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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (20 page)

BOOK: Por si se va la luz
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Unas semanas antes de la partida visitó a sus padres, y les llevó algunas de sus creaciones para que se las guardaran. Tengo varias versiones acerca de esto: por si yo estuviera equivocado, ella quiso preservar sus mejores obras, estaba claro que nuestra casa iba a ser ocupada, no podíamos dejar allí nada que algún día quisiéramos recuperar. Dejar sus cuadros y esculturas preferidas repartidas entre la casa de su padre y la de su madre fue una excelente idea; pase lo que pase, ellos no se moverán nunca del sitio. También pudo ser cuestión de soberbia, la mayoría de las galerías donde exponía ya estaban cerradas, muchos de los amigos que poseían obras suyas las vendieron en la primera crisis y aquí no íbamos a traernos nada, estaba decidido. Así que aquello era una forma de mantener su público, de convertir a sus padres en público obligado. Pero la tercera de las posibilidades es la que más me convence. La Nadia que más me gusta es la que, en silencio y con las mejillas sudorosas a causa de los nervios, condujo una furgoneta prestada hasta la pequeña ciudad donde viven sus padres, en la primera mañana de frío, y repartió entre ambas casas sus cuadros blancos, sus oscuras esculturas de barro y metal, en señal de prenda. Era como decir que volvería a por ellos, como no dar explicaciones acerca de esto, era la única forma de aliviar a sus padres, engañarlos, dejarles en custodia su parte más importante, la imponente señal de que nada ha acabado, tranquilos, es solo un tiempo, volveré, pero decir eso sin palabras, para no mentir (Nadia es demasiado orgullosa para mentir), y sobre todo para no asustarlos. Ese hecho tácito, la forma en que Nadia se despidió de sus padres como quien se va por primera vez fuera de casa, con ansia y dejadez, ese detalle simbólico de adornar las paredes de ellos con sus obras de arte, con las obras que ellos no entienden y jamás han compartido, es la más absoluta demostración de amor.

Así ama Nadia en realidad, en lo más hondo de sus convicciones, ama con cuidado y con disimulo, con un profundo sentido de la presencia, de lo necesario del infinito, porque Nadia es incapaz de abandonar. Ese talento suyo para la fidelidad obsesiva es lo que me desborda. Nadia lucha contra él, pero no consigue abolirlo; no es capaz de ser libre, está atada a los seres que ama en contra de su voluntad. Y aquí, no sé si se da cuenta, está empezando a hacerlo otra vez. Damián, Enrique y Zhenia. No los dejará solos. La flor del calabacín me recuerda a Nadia.

La misma ternura que me provocó imaginarla viajando en esa furgoneta hacia la ciudad de sus padres vuelve ahora al ver cómo se esmera en las clases que le da a Zhenia. Es como cuando tuvo que cuidar a Damián en su convalecencia. Se rebela al inicio contra este lugar y las responsabilidades que le tocan, pero luego se vuelca y hace de ellas su vida. Elige los párrafos de los libros y me pregunta sobre matemáticas y métodos pedagógicos. Se divierte preparándolo todo. Y yo me divierto observándolas cuando dan las clases aquí. Lo que más me gusta, en realidad, es la nueva rutina que se ha creado. No siempre tienen los mismos horarios, si van al bar de Enrique las clases son por la mañana, y si las dan aquí son a última hora de la tarde, cuando ya no hace tanto calor. Zhenia viene sola por el camino de tierra, la veo llegar mientras riego el huerto o quito las malas hierbas, ella me mira fijamente desde lejos. Lleva una bolsa donde guarda los cuadernos y los lápices, y se la cambia de hombro mientras camina. Me saluda con pocas palabras y entra en la casa. Después de dar las clases está más dicharachera, más contenta, Nadia no es una profesora autoritaria. Yo aguanto en el huerto, para no molestarlas, hasta que se hace de noche, y a veces cuando terminan la niña viene hasta la parte de atrás de la casa y me pregunta cosas sobre mi trabajo, para aprenderse los nombres de las verduras. Aunque sabemos que no existe peligro alguno, y que podría regresar sola, yo me ofrecí a acompañarla de vuelta; las noches de luna todo está iluminado, pero no las otras, y las pilas de la linterna de Enrique se acabaron. Sé que ella se sabe el camino de memoria igual que nos lo sabemos todos, pero me gusta andar con ella al lado, en medio de la noche. Es nuestro momento. Cuando termina las clases está tan excitada que balbucea palabras en ruso y corre de aquí para allá alrededor de la tierra sembrada. Sospecho que está excitada porque le toca su momento conmigo. Nadia se queda en casa, leyendo o cocinando algo fácil para la cena, y nosotros nos ponemos en marcha. El otro día, en cuarto creciente, la niña se paró en seco frente al coche y me dijo: llévame a casa en automóvil (
automóvil
es producto de sus clases). No estoy acostumbrado a tratar con niños y dudé en seguirle el juego, por un momento estuve tentado a decirle: el coche no sé si funciona, hace meses que no lo pongo en marcha. Pero ella abrió la puerta del copiloto y de un salto subió al asiento. Qué tontería, pensé, soy capaz de entrar yo solo en ese coche e imaginar cosas y no soy capaz de jugar con una niña. Tuve que asegurarme, asentado en mi sentido práctico de las cosas, de que la niña no pretendía realmente que la llevara en coche a casa. Conduje de mentira durante unos minutos, y ella estaba sentada a mi lado con cara de concentración. No hablamos, yo hice los ruidos de las marchas y del motor. Después plegué y desplegué el freno de mano y le dije: ya hemos llegado; ella se bajó obediente. Caminamos hasta su casa bastante agitados, y cuando llegamos a la puerta, me dijo: has aparcado un poco lejos.

No siempre que la acompaño a casa es de noche. No siempre hay luna en cuarto creciente o menguante, a veces no hay luna. No siempre Ivana está esperándola con la cena hecha, a veces no hay nadie. Pero a veces sí. Y yo a veces tardo en volver, y cuando lo hago Nadia ya está dormida.

 

 

 

Zhenia está arrodillada frente a su cama-diván, con los codos apoyados y las manos entrelazadas en posición de rezo. Murmulla una oración en ruso, pero no es capaz de tener los ojos cerrados mientras dura la letanía. Con sus pupilas redondas y oscuras vigila al gato, muy crecido, que salta arriba y abajo de la cama y la ronda. No se concentra y empieza otra vez desde el principio, engolando la voz. Nadie entiende su idioma, así que no podrán darse cuenta de que se inventa las plegarias, mezcla lamentos bíblicos con canciones aprendidas en la escuela.

Es día de limpieza, Ivana la ha despertado con el sol. Ha hecho algo insólito, se ha inclinado sobre ella y la ha besado en la frente antes de empezar a ejecutar movimientos bruscos como descorrer las cortinas, abrir las ventanas, sacar al gato de la cama y esparcir su ronca voz por la habitación: vamos, Zhenia, ya te avisé anoche, ¡arriba!, tienes que ayudarme a limpiar, el calor nos está llenando la casa de porquería, no aguanto el olor de la cocina, venga, ¡arriba! La niña se levanta como un autómata y va arrastrando los pies descalzos hasta la cocina, donde la esperan un zumo de naranjas agrias y un pedazo de pan espeso untado con mantequilla. Lo coge con aspecto remolón, pero luego lo devora porque se levanta hambrienta. Cuando hacía frío solía desayunar leche caliente pero, ahora que el ambiente hierve, Ivana ha sustituido la leche por zumo. Las naranjas son del campo de Damián, y no es la mejor época, pero hay que restringir la leche. Una mañana tuvo que tomarse un zumo de limón que casi la hace vomitar; Ivana insistió plantada enfrente de ella, es para tus diarreas, le dijo, tienes que tomártelo.

Mientras la niña desayuna, Ivana saca las sábanas de ambas camas y descuelga las cortinas de toda la casa, lo lleva todo a la parte de atrás, por la puerta de la cocina, donde hay un lebrillo grande lleno de agua. No te demores que vas a ayudarme a fregar las sábanas. Cuando Ivana se pone así es como otra persona, lleva el pelo largo recogido en la coronilla, un vestido fino de tela sin mangas y se ha quitado las pulseras. Zhenia solo lleva unas bragas que le hacen bolsas en las nalgas, tiene los brazos y las piernas bronceados pero su pecho liso y su barriga lucen un blanco de cerámica. ¿Me quito las bragas y las meto ahí dentro?, pregunta con la boca llena. No, la ropa pequeña la lavamos luego, cuando nos bañemos nosotras. Zhenia se despierta al oír esto: ¿hoy toca baño al aire libre? La voz de Ivana se hace más dura pero esconde una satisfacción: eso ya lo veremos, primero hay que limpiar toda la casa, ¡vamos, date prisa! Es muy temprano, los pájaros pían sin angustia, el gato husmea sobre la encimera la de cocina, donde no encontrará nada de su gusto. Primero tengo que rezar, hoy es domingo. Hoy no es domingo, es sábado, pero haz lo que te dé la gana, tienes diez minutos. Mi abuela decía que no había que ponerse límites para rezar. Tu abuela era una mujer sabia, haz lo que te dé la gana, pero en diez minutos quiero verte aquí. ¿Y cómo contabilizo los minutos? Que te los cuente el gato. Zhenia va a su cuarto, se arrodilla frente al colchón desnudo y empieza a murmullar con las manos entrelazadas, pero no presta atención a lo que dice, se inventa las oraciones. El beso en la frente que la ha despertado esta mañana ha desatado una electricidad de recuerdos que no la hacen estar triste, sino feliz.

No sabe si han pasado diez minutos o menos, pero cuando el gato sale aburrido de la habitación ella lo sigue. Va junto a Ivana, que también está arrodillada en la parte de atrás de la casa, junto al lebrillo, y frota una de las sábanas en el agua jabonosa. Se ha puesto un cojín bajo las rodillas para no hacerse daño y sus brazos carnosos se agitan desprendiendo un olor fuerte a sudor. La niña se arrodilla al otro lado del barreño enorme y juega con la tela mojada en vez de lavar, pero Ivana no le riñe. Dime una cosa, Zhenia, ¿por qué hablas tan bien español?, me pareció que tus padres tenían muchas dificultades con el idioma. Si Zhenia tuviera más años diría que sus padres tienen dificultades en general, con todo, pero aunque en su pensamiento los dibuja como seres déficit, nunca diría algo así. Mi abuela me enseñó. ¿Tu abuela habla español? No. Ras, ras, la tela mojada suena al ser frotada y se hincha en la superficie del agua turbia como una vela soplada por el viento. Zhenia la aplasta con decisión, le encanta aplastar cosas. Mi abuela desconfiaba del primer mundo. Ella me enseñó la diferencia entre ambos, el primero y el otro. Rusia pasó de primer mundo a segundo, pero antes era el primero primerísimo, y como ella vio la transformación, desconfía de los que aún son primero. Mi abuela habla mucho de nuestro país. Dice que, en realidad, cuando Rusia no era Rusia y era primer mundo, para ella y para su familia nunca lo fue, porque una tierra tan grande nunca puede ser abastecida (prueba con varias palabras antes de que Ivana dé con este término). Cuando mis padres salieron de Rusia, hicieron un gran viaje hasta llegar aquí. Mi abuela también desconfió de ellos durante todo el tiempo, porque sabía que habían salido tarde. Decía que todo se estaba rompiendo y que incluso desde donde vivíamos podía notarse. Sabía que tarde o temprano yo tendría que venir aquí con ellos, porque mi madre me necesitaría. Entonces lo planeó todo perfectamente. Ella hablaba mucho de nuestro país y luego cuando mis padres se fueron empezó a hablar mucho de los otros países. Y un día me sentó y me dijo: esto que va a ocurrir es una equivocación, pero tendrás que asumirlo. Tus padres se han asentado por fin en un lugar y tengo que mandarte con ellos. Pretenden que te mande cuanto antes, pero no lo haré a su manera. Sé que allí estarás de un lado a otro y no podrás estudiar, así que antes de que vayas voy a enseñarte el idioma, ni mucho menos voy a montarte en un avión donde no sepas el idioma de la policía que te atenderá cuando bajes.

Zhenia habla con rapidez, tropezándose en algunas palabras, más por la excitación de su protagonismo que por desconocimiento. El tono de su voz es distinto al habitual, su acento se hace más fuerte cuando imita a su abuela, cuando la recuerda. Ayuda a Ivana a sacar las pesadas sábanas del lebrillo y a ponerlas sobre una roca plana para escurrirlas, Ivana las sacude con una pala y el agua salpica. Mi abuela trajo a casa a un amigo suyo, hijo de un español. Era un hombre viejo también, pero no tenía el pelo blanco entero como mi abuela, sino solo un mechón en el flequillo y en el bigote, mitad rojo y mitad blanco. Me gustaba hablar con él porque a mí me gustan los viejos. Me contó que su padre vivía en Rusia desde hacía mucho tiempo, desde que era muy joven, porque era comunista y tuvo que huir allí desde la cárcel. Él me enseñó el idioma, pasaba las tardes enteras en casa con un montón de libros. Con él entendí cosas que no había entendido en el colegio y también entendí mejor a mi abuela. Mi abuela dice que los niños lo aprendemos todo muy rápido, el viejo decía que yo era muy lista. Cuando llegué aquí, hablaba mucho mejor que mis padres. Mi ropa era mejor que la de mis padres. Mi pelo estaba más limpio que el de mis padres. Mis dientes estaban mejor que los de mis padres. Mi corazón es mejor que el de mis padres, eso es lo que dice mi abuela.

Han terminado con todas las sábanas y con las cortinas, y ahora las tienden en un cordel. No hace falta poner pinzas porque no corre aire y porque están tan mojadas que el peso impedirá que se muevan. Ivana está sudorosa y Zhenia puede percibir lo agrio que emana de su cuerpo. Todavía tienen que fregar todo el suelo de la casa antes de que llegue el momento del baño al aire libre. Seguramente tendrán también que limpiar el váter y el lavabo, la niña observará con atención cómo Ivana mete dentro del váter una escobilla de cerdas despeinadas y raspa enérgica. No funciona muy bien todo el asunto de la cisterna y etcétera. La mayoría de las veces tienen que llenar un cubo de agua y volcarlo dentro para que los excrementos se vayan por los tubos, pero al menos tienen váter. ¿Qué pasaría si no lo tuviesen? Zhenia lo sabe con exactitud: habría que hacer un agujero en la tierra y congelarse el culo en invierno y sudar en verano. Bien por el váter estropeado. Hay un par de cubos llenos de agua dentro de la casa con sendas fregonas viejas. Ivana le dice a Zhenia que tiene que ponerse unas zapatillas para fregar el suelo, porque si no sus pies descalzos lo irán manchando todo. Elige unas chanclas grandes y, torpemente, va mojando el suelo de los dormitorios. El gato tontea con el palo y Zhenia lo empuja, un poco más fuerte de lo necesario. Con el gato siempre va al límite. Le gusta maltratarlo y notar que el otro no se da por aludido. Ivana ha escuchado todo lo que ella le ha contado sin réplica, como si no se lo hubiese preguntado o como si no le interesara. Cree que tiene que comportarse así para que ella hable sin timidez, pero está equivocada: a Zhenia le gusta hablar de sí misma, le gusta que la escuchen. Es mucho más fácil hablar que pensar (a veces). Su abuela la enseñó a hablar con propiedad, convencida de sus palabras, pero ella (a veces) necesita que alguien le lleve la contraria, le explique cómo son las cosas en realidad.

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