¿Acaso insinuaba que yo era en cierto modo responsable de aquella última «infiltración» a la prensa? ¿Me estaba acusando de haber revelado a un reportero lo de la abortada llamada al 911?
Amburgey no recibiría ninguna explicación por mi parte. No iba a recibir absolutamente nada de mí aquel día, aunque me enviara veinte memorandos y se presentara personalmente en mi despacho.
—Está aquí el sargento Marino —dijo Rose, sacándome de quicio al preguntarme—: ¿Quiere verle?
Sabía lo que quería Marino. De hecho, ya le tenía preparada una copia de mi informe. Seguramente esperaba en mi fuero interno que apareciera por allí más tarde, cuando yo ya me hubiera ido.
Estaba poniendo el visto bueno a un montón de informes de toxicología cuando oí sus fuertes pisadas por el pasillo. Entró enfundado en una gabardina azul marino empapada de agua. El mojado cabello se le pegaba al cráneo y su rostro estaba ojeroso.
—A propósito de lo de anoche... —dijo, acercándose a mi escritorio.
La mirada de mis ojos lo obligó a detenerse en seco.
Miró a su alrededor mientras se desabrochaba la gabardina y buscaba la cajetilla de cigarrillos en un bolsillo.
—Está lloviendo a cántaros —murmuró—. Por cierto, no sé cuál debe de ser el origen de esta expresión. Bien mirado, no tiene sentido —una pausa—. Supongo que al mediodía ya habrá despejado.
Sin decir ni una sola palabra le entregué una fotocopia del informe de la autopsia de Henna Yarborough en el que se incluían los resultados serológicos preliminares de Betty. No se acomodó en la silla del otro lado de mi escritorio sino que permaneció de pie donde estaba, empapándome la alfombra mientras leía el informe.
Cuando llegó a la descripción de lo más gordo, vi que sus ojos se quedaban clavados en mitad de la página.
—¿Quién sabe todo eso? —preguntó, levantando la vista y mirándome con dureza.
—Apenas nadie.
—¿Ya lo ha visto el comisionado?
—No.
—¿Y Tanner?
—Llamó hace un rato. Le revelé únicamente la causa de la muerte. No le mencioné las lesiones.
Marino volvió a echar un vistazo al informe.
—¿Alguien más? —preguntó sin levantar la vista.
—No lo ha visto nadie más.
Silencio.
—Nada en los periódicos —añadió—. Ni en la radio ni tampoco en la televisión. En otras palabras, el que está filtrando cosas no conoce estos detalles.
Le miré fijamente sin decir nada.
—Mierda —dobló el informe y se lo guardó en un bolsillo—. El tío es un auténtico Jack el Destripador. Supongo que no ha tenido usted ninguna noticia de Boltz —añadió, mirándome—. Si la llama, esquívele, procure no verle.
—¿Y eso qué significa?
La sola mención del nombre de Bill me ponía físicamente enferma.
—No atienda sus llamadas, no concierte ninguna cita con él. No sé cuál es su estilo. No quiero que tenga copias de nada. No quiero que vea este informe ni que sepa más de lo que ya sabe.
—¿Le sigue considerando sospechoso? —pregunté con la mayor calma posible.
—Ya no estoy seguro de lo que considero —contestó—. Lo malo es que, siendo el fiscal, tiene derecho a que le faciliten todo lo que pida, ¿comprende? Pero a mí me daría lo mismo, aunque fuera el gobernador. No quiero que sepa nada. Por consiguiente, le pido que haga todo lo posible por evitarle y darle esquinazo.
Bill no me llamaría. Estaba segura de que no daría señales de vida. Sabía lo que Abby había contado de él y sabía que yo estaba presente cuando lo dijo.
—Y otra cosa —añadió Marino, abrochándose de nuevo la gabardina y subiéndose el cuello hasta las orejas—, si quiere usted enfadarse conmigo, enfádese. Pero anoche yo me limité a hacer mi trabajo y, si cree que me resultó divertido, está muy equivocada.
Giró en redondo al oír un carraspeo. Wingo se encontraba en la puerta con las manos metidas en los bolsillos de sus elegantes pantalones blancos de lino.
Una expresión de desagrado se dibujó en el rostro de Marino mientras éste rozaba bruscamente a Wingo al abandonar mi despacho.
Haciendo sonar nerviosamente la calderilla que llevaba en el bolsillo, Wingo se acercó a mi escritorio y dijo:
—Mmm... Doctora Scarpetta, hay otro equipo de televisión en el vestíbulo...
—¿Dónde está Rose? —pregunté, quitándome las gafas.
Me escocían los párpados como si los tuviera forrados de papel de lija.
—En el lavabo de señoras o algo así. ¿Quiere que les diga a estos chicos que se vayan o qué?
—Envíelos a la acera de enfrente —contesté, añadiendo en tono exasperado—: Tal como hicimos con el último equipo y como hicimos con el anterior.
—De acuerdo —musitó Wingo, haciendo tintinear nerviosamente la calderilla de su bolsillo.
—¿Alguna otra cosa, Wingo? —le pregunté con forzada paciencia.
—Bueno, es que hay algo que me llama la atención —dijo—. A propósito de Amburgey. ¿Acaso no era un enemigo del tabaco y siempre andaba armando alboroto por eso, o yo estoy equivocado y le confundo con otro?
Mis ojos se posaron en su serio rostro. Sin comprender qué importancia podía tener aquello, le contesté:
—Es un acérrimo enemigo del tabaco y a menudo manifiesta en público su opinión a este respecto.
—Ya me lo parecía. Creo que leí algo sobre eso en la página editorial y que incluso le vi en la televisión. Tengo entendido que el año que viene se propone instaurar la prohibición de fumar en todos los edificios del DSSH.
—Así es —dije sin poder disimular mi irritación—. El año que viene por estas fechas su jefa tendrá que permanecer fuera, bajo el frío y la lluvia para poder fumarse un pitillo... como un muchachuelo obligado a esconderse. ¿Por qué? —pregunté, mirándole inquisitivamente.
Un encogimiento de hombros.
—Simple curiosidad —otro encogimiento de hombros—. Tengo entendido que antes fumaba, pero se convirtió y lo dejó.
—Que yo sepa, nunca ha fumado —dije.
Volvió a sonar mi teléfono y, cuando levanté la vista de mi hoja de llamadas, Wingo había desaparecido.
Por lo menos Marino no se equivocó con respecto al tiempo. Aquella tarde me dirigí a Charlottesville bajo un cielo deslumbradoramente azul y comprobé que el único vestigio de la tormenta matinal era la niebla que se levantaba de los pastizales a ambos lados de la carretera.
Las acusaciones de Amburgey me preocupaban y, por consiguiente, había decidido averiguar por mi cuenta lo que efectivamente había discutido con el doctor Spiro Fortosis. Por lo menos, ésa fue la excusa que me di a mí misma cuando concerté una cita con el psiquiatra forense. En realidad, no era ése mi único propósito. Ambos nos conocíamos desde el comienzo de mi carrera y yo jamás había olvidado la amistad que él me brindó en la fría época en que asistía a las reuniones nacionales de especialistas en medicina legal, en las que apenas conocía a nadie. Hablar con él me ayudaba a librarme de mis angustias sin necesidad de tener que acudir a un psicoanalista.
Le encontré en el pasillo débilmente iluminado de la cuarta planta del edificio de ladrillo en el que estaba ubicado su departamento. Una sonrisa le alegró el rostro mientras me daba un abrazo paternal y me besaba suavemente el cabello.
Era profesor de medicina y psiquiatría en la universidad de Virginia y me llevaba quince años; el cabello entrecano le cubría las orejas y sus bondadosos ojos miraban a través de unas gafas con cristales sin reborde. Como era de esperar, vestía traje oscuro y camisa blanca y lucía una estrecha corbata a rayas tan anticuada que se había vuelto a poner de moda. Siempre había pensado que hubiera podido posar como modelo para un lienzo de Norman Rockwell en el que se representara al «médico del pueblo».
—Me están pintando el despacho —me explicó, abriendo una oscura puerta de madera situada hacia la mitad del pasillo—. Por consiguiente, si no te importa que te trate como a un paciente, nos sentaremos aquí.
—En estos momentos, me siento como uno de tus pacientes —le dije mientras él cerraba la puerta a nuestra espalda.
La espaciosa estancia tenía todas las comodidades de un salón aunque resultaba un poco fría e impersonal.
Me acomodé en un sofá de cuero de color beige. A mi alrededor había unas pálidas acuarelas abstractas y el teléfono. Las lámparas de las mesas auxiliares estaban apagadas y los blancos estores de diseño estaban recogidos justo lo suficiente como para permitir que el sol penetrara suavemente en la habitación.
—¿Cómo está tu madre, Kay? —preguntó Fortosis, acercando un sillón orejero de color beige.
—Sobrevive. Creo que nos va a enterrar a todos.
Fortosis esbozó una sonrisa.
—Siempre pensamos lo mismo de nuestras madres, pero, por desgracia, raras veces ocurre.
—¿Qué tal tu mujer y tus hijas?
—Bastante bien —contestó, clavando los ojos en mí—. Te veo muy cansada.
—Supongo que lo estoy.
Fortosis permaneció en silencio un instante, mirándome.
—Tú perteneces al claustro de profesores de la escuela de medicina de Virginia —dijo con su reposado tono habitual—. No sé si tuviste ocasión de conocer a Lori Petersen en vida.
Sin que tuviera que aguijonearme, le confesé lo que no le había confesado a nadie. Mi necesidad de desahogarme era inmensa.
—La vi una vez —dije—. O, por lo menos, estoy casi segura.
Había indagado exhaustivamente en mi memoria, sobre todo durante aquellos tranquilos momentos de introspección que me brindaban los viajes de ida y vuelta al trabajo en mi automóvil o cuando salía a cuidar las rosas de mi jardín. Veía el rostro de Lori Petersen y trataba de asociarlo a la vaga imagen de alguna de las incontables alumnas que se congregaban a mi alrededor en los laboratorios o formaban parte del público durante las conferencias. Ahora ya estaba casi segura de que, al contemplar las fotografías en su casa, había experimentado una confusa sensación familiar.
El mes anterior, yo había pronunciado una conferencia sobre el tema «Las mujeres en la medicina» y recordaba haber permanecido de pie en el estrado, contemplando todo el mar de jóvenes rostros que llenaba por completo las filas de asientos hasta el fondo del auditorio. Los estudiantes llevaban sus almuerzos y, sentados cómodamente en los asientos tapizados de rojo, comían y tomaban bebidas sin alcohol. La ocasión era una de tantas y no tenía nada de extraordinario ni de particularmente memorable, a no ser que se la contemplara retrospectivamente.
No podía asegurarlo con certeza, pero creía que Lori fue una de las chicas que más tarde se adelantó para formular alguna pregunta. Veía la borrosa imagen de una atractiva rubia enfundada en una bata de laboratorio. El único rasgo que recordaba con claridad eran los ojos verde oscuro en el momento en que ella me preguntó en tono dubitativo si realmente creía posible que una mujer pudiera atender una familia y dedicarse al mismo tiempo a una profesión tan exigente como la medicina. Me había quedado grabado aquel momento en la memoria porque vacilé un poco. Yo había conseguido lo uno, pero no lo otro.
Repasaba obsesivamente aquella escena como si, por el mero hecho de intentar evocarlo, el rostro pudiera aparecer con claridad en mi mente. ¿Era ella o no lo era? Jamás podría recorrer las dependencias de la escuela de medicina de Virginia sin buscar a aquella médica rubia. No creía que pudiera encontrarla. Pensaba que Lori surgiría de pronto como un fantasma de un futuro horror que acabaría relegándola a un simple recuerdo del pasado.
—Curioso —comentó Fortosis con aire pensativo—. ¿Por qué crees que es importante que la hubieras conocido entonces o en otro momento?
Contemplé el humo que se escapaba de mi cigarrillo.
—No estoy segura, pero creo que eso hace que su muerte resulte más real.
—Si pudieras regresar a aquel día, ¿lo harías?
—Sí.
—¿Y cómo te comportarías?
—Intentaría advertirla de la manera que pudiera —contesté—. Trataría de deshacer lo que él hizo.
—¿Lo que hizo su asesino?
—Sí.
—¿Piensas en él?
—No quiero pensar en él. Quiero simplemente hacer todo lo posible para que lo atrapen.
—¿Y lo castiguen?
—No hay castigo que pueda equipararse al delito. Ningún castigo sería suficiente.
—Si lo condenaran a muerte, ¿no te parece que el castigo sería suficiente, Kay?
—Sólo puede morir una vez.
—Entonces quieres que sufra —dijo Fortosis sin quitarme los ojos de encima.
—Sí —dije.
—¿Cómo? ¿Dolor?
—Temor —contesté—. Quiero que experimente el temor que experimentaron ellas cuando comprendieron que iban a morir.
No sé el rato que estuve hablando, pero el interior de la estancia estaba más oscuro cuando finalmente me detuve.
—Supongo que este caso me está afectando mucho más que los otros —reconocí.
—Es como un sueño —dijo Fortosis, reclinándose en su asiento y juntando las puntas de los dedos de ambas manos—. Muchas personas dicen que no sueñan, cuando sería más acertado afirmar que no recuerdan sus sueños. Nos afecta, Kay. Todo nos afecta. Lo que ocurre es que conseguimos dominar casi todas nuestras emociones para que no nos devoren.
—Está claro que últimamente no lo estoy consiguiendo demasiado, Spiro.
—¿Por qué?
Comprendí que lo sabía muy bien, pero quería oírmelo decir a mí.
—Quizá porque Lori Petersen era médica. Me identifico más con ella. A lo mejor, me proyecto hacia ella. Yo he tenido su edad.
—En cierto modo, tú fuiste ella.
—En cierto modo.
—¿Y lo que le ha ocurrido a ella... te hubiera podido ocurrir a ti?
—No creo que haya llegado tan lejos.
—Pues yo creo que sí —Fortosis esbozó una leve sonrisa—. Creo que has llegado bastante lejos en muchas cosas. ¿Qué más?
Amburgey. ¿Qué le habría dicho realmente Fortosis?
—Hay muchas presiones periféricas.
—¿Como cuáles?
—La política —contesté, lanzándome.
—Ah, claro —Fortosis tamborileó con las yemas de los dedos de ambas manos—. Eso es inevitable.
—Las filtraciones a la prensa. Amburgey teme que procedan de mi departamento —me detuve, tratando de adivinar si él sabía algo al respecto. Su impasible rostro no me reveló nada—. Según él, tu teoría es que los reportajes sobre los delitos inducen al asesino a actuar con más frecuencia, por cuyo motivo las filtraciones podrían ser indirectamente responsables de la muerte de Lori. Y ahora también de la de Henna Yarborough. Seguro que me van a lanzar esta acusación.