Por si se va la luz (31 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Por fin respiran con normalidad, poco a poco, y recuperan la temperatura en las manos y los pies. Martín descorre el cerrojo y abre la puerta, la luz de todos los días, ya hirviente, le destroza los ojos y lo hace feliz. Descalzo, solo con la ropa interior, sale afuera, rodea la casa, inspecciona su huerto y los alrededores, buscando un rastro, quizá encima del coche abandonado, quizá en el pretil de alguna ventana, pero no hay nada, no han dejado ni una nota, ni un aviso, no hay señales, es como si no hubieran estado, nada más las huellas de las ruedas en el camino, dentro de poco ni siquiera eso. Entra, decepcionado, y prepara una cafetera con los restos del café que les queda, muy poco. La carga hasta arriba y lo apelmaza con una cuchara. Mierda, dice mientras enciende el fuego. Nadia se queda en la cama mucho tiempo. Tarda en recuperar su momento canica.

 

 

 

Epílogo

 

 

 

Es un día de sol como todos los demás. A primera hora, una balsa de calima alta ha enturbiado el horizonte llano y los riscos, pero no tarda en desaparecer, la tierra hierve y todo lo disipa. Enrique sale del bar temprano, decidido a caminar hasta allí abajo. Hace años que no deja el pueblo, ni siquiera para bajar por el camino del valle, pero alguien tiene que hacerlo. Los gitanos no vienen desde hace mucho y, entre otras cosas, no quedan bombonas en casi ninguna de las casas. Los pantalones vaqueros resuenan cuando sus piernas los rozan al andar, la tela es demasiado gruesa, nada más cruzar la plaza ya se siente incómodo. Se ha puesto una camisa limpia que acabará encharcada en sudor. Su pelo, largo y gris, abrillanta en las sienes. No ha bebido. A su alrededor revuelan unos mosquitos diurnos y el bramido de los abejorros negros le cruza a veces de una oreja a la otra, el aire se ve sucio de tan amarillo. Intenta no andar muy rápido porque el camino es largo pero sus pies, metidos en unas bastas sandalias con hebilla, desgastadas en las suelas, no le hacen caso: o hace esto ligero o caerá al suelo, rodando de vuelta a casa. El filósofo no piensa y camina, menguado por el calor y el calvero. Ya ve la casa de Elena, solitaria y alta arriba del pueblo. Es demasiado pronto para hacer una parada pero quizá ella pueda decirle algo o darle de beber, termina de subir la cuesta respirando trabajosamente. Hay unos pollos sueltos, picoteando libres el suelo y caminando rítmicos, como ellos lo hacen. Arriba el pico y abajo, cloqueando. Hay una gallina dentro del huerto, pisoteado y seco. Hace tiempo que no viene a ver a Elena. La puerta de la casa está abierta y desde fuera se intuye la oscuridad, un revoloteo de moscas y de hormigas grandes a la entrada, los hormigueros no están sellados y se levantan como pirámides. Se asoma pero no entra ni pronuncia el nombre de la dueña; en medio del salón, un gallo se sobresalta, bate sus alas anchas y cacarea. Enrique se aparta de la puerta y da la vuelta a la casa. Los corrales están abiertos, los animales, dentro o fuera de ellos, se mueven con libertad. Los bebederos y los comederos están vacíos y manchados de excrementos. Enrique lo observa todo con cierta impasibilidad, se seca el sudor de la frente y se amasa la carne de la cara. No quiere pensar en el cuerpo de Elena tirado en cualquier parte porque sabe que eso no ha ocurrido. A su espalda lo nota. Está ahí. Se da la vuelta y pierde un poco el equilibrio al ver la imagen: en el poyete, junto a la mesa de las matanzas y los cubos de latón para los restos, Elena está sentada, con las piernas muy juntas y la espalda recta pegada al muro. Va vestida, pero parecería que no, su traje es una tela transparente igual que sus huesos. En su regazo descansa obligada una gallina flaca, los brazos de la mujer la atenazan inmovilizándola, y una de sus manos, dura de dedos y nudos, le acaricia el lomo y la cabeza, arriba y abajo, con fuerza y desprecio. Es el único movimiento de Elena, esa mano que acoge al pollo cerca de su vientre, no se sabe si para disfrutar de la cercanía del calor de la sangre o porque en breves momentos, quizá ahora mismo, vaya a partirle el cuello en dos. Elena mira al frente pero no tiene ojos, su cara está nublada por completo. Enrique se recupera y da un paso adelante para acercarse a ella pero rápido se detiene, inmovilizado como el ave, los ojos de la mujer no lo observan, seguramente no lo ven, son solo dos petrificaciones en medio del pelo largo, blanco y cosido al cráneo. Se da la vuelta otra vez, atraviesa la tierra sucia entre los corrales y las pocilgas, y coge el camino que baja, largo y torcido, hasta el terreno de los ganaderos.

Al ser un día de sol como todos los demás, Nadia ha decidido salir a dar un paseo. Es uno de estos paseos que a veces necesita, los paseos niña perdida. Deja a Martín apuntando en el bloc una lista de plantas, verduras, comida enlatada, comida seca, animales objetivo; sabe de memoria lo que hay y lo que habrá, pero hace continuamente inventarios. Lleva puesto el sombrero de paja y en un bolsillo de su enorme pantalón de tela un melocotón arrugado para cuando le entre hambre. Se ha cortado el pelo muy corto con unas tijeras de coser; jamás lo había llevado así, pero se siente guapa con la cara morena, ojerosa e hinchada. Antes de salir, el breve detalle de acercarse a la mesa donde Martín escribe y enterrarle la nariz en el hueco de la oreja, lamer el lóbulo, ahora metalizado con un pequeño aro de plata. Él pronuncia las palabras clave, no tardes, ten cuidado, insolación, y apoya la frente en el abultamiento estirado del vientre de la mujer, leve. Están más delgados, pero la tirantez de la piel de Nadia, un poco más abajo del ombligo, es el síntoma de la subsistencia. Nada malo ocurre. Todo va hacia delante. Algunas cosas van hacia atrás. Es como habían pensado que sería. Nadia emprende el camino despacio, única forma de andar bajo ese calor de tornillo, se pierde en el bosque obviando los senderos trazados y explora el lado izquierdo del campo arbolado, paralelo a las montañas pero a mucha distancia de ellas. Se aleja así del pueblo y de la casa del boticario. No identifica la vegetación ni los árboles que se encuentra. Damián le habló al principio de muchas de las especies pero ha olvidado sus nombres y sus ciclos. No sabe si han cambiado. Busca en la vegetación alguna extrañeza, una flor violenta o un fruto, si encuentra algo que le guste lo arrancará para secarlo y utilizarlo después, prepara un pequeño nido de tesoros. De vez en cuando se quita el sombrero y se abanica con él el cuello y el torso, luego vuelve a ponérselo, encajándolo sobre su corto flequillo. El bosque es un lugar tranquilo en los días paseo niña perdida. Es profundo y algo fresco, aunque la sequía hace polvorientos los troncos de los árboles. Ella suele caminar con determinación y sin pararse, para no oír, para no adivinar ninguna sombra desconocida. A veces teme encontrarse con un perro. La herida del perro ha quedado en su cabeza, un símbolo absurdo. Se siente ridícula cuando tiene miedo. Desde arriba, si subiera a las alturas en helicóptero, vería que el bosque es una simple línea un poco abultada que recorre los bajos de las montañas de roca, es un bosque estrecho y limitado. Pero ella puede pasarse horas andando en círculos dentro de él igual que hacía Damián y eso lo convierte en infinito. Se puede vivir dentro de un círculo. La circunferencia es inexacta y tiene algunos tramos brumosos, vacíos, pero Nadia los va rellenando con el tiempo. Su línea imaginaria tiene uno de los límites en el bar de Enrique, y abarca la casa de Damián, el puente, rodeando la tierra y metiéndose por el terreno de los árboles hasta llegar a la casa del boticario. Es su círculo de actuación. Caminando, cree que está sobrepasando esa línea, pero en vez de dar marcha atrás decide seguir adelante, hacerla un poco más grande. Tiene mucho calor y la garganta le pica, pero no está cansada, todavía puede continuar un par de horas más, toda su energía nueva se concentra en las mañanas y necesita redimirla. Las tardes son lentas y espesas, regando el huerto de Damián, leyendo libros, acercándose a Martín mientras este trabaja para que le provoque un orgasmo de la manera más fácil, con los dedos o con la lengua, nada requiere mucho esfuerzo en ese estado. A veces, al correrse, no sabe por qué, se arrepiente. Promete dejar que pase un tiempo hasta que Martín vuelva a tocarla ahí abajo. Pero al cabo de un rato, como un animal desorientado, acude de nuevo a él para que todo empiece de nuevo. Sexo rápido y con sabor a cobre. Con Ivana su relación ha cambiado: esta viene a verla a veces y preparan algunos detalles para el futuro, sin mucho entusiasmo pero con confianza. Ropa, muebles que quizá necesite. Son conversaciones vagas de las que más tarde Nadia no guardará ningún recuerdo pero la harán sentirse más segura. Zhenia es, cada vez más, tranquilidad y tristeza: la caverna del desequilibrio. Camina a través del bosque. Los árboles se alinean junto a ella como palabras enormes.

No le falta mucho. Enrique ha tenido que desabrocharse los botones de la camisa porque se asfixiaba, pero cree que ha llegado al punto de no retorno; si no se ha desmayado por el calor, ya no lo hará. Sus pasos son lentos y grandes por la arena quebradiza del camino blanco. En la última bifurcación empieza la tierra de los ganaderos, ya pueden verse las esquinas de las vallas, en unos minutos se encontrará con las casas achatadas y grandes donde viven, junto a las naves para los animales. Hace años que no viene por aquí, posiblemente nadie lo reconozca, pero todo el mundo conoce a los gitanos. No oye ningún ruido. Aprieta el paso y se seca el sudor de la cara con el borde de la camisa, le escuecen los ojos. Imagina que la verdadera desolación es esto: a sus pies, el cadáver de una cabra bulle de gusanos.

Ella muerde el melocotón y la piel arrugada se le pega al paladar. No quiere pararse mientras mastica, y continúa andando hacia delante, ya ha perdido la cuenta de la silueta de los árboles, del sendero nuevo que traza con sus pies, anda en línea recta y sabe que podrá volver a casa. En realidad ya debería volver. No ha comido el melocotón por sed sino por hambre, es más de mediodía. Pero un poquito más. Solo un poco.

Enrique no toca con sus pies el pellejo de la cabra, lo mira hipnotizado unos segundos y se adentra en el terreno delimitado por la primera de las verjas. No hay un animal muerto sino varios, conformando un paisaje de bultos putrefactos tirados a lo largo de la pradera, que se levantan del suelo como pequeñas colinas peludas, a lo lejos. Puede distinguir la vaca huesuda con el vientre hundido, caída desde no sabe cuánto junto a los bebederos. No se acercará. No sabe si los buitres han hecho su trabajo. Nunca ha visto uno de cerca pero ahora supone que, con las alas extendidas y el cuello alto, tendrá el mismo tamaño que él. Si aguza el oído, tañer de moscas verdes y sol. Nada está vivo. Ahora debería gritar, recorrer todas las granjas, buscar a alguien. Pero las piernas le pesan. Se agacha, apoya sus manos en las rodillas, descansa. Por qué no trajo agua, vino, lo que fuera. Las casas. Con un último esfuerzo corre hacia ellas, se bambolea, pero todas están cerradas, ni siquiera una ventana entreabierta por donde entrar. No hay nadie. Él es el único carroñero. Piensa en romper un cristal con una piedra o con un palo para averiguar dónde está la gente, si queda alguien dentro aunque también sea un manojo de escamas, probar con los grifos, al menos. Entonces rodea una de las casas e intenta abrir el grifo que sobresale del muro, desde donde antes sacaban el agua para regar o llenar las bañeras de las reses. No es capaz de girarlo, no tiene fuerzas. O quizá lo esté girando y no caiga ni una gota. El tacto del hierro oxidado le duele en las manos. Decide irse de allí, sin piedra en la ventana, sin levantamientos de cadáver, irse, ya, lo más rápido. Ahora que se fija, no sabe cómo no se dio cuenta antes: la tierra de los ganaderos está devastada, completamente abandonada. Quién sabe cuándo se fueron. Por encima de los tejados y sobre los huesos descarnados de los animales corre el fino aire de la ruina.

Guarda el hueso del melocotón en el bolsillo después de chuparlo hasta el final. Está a punto de volver sobre sus pasos. El ala del sombrero le hace sombra en los ojos, igual que el sol tan alto ya sombrea las copas de los árboles estrechos, a veces apretados, algunos de desnudas ramas muertas. Se adentra en una fase de pinos, reconoce las agujas verdes y duras. A punto de regresar a casa. Ya. Lo más rápido, porque tardará en volver. ¿Dónde está? Está en el bosque, lo ha recorrido hacia la izquierda, ya estará a la altura, supone, de la carretera principal vacía, mucho más lejos, al otro lado. Se ha ubicado y va a darse la vuelta. El paseo ha sido hermoso, un bosque es hermoso cuando el calor cuece los cuerpos. Piensa en su pequeña canica inflada. En su hueso de melocotón. Entre los troncos de los árboles arañados cree ver algo, un poco más lejos. Ya va a darse la vuelta pero ha distinguido claramente aquello. Se ve con nitidez. Se para, se quita el sombrero, lo deja a un lado en el suelo. Sonríe. Aquello está instalado a la perfección más allá de los árboles. Recuerda las palabras clave de Martín, vuelve pronto, ten cuidado, insolación. Ha vuelto a hacerlo todo mal, como no podía ser menos. Insolación y cansancio. Por eso, y nada más que por eso, está viendo ahora lo que ve, la broma. No hay nada, solo pasa que su materia gris ya es limonada y su sustancia blanca es leche merengada, helado de núcleos dentados, yogur líquido derretido y caliente. Decide no acercarse, porque el estrépito llega a sus oídos, un ronco silbido de motores, el tráfico de una autopista. La normalidad, cerca, ahí. Ella lo ha sabido siempre, ¿verdad? Ella: un hueso de melocotón, una canica, tan pequeña en el bosque. Y sin embargo solo tiene que andar un poco más y volver a su vida de antes, detenerse al borde de la carretera, hacer autostop, la cogerían rápido con esos muslos dorados, todo su cuerpo se agita de excitación, la ciudad, la suya u otra cualquiera, el recuerdo de los edificios como símbolo de oportunidades, sí, ella lo ha sabido desde el principio, la prosperidad es cíclica como el amor, su vida de antes, no debió juntarse con un paranoico, pero su vida de antes no es su vida de ahora, ¿y si esos coches están huyendo?, ¿y si van a tirarse al mar?, su vida de ahora es plácida como un hueso de melocotón, se está haciendo tarde, ten cuidado, insolación, le escuecen los ojos, no debe estropearlo todo, es muy sencillo, sabe que el miedo solo significa: no des un paso más. Ahora queda torcer las piernas y correr de vuelta a casa, pero no lo hace. Adelanta un pie y luego el otro, imantada por el clamor, un pie y luego el otro, el sombrero queda ahí atrás como una marca, en el suelo, amarillo. ¿Cómo de lejos está la carretera? ¿Cuánto le faltaría para llegar? Apenas nada. Puede imaginarlo: un esfuerzo más y se desembarazaría del bosque, saldría de él como se sale de una cápsula, con ese mismo sonido de goma mojada que se abre al vacío. De pronto solo hay silencio, el rumor de motores ha parado. Nadia oye sus tripas y los chasquidos de la tierra, oye algunos pájaros, el mediodía deshidratado. Cree que ha avanzado bastante y sigue mirando al frente, pero ahora está rodeada de altos arbustos y no distingue la carretera. ¿Quizá se ha desviado, sin darse cuenta? ¿Quizá, sin darse cuenta, ha perdido su oportunidad? Estaba todo tan claro, el primer coche que la viese extender el pulgar se pararía, ella con sus muslos dorados y su hambre les explicaría ese aspecto salvaje, intentaría dar pena hablando con atropello de su embarazo, eso funcionaría, llevadme a un hospital, necesito hacerme una ecografía, qué fácil, quién iba a negarse, toda embarazada tiene derecho a una ecografía, sueña con el frío tacto del gel en su piel. Ya no se atreve a moverse. Si se queda así de quieta oirá de nuevo las señales y sabrá dónde dirigirse. Sencillamente se ha desorientado porque lleva mucho tiempo sin comer. Lleva mucho tiempo sin beber. Salió de casa temprano y ahora es tarde. Si se queda así de quieta y respira hondo todo volverá a ser como antes. Está rodeada de arbustos secos y altos que a su vez están rodeados de pinos. Como al salir del agua a la superficie regresa de pronto el sonido, pero no es ruido de coches, sino de pasos. Unas botas firmes atraviesan la tierra ahí afuera de los arbustos. Y después su nombre: ¡Nadia! Martín la llama en voz alta, quizá muy alta, pero sin gritos ni desasosiego: ¡Nadia, dónde estás! Ha debido de encontrar el sombrero de paja y ahora estará estrujándolo entre sus dedos de hortelano. Nadia se agacha, las rodillas flexionadas y muy cerca sus nalgas del suelo. El hueso de melocotón, dentro del bolsillo, se le clava en la ingle. Si se queda así de quieta solo sentirá la canica encerrada dentro de su isla. Otra vez el hombre llama: ¡Nadia! A la tercera, ya vencida, ella responde: estoy aquí.

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