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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (28 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Enrique ha llegado con comida preparada y habla con Martín junto a la tierra sembrada, calibran el valor de lo que acaba de recoger, se agachan, deben de estar mirando el daño de las orugas en las hojas. Enrique tiene mucho miedo de que se muera Damián, creo que no quiere quedarse solo con nosotros. Estará Ivana para protegerlo, ella es mucho más útil que yo. Ha confeccionado una especie de pañales para el viejo con sábanas y toallas que lo hacen todo más fácil, a mí jamás se me hubiera ocurrido (yo me encargo de otras cosas, de sacarlo al sol y de oír sus historias de loco). Hagamos lo que hagamos, nadie está preparado para la hostilidad. Enrique se acerca al viejo y le habla, lo mira como si fuera su padre. Le habla como si fuera un niño, y luego me mira a mí. Desde lejos me hace una seña con la barbilla. Tengo entre las manos la camisa blanca y Enrique aparta la mirada al darse cuenta, aunque yo estoy sonriendo anchamente, pueden verse, estoy segura, mi úvula al fondo, la cavidad de mi garganta. Quiero que Enrique mire mi felicidad.

Enrique y Martín se van juntos. No le he preguntado a Martín adónde va, prefiero no saberlo, Martín, haz lo que te dé la gana, Enrique, Enrique, qué rápido te asustaste. Tengo a mi viejo, tengo mi camisa blanca con botones de colores, tengo el atardecer. Las moscas, las hormigas, los mosquitos que pronto me comerán. Bien, me rascaré hasta hacerme sangre, mi piel es del color de las ciruelas morenas.

 

 

 

Menos mal que estás aquí. Ivana se lava las manos una y otra vez en el fregadero que hay tras la barra del bar, frotándose con una pastilla de jabón. Ya se las ha lavado en casa del viejo antes de salir, las manos, los brazos, incluso se ha mojado las axilas y el cuello, pero es incapaz de desprenderse del olor ácido que se le ha quedado pegado a los dedos, lo siente profundamente agarrado en lo más alto de su nariz. Con las diarreas que tiene, no sé si será buena idea que pase la noche solo. Enrique sigue mirándola a través de sus pupilas un poco deshechas por el alcohol y repite: menos mal que estás aquí. Ivana hace un gesto de condescendencia con las cejas. ¿Has puesto los plásticos? Sí, debajo de las sábanas, no se los pongas nunca encima, le saldrán llagas. Estaba colaborador, ha bebido agua y ha cenado dos manzanas que espero que le corten el desborde intestinal. Siéntate aquí a mi lado, dice Enrique, toma tu vaso. Zhenia está afuera, en la calle, con su gato. Juega en el poyete bajo la bombilla encendida que hay colgada en la puerta, manosea al animal haciendo figuras con su sombra en la pared, parece de trapo. Cuando la bombilla se apaga coge al gato y se mete dentro, donde ya han encendido unas velas.

Ivana no se ha sentado junto a Enrique, le molesta cuando él intenta tratarla como si fuera su pareja. Se lo dice y él afirma que los amigos se sientan unos junto a otros para darse calor. Hace demasiado bochorno como para alimentarlo. Además, se siente sucia. Creo que quiero irme a casa a darme un baño, no consigo quitarme esto pegajoso con un poco de agua de fregadero. Ivana tiene los ojos verdes insensibles esta noche, todo lo contrario que Enrique. Zhenia se ha sentado en un taburete junto al hombre, en el lugar que este había reservado para la mujer. Tiene el gato apretado contra el pecho y de pronto lo tira al suelo como si le quemara. Seguramente le quema. Hace demasiado bochorno. Pero no te vayas sin cenar nada, hoy has tenido mucho trabajo con Damián. Come algo aquí, como hemos hecho nosotros dos, y luego nos vamos. Zhenia mira a Enrique con aprobación, a veces le gusta que los hombres vayan a la casa, que se queden hablando con Ivana mucho rato en el patio de delante o en el dormitorio, el murmullo la hace sentirse segura y puede dormir mejor. Ivana saca unas latas de debajo del mostrador y las abre, come directamente de ellas. Luego mastica un par de zanahorias crudas tras haberles raspado la piel y bebe un vaso de vino. Mientras, Enrique y Zhenia hablan sobre el artefacto de Nadia, que a la luz de las velas adquiere formas diferentes. Ahora está feo, ahora me da miedo, ahora es un espejo, va diciendo ella.

Enrique se ha acostumbrado a la presencia de la niña como si fuera una especie de sombra. Especialmente hoy debe estar en paz con todo, debe hacer las cosas bien, pues necesita el tiempo de Ivana para aliviarse de sus escozores, e Ivana en cualquier momento puede alejarse, irse a dormir, no dejarlo entrar en su casa. Si Ivana no lo recoge hoy, se beberá todo lo que le queda y mañana no llegará al primer turno con Damián, que es el que le toca. Pero todo está saliendo bien, después de cenar, los ojos de la mujer son menos vidrio y más del color de la zanahoria que se ha comido, entra en el terreno de la calidez.

Caminan los tres hasta casa de Ivana, Zhenia con el gato en brazos, amilanándole los instintos de caza, en la oscuridad se nota el movimiento de los roedores. La luz ha vuelto y la niña está contenta porque no le gusta leer junto a un cirio quemado; ellos le dicen que no se acostumbre y Zhenia se va a la cama sin despedirse. Pero al cabo de un rato sale del cuarto y se dirige hacia el porche delantero, donde la mujer y el hombre están sentados frente a la mesa con aspecto relajado. ¿Y qué haremos cuando se acaben las velas? No espera a que le contesten y vuelve corriendo, de un salto sube a su diván, agarra de nuevo el libro. Tarda muchos minutos en terminar una página, pero el esfuerzo de concentración la hace entrar en el sopor, olvidarse. Zhenia desaparece bajo el libro que apenas entiende, bajo la piel de gato, bajo el pequeño sudor de su cuerpo.

 

 

 

Pienso cosas tan fieras como esta: no quiero que se muera Damián. Tú me dirás, me lo dices con esos ojos de desprecio ahora mismo, como si fuera un niño, eso es amor, no es fiereza, no es debilidad. Llevo tantos años aquí que el recuerdo de mi otra vida, de toda la gente que me rodeó, de mi propia familia, ya es una nota lejana, una coincidencia; cuando llegué tenía otra edad para asumir la muerte de todos ellos, de la que no me enteraría con el pasar de los años. El acto de rebeldía que me hizo llegar a este pueblo desapareció hace mucho. Y estando aquí, mucha gente ha desaparecido, ya lo sabes, a muchos hemos enterrado y a muchos hemos despedido. Por qué ahora va a afectarme esto más de lo que me afecta todo lo que dejé atrás. No me han servido de nada los filósofos, y sé por qué te ríes, a quién le han servido. Pero en su día, cuando compré esa casa de la esquina, tan destartalada entonces, el granero que convertí en bar, y me encerré dentro a leer a Kant, a Schopenhauer, a Kierkegaard, descubrí, ayudado por ellos, una fortaleza en mí. Mi vanidad me comió, como siempre, y pensé cicatrizadas las heridas: yo no entendí nunca nada, no tengo cerebro suficiente para ello.

¿Me da miedo la muerte de Damián porque en ella veo la mía? ¿Me da miedo porque sé que no estarás tú cuando me muera, que Elena no pondrá sus manos sobre mi frente igual que no lo hace ya con Damián? ¿Qué tenemos que ver Damián y yo para que esto me afecte tanto? Nada, una garrafa de vino, las lombrices de la tierra, las preguntas que no nos contestamos el uno al otro. Nadia piensa que estoy matando a Damián de tanto hablar de su muerte, a ella nada de esto puedo confiarle. ¿Y sabes por qué? Porque ellos dependen de mí, tanto ella como Martín. Ella es reservada, pero él es una flecha: todo me lo consulta. Es llano como el valle de ahí abajo donde agonizan los últimos carneros. Los he ayudado desde el principio porque sentí la alegría egoísta de la curiosidad y de poder satisfacer algunas necesidades. Conversación, compañía, crueldad. Ponen su grano de arena, se hacen necesarios sin saberlo: él cultiva la tierra, ella da clases a tu niña, cuida del viejo. Pero no andan un paso sin preguntarme qué hay que hacer ahora. Y poco a poco me he convertido en el único que tiene trato con los gitanos, en el único que idea los diferentes planes de trueque. Los viejos siempre fueron necesarios. Damián tiene todas las frutas y Elena todo lo demás, que va siendo poco. Yo dirigía las operaciones, sabiendo que ellos dos no dependían de mí. Pero los jóvenes cuentan conmigo. ¿Crees que no, crees que es soberbia, impostura? ¿Crees que tengo pánico a envejecer? ¿Qué es lo que crees, aparte de que bebo demasiado, fumo demasiado, pienso demasiado? No hay nada que aborrezca más que una responsabilidad, y no hay peor cosa para alguien como yo que darse cuenta de que la tiene. Esto no es nostalgia. Tengo un hijo al que no conozco porque me escondí aquí precisamente para ello. No he visto morir a mi madre, a mis hermanos mayores, no sé nada de las enfermedades de los que fueron mis amigos, lógicamente mediados por el cáncer y los infartos, quizá algún accidente de tráfico o alguna sobredosis. Y ahora estoy encerrado en el lugar que me dio la libertad, asfixiado de miedo por la cercana muerte de un viejo que me cae bien y por la responsabilidad que siento hacia una pareja que cometió la misma insensatez que yo cuando tenía su edad. ¿O es de nuevo egoísmo, soberbia? ¿Es que no quiero ocuparme de los árboles de Damián cuando él no esté, es que no quiero cavar su tumba? ¿Es que detrás de él irá Elena y yo no he estrangulado a un pollo en mi vida? ¿Es que me da miedo quedarme solo contigo? No lo sé, Ivana.

Empiezo a estar inquieto por cosas más prácticas. Mira la luz, se ha ido hoy varias veces. ¿Crees que yo puedo arreglar el generador? ¿Y cuando eso ya no sea suficiente? En verano podemos vivir sin luz. Pero ¿y en invierno? La otra tarde vino Martín, rojo de nervios, a preguntarme qué íbamos a hacer cuando ya no saliera más agua de los grifos. Bah, Martín, le dije, hay muchos pozos, y en algún momento lloverá. No tengo ni puta idea de nada de esto. Por primera vez en años he tenido la duda de si debería marcharme con los gitanos, a donde me llevaran. Me miras con espanto y no solo por mi borrachera, ya lo sé. Tú has venido. Estabas allí y has venido. Supongo que esa es la única señal de la que debo fiarme, ya que no encuentro los hilos en mi mente, últimamente no soy capaz ni de leer, veo amenazas por todas partes, y la única amenaza proviene de mí mismo, de mi pavor. Y finjo. Finjo constantemente ante ellos. Ante los gitanos. Ante Elena. Cuando fui a verla para contarle lo de Damián y me dijo que no iba a hacer nada, y ese olor en su casa, y el gallinero sucio con los pollos gordos, y las hierbas amontonadas en la puerta, su pelo, sus dedos amarillos de nicotina, en realidad quise zarandearla, coger por los hombros a esa vieja y gritarle, no me dejes solo en esto, sal de tu locura. Claro que no la toqué, me bebí una infusión horrible a su lado y le dije que preguntaría por el tabaco cuando viniera la furgoneta y que nosotros nos ocuparíamos. De todos modos ella ¿qué iba a hacer? ¿Es que sirve de algo lo que haga? Bastante tenemos con sus huevos y sus patatas, sigue funcionando como una máquina. Pero me hizo sentirme débil, perdido.

Por las noches bebo y pienso que lo mejor sería que no estuvieseis ninguno ya. Que tú te hubieras llevado a la niña, que los cadáveres de cada uno de los viejos estuvieran pudriéndose en sus casas y que los gitanos no llegaran ya hasta aquí porque no hay nada que ofrecerles. Cuando eso sea una realidad quizá me reconcilie conmigo mismo y encuentre la forma de quitarme de en medio en silencio. Pero todo me aterra. Y he llegado, ahora de verdad, al momento en que no quiero saber qué está ocurriendo allá fuera. Quiero pedirle a Elena un último favor; sé que tiene algo para zanjarlo todo, estoy seguro de que yo no tendré la suerte de Damián, no me iré enfriando como la cera derretida, yo dormiré en el pozo agónico de los dolores, lo más parecido al infierno. No, no me acaricies, no me consueles todavía porque no he terminado y porque no me creo tus caricias, piensas que estoy comportándome como el ególatra que odias, pero hoy no pretendo, lo juro, llamar tu atención, hoy siento la desesperanza, si te hablo y te hablo durante horas a lo mejor puedo ver un poco de luz, convertir esto en un estado temporal, como tus dedos sobre mis rodillas y tu pelo como si fuera mimbre, mimbre negro. Sé tan poco, Ivana. Desde que llegó la pareja establecí este pacto conmigo mismo: la única manera de no volverme loco, de aprovecharme de ellos, es fingir que lo sé todo y no hablar. Tú sabes que nada sé. A lo mejor sabía y lo he olvidado. Estoy seguro de que sabía más cosas que no sé adónde han ido a parar, el conocimiento se congela.

La organización. ¿Qué sabemos de ella? ¡Nada! Vinieron aquí hace mucho tiempo, cuando éramos más. Venían con todos los permisos, que entonces hacían falta, y con toda esa asquerosa buena voluntad. Registraron las casas vacías, marcaron las que tenían más posibilidades de ser habitadas de nuevo, sin necesidad de grandes reformas. Calibraron, estoy seguro, cuánto tiempo nos quedaba de luz y de agua, cómo funcionaba esta tierra. Los viejos se quedaron espantados, yo no me creí nada: al principio pensábamos que repoblarían la aldea con gente afín a este modo de vida, con gente joven y fuerte y hastiada de la ciudad en proceso de destrucción. Algo así nos dijeron. A los viejos les dio pánico. Hubo insultos, escupitajos, amenazas, pero todo después de que se fueran, frente a la organización debimos de parecer unos trapos mal cosidos. No te sonrías, sabes que fue así, lo hemos hablado antes. De todas formas no vino nadie durante mucho tiempo. Casi nos olvidamos del proyecto. Luego, con el paso de los años, aparecieron unos cuantos que vivieron en las casas junto a la iglesia, apenas los recuerdo, no se relacionaban, eran imbéciles, acabaron yéndose. Y luego estos dos, en la casa del boticario. Los admiré, había algo distinto, un tesón, una desesperación, y supongo que yo ya acusaba esta losa solitaria. Ahora los veo tan confiados. Fuertes, convencidos, confían en sí mismos para salir adelante, es más, confían en mí para que los guíe. Incluso nos salpican con sus problemas matrimoniales. Tan distraídos están que desenredan y enredan sus nudos frente a nosotros, con nosotros. Tú al menos te has llevado tu parte, porque siempre fuiste un felino listo, la mujer más pragmática que conozco, Ivana, Ivana. Yo no he sido capaz. No quiero pertenecer más aún a ellos, no quiero que me pertenezcan, antes pensaba que acabarían yéndose como los demás, pero hoy podría jurar que no saldrán de esta isla en la que nos hemos convertido. Veré sus caras durante años si no muero antes, si ellos no mueren antes.

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