus dientes es de oro. Son gitanos. El hombre es igual de grueso que ella, deben de ser marido y mujer aunque podrían ser hermanos. Tiene un perfil redondeado y prominente, su oreja está enterrada en un pelo también negrísimo veteado con canas. Al carcajearse, la barriga hinchada, apoyada en el volante, tiembla como un flan. No sé cómo no se me había ocurrido antes, los porteadores son gitanos, no hay más remedio de que así sea, nos llevan tanta ventaja ahora. ¿Ahora? Mi ingenuidad me da asco. Miro la escena tras un manto de agua, pero distingo bien las formas. La tierra de la plaza empieza a convertirse en fango y un poco de ese barro acuoso se extiende hasta mis pies, no quiero moverme para que no me vean. La mujer, de pechos inmensos bajo la tela ya mojada, va a la parte de atrás y abre las puertas, empinándose, se mueve con agilidad y blandura, sus anchos brazos alzados son canales por donde el agua llega hasta su cuello y grita y maldice entre risas. Ahora no puedo verla porque la puerta abierta de la furgoneta me lo impide, solo veo sus tobillos de gran diámetro y el borde de su falda chorreando. Pienso que estará sacando cajas, material, para ¿dejarlo en medio de la plaza?, no tiene sentido pero, cada vez con más dificultad por el agua que espesa el aire, descubro que son dos figuras nuevas las que bajan del camión. Entonces estoy a punto de esconderme porque me he asustado de verdad. ¿Por qué? ¿Qué tiene esto de extraño? Es como si yo ya no estuviera acostumbrada a ver gente. Ahora una persona lo es todo. Cada ser humano condiciona mi vida para siempre.

Del camión han bajado dos personas como quien baja de un tren en época de guerra. La mujer gorda abraza bruscamente a una de ellas, también una mujer, y luego grita algo a la otra, que es una niña. Estoy a punto de caerme al suelo, ¡he olvidado a los niños!, aparto la vista de la plaza y me recuesto tras la puerta de la iglesia, tengo que coger aire para respirar. Lo normal sería que saliese ahora mismo bajo la lluvia y me acercase a ellos y dijera mi nombre, hola, soy Nadia, tengo treinta años y vivo en la casa del boticario con Martín, quiero pescado, quiero que me traigan pescado la próxima vez para prepararlo al estilo japonés; pero no hago nada de eso. Soy una espía. Miro hacia afuera, con cuidado de no moverme demasiado, como los buenos espías, y el camión ya se ha ido. Las dos nuevas figuras se alejan y cruzan la plaza, la niña, por su altura debe de tener unos ocho o nueve años, se cubre la cabeza con una mochila para protegerse. Una niña rubia. La mujer a su lado, con un abrigo de paño marrón, arrastra con decisión una maleta pesada porque conoce el camino de memoria. Ella no se cubre, su pelo largo y oscuro brilla con el agua. Es Ivana, lo sé, y al pensarlo tengo ganas de gritar: ¡Ivana! Cuando desaparecen me quedo sentada en el suelo de la iglesia, sobre un manto de excrementos de pájaros. Voy a descansar.

Dentro de poco empezaré a tener hambre. Puedo esperar, darles tiempo a que hagan el intercambio y luego acercarme al bar. El ruido de las gotas rompiéndose ahí fuera y sobre el techo de la iglesia me adormece. Ha parado. La lluvia ya no está, ahora solo suena alguna que otra gota rezagada. Por una de las ventanas redondas sin vidrieras entran dos pájaros negros. No me asusto, estoy aquí sentada en el suelo y ellos vuelan alto, en círculos, hasta que se meten en un nido. Me asomo otra vez, con cuidado, como si una jauría me esperara en la plaza, pero ni siquiera se conservan las huellas de las ruedas del camión, la lluvia lo ha borrado todo. Tengo frío.

Mi corazón se encoge porque veo a Elena aparecer por el lateral de una de las casas, viene del camino de abajo. Camina mirando al suelo, muy despacio, nunca imaginé que su esqueleto fuera capaz de la lentitud. No hago ademán de esconderme porque la bruja desprende un cansancio inofensivo. La lluvia la ha mojado y el pelo gris se le pega al cráneo ahora indefenso. Si no fuera tan vieja parecería una adolescente deprimida que regresa a casa en contra de su voluntad. Me doy cuenta de que no va sola, bajo cada brazo lleva inmovilizado un animal: un gallo y una gallina, escuálidos, con el plumón chorreante. Me rindo. Vuelvo a mi posición; la penumbra de la iglesia me engulle. Quiero salir corriendo pero obviamente no tengo fuerzas. Estoy escondida en una iglesia vacía llena de pájaros, desde donde he visto llegar un camión conducido por una pareja de gitanos gordos que nos traen provisiones y del cual han bajado una niña y una mujer de la que me creo capaz de adivinar el nombre. Luego ha cruzado la plaza Elena, acompañada de dos pollos mojados. Siento los dedos de los pies húmedos y doloridos por el frío y la parálisis, y me quito las botas y los calcetines. Me veo las uñas pintadas de rojo y eso me hace sonreír, recupero un poco de calor, y la sonrisa finalmente se convierte en un llanto nervioso al que me entrego. Ahora mismo querría estar en un restaurante oriental de franquicia, diseñado en tonos negros y rojos, y clavar los palillos en el sushi mientras mi sádico amante, al que echo de menos, diserta acerca del cine anglosajón. Todo ha pasado de moda.

 

 

 

Ivana llega a su casa y abre la verja. Primero deja pasar a la niña y luego mete su maleta y cierra tras ella. El agua torrencial ha dejado marcas de pintura negra bajo sus ojos. Esta es nuestra casa, intenta decir bien alto, pero solo le sale un hilillo de voz de ratón. Carraspea. La niña no se inmuta, mira hacia la puerta, tiene frío. La mujer busca las llaves dentro del bolso enorme que lleva colgado. La madera alrededor de la cerradura se ha hinchado y le cuesta abrir, empuja con el hombro. Entran. Todo está oscuro y huele mal; Ivana, sin quitarse el abrigo pesado por el agua, descorre cortinas y abre ventanas y contraventanas para ventilar. Trastea en la caja de fusibles y enciende las luces, comprueba que funcionan. Luego va a la cocina, gira unas llaves oxidadas bajo el fregadero y los conductos del agua hacen ruido, blop blop, lentamente se ponen en funcionamiento y un chorrito sucio cae en la pileta.

La niña está en la salita de la entrada, sin quitarse el impermeable que gotea. Abre la cremallera de su mochila y mete las manos ahuecadas; pronunciando unas palabras mágicas y tiernas, saca de la bolsa una cría de gato, ya destetada, que se acurruca en su regazo. Desde el fondo se oye el ruido de Ivana, subiendo persianas y abriendo cajones y armarios. Le dice a la niña, ¡Zhenia!, ¿no quieres venir a ver tu habitación?, y la niña obedece, con el gato en los brazos. La casa no es grande, las habitaciones están decoradas con descuido y a base de muchos colores; aunque el mal olor aún no ha desaparecido, el lugar acoge. Zhenia se asoma al cuarto que Ivana le señala con sus uñas largas, debajo de la manga de su abrigo tintinean pulseras. No es un dormitorio en sí, es una pequeña estancia donde hay una especie de diván con muchos cojines, un baúl y una mesita redonda con una lámpara encima. La mujer entra en la habitación mientras la niña mira inexpresiva desde la puerta y acariciando al gato. Ivana da una vuelta sobre sí misma, como para agrandar el espacio entre las paredes, enciende la lámpara, pero la bombilla está fundida, rápidamente la desenrosca y se la mete en un bolsillo, luego empieza a sacudir los cojines llenos de polvo, los hilos sueltos se le enganchan en las uñas. ¡Entra, Zhenia, aquí vas a vivir! Intenta comportarse como una madre, pero la niña no se mueve, asiente un poco con la cabeza y se queda mirando la bola de pelo gris acostada en su antebrazo. La ventana da a la parte de atrás y enseña unos huertos inertes y un valle. Ya no llueve. Ivana va a la salita, coge la mochila del suelo y la lleva a la habitación. Observa el baúl, lo abre y suspira, está vacío. Sus movimientos son histéricos, suda bajo el abrigo pero tiene las manos y los pies helados. Mira, Zhenia, este será tu armario, aquí puedes meter tus cosas. La niña por fin reacciona. Aunque su pelo es rubio, las finas cejas, las pestañas y las pupilas son oscuras. Se sienta en el borde del diván y deja el gatito sobre uno de los cojines, desperezándose. ¿Dónde va a dormir él? Él también necesita una cama. Puede dormir contigo, dice Ivana, nerviosa, le tiembla la voz, el viaje ha sido muy largo. La niña la mira a los ojos y hace una mueca: no quiero que duerma conmigo, creo que debe tener su propia cama. Ivana intenta comportarse como una madre, pero no sabe qué hacen las madres cuando llevan a sus hijos a sitios desconocidos e inhóspitos de donde probablemente no salgan jamás. Mete las manos en los bolsillos del abrigo y sus dedos chocan con la bombilla polvorienta, la acaricia. Pero Zhenia no es su hija.

Se queda mirando por la ventana, la extensión verde opaco que se aleja, intenta reconocer algún árbol o algún sendero pero todo está enmarañado, el regreso es opresivo. Echa de menos su propia habitación, la cama grande donde tantas veces ha dormido, y sale, dejando a la niña con el gato. Solo tiene que cruzar el pasillo y meterse en el cuarto que hay enfrente, lo hace en dos zancadas y desde allí le dice, me parece buena idea que el gato tenga su propia cama, búscala, utiliza lo que quieras, y se derrumba bocabajo sobre el colchón. La colcha está fría y los ácaros la hacen estornudar, pero su cuerpo, echado en la cama, con las piernas abiertas y la mejilla aplastada, comienza a sentir algo, cierra los ojos y el cansancio se va acercando poco a poco, sabe que debería sacarse el abrigo de encima, pesa y está húmedo, pero no quiere moverse, o no puede, ya ha llegado, intuye que este es el último viaje, aunque tampoco quiere pensar en eso porque otras veces se equivocó, oye el sonido del grifo abierto en el fregadero y le angustia que se acabe el agua o que todo se inunde y la niña y el gato sarnoso salgan flotando por la puerta de atrás, la de la cocina, y se alejen por el valle, debajo del puente, hacia el lugar desde el que han venido. El rostro de Enrique, su pelo canoso y largo, se le aparece junto a la mejilla aplastada, la boca doblada tiene baba encima de los labios, se tranquiliza y se hunde en la fatiga, pero una de sus manos, todavía en el bolsillo, encierra la bombilla fundida y lo único que es capaz de hacer, en vez de levantarse a cerrar el grifo o gritarle a Zhenia que lo cierre, es apretar el fino cristal fuertemente entre los dedos, hasta que suena un chasquido y la bombilla se rompe, tiene las manos tan frías que no nota el dolor, aunque se esfuerza y saca por fin la mano del bolsillo, le cuesta trabajo por la postura, el brazo se estaba quedando sin circulación al estar torcido bajo su cuerpo. Suspira profundo y se incorpora, hay un par de astillas de cristal clavadas, una de ellas en la palma y la otra en la yema del dedo índice, muy cerca de la uña. Tiene las uñas rotas. Ya no oye el agua corriendo, sino a Zhenia hablando en susurros en su idioma con el gato. Parece que le riñe, no le habla con ternura. Quizá se haya meado encima del diván, o sobre su vestido. A Ivana no le importa lo que ocurra. Con la mano sana, apoyándose en la cama con los codos, saca los dos cristales y sacude los que se le han quedado pegados. Luego observa la sangre, unas gotas lentas y muy espesas, y las chupa. Primero lame la herida de la palma de la mano y después se mete el dedo cortado en la boca, sorbiendo la sangre, y se desploma en la cama. Cierra los ojos y duerme.

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