Por si se va la luz (26 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Tienes razón, no sé para qué te traje aquí. Debería haberte dejado en la ciudad con tus amantes. Allí eras mucho más feliz. Martín dice esto cuando ya ha apurado el último sorbo de vino tinto, está de pie en medio de la habitación y no ha alzado la voz; la luz de las velas lo hace parecer más alto de lo que es. Quiere irse a dormir, está cansado, pero Nadia rompe a llorar de nuevo, esta vez con histeria, como si las palabras que el otro ha pronunciado fueran algo definitivo. Ha perdido el control, no le contesta, no se justifica, solo llora con una mueca terrible y se levanta del sillón y se acerca descalza hasta él, alza los puños y los lanza sobre el pecho del hombre, que recibe los golpes sin inmutarse al principio, perplejo por la desesperación de ella y sin fuerzas para doblegarla o consolarla, también él cree haber perdido el dominio de sí mismo aunque sabe que a veces estos momentos se dan entre la gente que se ama, pero ya no alcanza a saber por qué empezó todo, quién es el culpable, cuando explota el desasosiego la porquería que lo inunda viene desde muy lejos, nunca del último hecho acontecido, Nadia pelea contra él y sus brazos alzados golpean con flojera, nadie aguanta tanto llanto seguido, menos que nadie ella, que seguro no recuerda por qué está llorando, exactamente por qué. Abatida, cae al suelo, a los pies de Martín. Él sigue en la misma postura pero apoya una de sus manos sobre la cabeza de Nadia, su pelo es sedoso a pesar de la ira, parece que la sujeta por si pierde el equilibrio, ella musita creo que tengo fiebre y él desliza su mano hasta la frente, tiene la cara ardiendo pero no es de fiebre, Nadia siempre cree que tiene fiebre después de llorar o de discutir. Parece que todo ha terminado pero ella hace una última pregunta a pesar de que él no ha respondido a ninguna de las anteriores, ¿vas a irte a vivir con ella? Los pulmones de Martín se repliegan como dos alas mojadas. ¿Cómo has dicho? Se agacha, se arrodilla enfrente de ella en el suelo, busca con la mirada primero las uñas pintadas de rojo en los pies descalzos y luego los ojos enterrados en las pestañas que a estas alturas son como patas de mosca ahogada en un charco. Ya no sujeta su cabeza con la punta de los dedos, ahora la palpa, le encuentra los huesos bajo la carne tibia, la mandíbula, la clavícula, Nadia está quieta y tiene la postura más dócil del mundo, respira avergonzada, ¿cómo has dicho? Lo has oído, le responde, a punto de recuperar su orgullo, pero Martín se adelanta y no le deja que recupere nada porque si no estarían perdidos otra vez y coge su cara entre las manos y con aliento de vino le susurra muy cerca de la boca, apoyando frente contra frente, súbitamente repuesto, con ganas de reír, no, no, no, cómo puedes pensar eso, jamás te dejaría, no quiero vivir con nadie que no seas tú, nunca he querido, ni antes ni ahora, ven aquí, eres todo lo que tengo.

Con el mismo chisporroteo de insecto muerto en la batalla, vuelve la electricidad a la casa del boticario. El ruido del motor del frigorífico poniéndose en marcha. Ha sido una falsa alarma, la luz no se ha ido para siempre, no todavía.

 

 

 

Siento que he crecido. La soledad, el acercamiento a la tierra me han hecho crecer. Es lo de siempre, no hay nada extraordinario en ello, le pasa a todo el mundo antes o después. Quizá a algunos solo les pase cuando están a punto de morirse, yo por lo menos he conseguido algo: crecer antes de morir y no sentir nostalgia por el pasado. Estoy en mis plenas facultades tanto físicas como mentales, es el mejor momento de mi vida. Ni siquiera pienso mucho en ello. No creo en dios, no creo en la ciencia, en la política, en la humanidad. Solo creo en mí mismo. He olvidado o desechado mis intenciones pueriles de escribir una tesis acerca de ¿qué? A veces acaricio o tecleo algo en la máquina de escribir pero es puro juego, puro pensamiento automático, el único que sirve. Me gustaría transmitirle esta sensación a la mujer que amo, pero es imposible, el camino ha de ser solitario. Nada de lo que diga al respecto de esto la haría sentirse igual que yo, en todo caso alumbraría sus propias debilidades. Así debe ser, cada uno en su trinchera. En la mía los muros son simbólicos, soy capaz de mirar al horizonte y no ahogarme en lástima.

Puede que Ivana me haya ayudado a llegar. Quizá no Ivana como mujer sino como idea. La presencia femenina ayuda al proceso de maduración si se traspasan los límites del movimiento de maternidad. Yo nunca he sido muy exigente en todo lo relativo al amor, conocí a Nadia y la quise a pesar de las dificultades de su corazón y de las diferencias que nos separaban; a través de ella aprendí a vivir acompañado y a recuperar los referentes de familia y hogar, tan erráticos en mi caso; mis padres eran mayores cuando me tuvieron y desde pequeño asumí que morirían pronto y que me dejarían solo, me centré en mis estudios y cuando llegó Nadia a mi vida me mantuve centrado en ellos, para mí era demasiado difícil seguirle el ritmo, me parecía suficiente tenerla junto a mí en las condiciones que fueran. Eso no significa que no haya luchado por nosotros, pero a lo mejor no en la forma en la que otros lo hubieran hecho. Le he permitido un basculante alejamiento durante todos estos años, luego invertí las fuerzas en traerla a mi lado y aquí está.

Después llegaron Ivana y Zhenia. Noté una admiración codiciosa de Zhenia hacia mí que provocó un efecto grandioso. Quizá es porque siempre me he sentido como un niño y lo que transmitían sus ojos cuando me miraban me convertía directamente en un adulto. No estoy acostumbrado a tratar con niños, mucho menos con niñas. Ivana me deseó desde el primer día y no solo me di cuenta sino que acepté el juego de inmediato. No estoy acostumbrado a tratar con mujeres, mucho menos con mujeres mayores que yo. El deseo de Ivana me confirmaba y me liberaba. Me deseaba con sus ojos verde hoja. A mí me gustan casi todas las mujeres pero seguramente por miedo o por apatía nunca las he considerado posibilidades. Ivana era una posibilidad real, fuera de todo límite. Nunca se pronunció al respecto porque para ella no había trato, ella experimenta el deseo y se hace con él en el momento en que puede, si esto ocurre es que el círculo vital se ha cumplido, si no ocurre no hay complicaciones, su deseo es como la fermentación, es algo químico que nada tiene que ver con la mente. No hay palabras, no sirve de nada negociar.

La primera vez tuve un gatillazo. ¿Estaba asustado por cometer una infidelidad, yo, que era un neófito, o por la implacable presencia de Ivana? ¿No estaba lo suficientemente excitado? Sí, sí lo estaba. Acompañé a Zhenia a casa y cuando llegamos Ivana la esperaba en la parte delantera, tomando algo. Había arreglado algunas macetas, desordenadas encima de la mesa, con la tierra de los tiestos recién removida y fresca. Bebía una infusión mezclada con alcohol. La niña estaba cansada y se fue a dormir rápido. Intercambiamos algunas frases y me senté en una silla de metal, la noche llevaba un viento seco y yo necesitaba anestesiarme la garganta, en aquella casa había una especie de tregua. No sé cuándo decidí quedarme un rato más.

El cuerpo de Ivana sobre su cama era obsceno, atrayente como cuando alguien deja una colilla aplastada encima de unas sábanas blancas. Su sudor me llegaba hasta el cerebro, me adormecía; es el olor de un mamífero, agresivo, sin matices, una cosa que te envuelve y te rinde, su sudor tiene la constancia de los olores íntimos, esos que solo olemos cuando estamos solos, que aspiramos en todo su candor desagradable para reafirmarnos, o quizá por instinto. Recuerdo que en las uñas de sus manos había tierra negra por haber arreglado las plantas, y ese detalle me emocionó, también había tierra en mis uñas a causa del huerto. Supongo que actué como un torpe, con violencia y nerviosismo, no lo sé, ella estaba tranquila, me había llevado hacia su habitación, hacia su cuerpo, y ahora se dejaba hacer, me espiaba, creo que esperaba con paciencia a que tras mis abruptos movimientos yo encontrara el lugar adecuado. La erección que dócilmente me había acompañado hasta esa cama, mirándola desnudarse sin pudor, enseñándome sus muslos celulíticos, contrastados la piel y los pezones, la piel y el triángulo de pelo en el pubis, rizado, hirsuto, su cabello negro de alga que parece una red sobre sus pechos y encima de las sábanas, esa erección me abandonó cuando quise penetrarla. No sentí vergüenza ni frustración, ni siquiera me sorprendió, mi corazón seguía agitado y doliéndome entre las costillas. Mi impotencia inicial parecía parte de su plan. Cuando un rato más tarde me masturbé con la cara enterrada entre sus nalgas, la nariz hundida en el culo dúctil y frío, y me corrí manchando mi propio vientre, ya me habían cautivado el poder de su carne, sus ojos verde hoja siempre abiertos, la serenidad del interior de su coño, su respiración quieta y babeante. Ivana es un lugar sin pensamiento, el sexo con ella es como el sexo con uno mismo, no hay barreras. No hay nada. Te hace sentir invencible.

No sé qué haré a partir de ahora. Dejaré pasar un tiempo. No tengo ningún lazo emocional con ella, pero la comodidad que me transmite, la irracionalidad de su entrega física y ese pequeño espacio que compartimos algunas veces los echaré de menos. Nadie había enjabonado nunca mi cuerpo como si fuera el suyo propio. Estar con Ivana significa que todo es posible, que el mundo es capaz de detenerse para que tengan sentido las moscas zumbando, las chicharras desgarrándose y el tintineo de las pulseras en sus muñecas, mientras nosotros dos, quizá yo más que ella, nos hundimos muy abajo, abajo del todo, donde solo hay luz y dientes.

 

 

 

Fui a buscarlo y lo encontré sentado en su sillón, mudo, pequeño. Me dio la sensación cuando pisé el suelo de su casa de que se me quedaban pegadas las suelas de los zapatos. Lo había ido llamando en voz alta desde fuera, por entre los árboles, pero no contestó, y cuando crucé la puerta guardé silencio e intenté acostumbrar la vista a la oscuridad. Su respiración era muy leve y su cuerpo tenía la quietud del peligro, pero no me asusté. Debía de haber pasado la noche en ese sillón, en algún momento del día anterior se habría sentado y ya nada más, no movimiento, no cotidianeidad. No estaba muerto, pero va a morir pronto, porque ha menguado el tamaño en poco tiempo. Me acerqué a él como si me acercara a un niño y me acuclillé frente a sus rodillas, buscando su mirada. Tenía los ojos cerrados pero no del todo, había una grieta en cada párpado por donde quizá viera sombras. También su boca estaba entreabierta y por ella fluctuaba un fino aire, en las comisuras de los labios se secaba un resto de saliva blanca. En las perneras del pantalón se secaba el orín. Puse una mano sobre la suya y sentí huesos. El calor que había dentro de la casa no lo penetraba, no había sudor, su dura piel no sé si llegaba a los treinta y cinco grados. Yo estaba asfixiado, como si mi mano fuera a quedarse pegada a la del viejo igual que las suelas de mis zapatos en las baldosas. Intenté despertarlo y no reaccionó. Entonces abrí las ventanas de la casa, descorrí las cortinas. La habitación estaba muy descuidada, quité las sábanas de la cama, recogí los vasos que había en las mesillas y la ropa tirada por el suelo. Damián es un viejo metódico, me puse nervioso al pensar que debería haber ido a buscarlo antes, tropecé con el orinal, lo derramé todo. Caí en la cuenta de que Nadia llevaba un tiempo sin visitarlo, encerrada en la casa del boticario, y Elena apenas sale de su cochinera.

Cuando hube ventilado la habitación y colocado sábanas limpias en la cama, lo cogí en brazos. Nunca había calculado el peso de un hombre, no llevé a hombros el ataúd de mi padre, no tuve en mis manos los restos de mi abuelo. Damián estaba vivo, por otra parte, así que pesaba menos de lo que la gente pesa en su propio entierro, su respiración se alteró cuando lo alcé y abrió los ojos un momento, sin oponer resistencia. Qué brevedad. Algo se ha ido de él. Ya en la cama, conseguí quitarle la ropa, los pantalones meados y la camisa sucia; lo dejé casi desnudo entre las sábanas, intenté que bebiese agua, los viejos se deshidratan fácilmente, a lo mejor no era su final sino la incapacidad de aguantar este verano, más largo y más pesado que ninguno. Su propia tierra no acabaría con él. Era importante que bebiera, pero el agua resbalaba a un lado y a otro de su cara rasposa. Cuánto cansancio en el rostro. Lo dejé en la cama, con la ventana abierta pero las cortinas echadas, para ahuyentar el sol. Ahora queda organizarlo todo. Hablar con cada uno. Otra vez turnos, cuidados, lo que haga falta, por si acaso sale de esta o por si acaso es el final, nunca se sabe con este viejo toro.

Yo no quiero morir así. Yo quiero palmar de un soplo, borracho perdido si es necesario, que nadie tenga que limpiarme el culo ni arrancarme los pantalones tiesos de orín, que baste con prenderme una cerilla en el cuerpo para quitarme de en medio. Está claro que no soy de la misma pasta que ellos, que mis viejos. Elena y Damián son dos bisontes, ya no hay carne tan recia. Lo malo de los bisontes es que tardan mucho en morir, tienen el corazón tan duro como el centro de la tierra, igual de caliente. En un papel olvidado por la niña sobre la mesa del bar, trazo las líneas para el cuadro de turnos, sin consultar todavía a los demás. Yo no soy ningún filósofo. Desde hace mucho tiempo, desde la quietud verdadera, desde mi propio envejecimiento, soy un simple ordenanza, a veces alcalde, a veces Cerbero. Nadie obedece a un filósofo y sin embargo a mí sí me obedecen. Nuestro pequeño ejército, mi única propiedad. Ni siquiera esa.

 

 

 

Se ata bien fuerte las zapatillas de lona. Es muy temprano, tanto que los pájaros duermen y no hay ninguna rapaz vigilando desde el aire. Revisa que se ha abrochado todos los botones del vestido limpio, que no hay ninguno cojo. El vestido no huele a agua enjabonada, lo ha sacado del armario, donde lleva años encerrado, y huele a cera derretida y a madera. Le queda grande, por el hueco de la sisa puede verse el elástico de un sujetador amarillento cuando alza los brazos para arreglarse el pelo enredadera y atarlo a la nuca. Ha preparado una cesta con huevos frescos y una bolsa de hierbas secas. Antes de salir, se sienta en el umbral de su puerta, con las piernas abiertas y la espalda recta. Fuma un cigarro negro, manteniendo mucho rato el humo en los pulmones y en el estómago, hasta que se le nubla la visión. Se cerciora de que no hay nadie alrededor de su huerto y de los corrales. Encaja la puerta y va camino abajo.

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