—Y eso me preocupa muchísimo —añadió Fortosis, reclinándose en su asiento.
—¿Por qué? ¿Crees que podría volver a intentarlo?
Tenía mis dudas.
—Me preocupa —repitió Fortosis como si pensara en voz alta—. Las cosas no le han salido como él quería. A su juicio, ha hecho el ridículo. Y puede que eso contribuya a exacerbar sus instintos perversos.
—¿Pero es que puede ser «más perverso» de lo que ha sido? —exclamé—. Ya sabes lo que le hizo a Lori. Y ahora a Henna...
La expresión de su rostro me obligó a callar.
—Llamé a Marino poco antes de que vinieras aquí, Kay.
Fortosis lo sabía.
Sabía que las muestras vaginales de Henna eran negativas.
Probablemente el asesino no había dado en el blanco. Casi todo el líquido seminal que yo había recogido estaba en las sábanas y en las piernas de la víctima. El único instrumento que había logrado insertar con éxito era el cuchillo. Las sábanas bajo el cuerpo de la víctima estaban rígidas e impregnadas con oscura sangre reseca. No la había estrangulado sino que probablemente ella se había muerto desangrada.
Ambos permanecimos sentados en opresivo silencio con la terrible imagen de una persona capaz de complacerse en causar tan horrendo dolor en otro ser humano.
Cuando miré a Fortosis, vi que tenía los ojos empañados y el rostro consumido. Creo que fue entonces cuando comprendí por primera vez que parecía mucho mayor de lo que era. El podía ver y oír lo que le había ocurrido a Henna. El conocía aquellas cosas con mucha más profundidad que yo. Era como si todo el peso de la estancia se nos estuviera cayendo encima.
Ambos nos levantamos al mismo tiempo.
Seguí el camino más largo para regresar a mi automóvil, cruzando el campus de la universidad en lugar de tomar el estrecho atajo que conducía directamente al
parking
. Las montañas de la Cordillera Azul parecían un brumoso océano congelado en la distancia, la blanca cúpula de la rotonda brillaba en todo su esplendor y los largos dedos de las sombras se estaban extendiendo por el césped. Se aspiraba la fragancia de los árboles y de la hierba todavía tibia bajo el sol.
Unos grupos de estudiantes pasaron riendo y charlando por mi lado sin prestarme la menor atención. Mientras caminaba bajo las ramas de un gigantesco roble, el corazón me dio un vuelco en el pecho al súbito rumor de unos pies corriendo a mi espalda. Me di bruscamente la vuelta y, al ver mi sobresalto, un joven practicante de
jogging
entreabrió los labios en gesto de asombro. Vi la borrosa imagen de unos calzones cortos de color rojo y unas largas piernas morenas mientras el chico cruzaba al otro lado y se perdía de vista.
L
legué al despacho a las seis de la mañana siguiente. Aún no había nadie y los teléfonos estaban todavía conectados a la centralita del edificio.
Mientras el café goteaba lentamente al interior de la taza, entré en el despacho de Margaret. El ordenador en respuesta modem aún estaba retando al intruso a intentarlo de nuevo. No lo había hecho.
Era absurdo. ¿Acaso sabía que habíamos descubierto su intrusión tras su intento de recuperar el caso de Lori Petersen la semana anterior? ¿Se habría asustado? ¿Sospechaba que no se había introducido ningún nuevo dato?
¿O había alguna otra razón? Contemplé la oscura pantalla. ¿Quién eres tú?, pregunté mentalmente. ¿Qué quieres de mí?
Volvió a sonar el teléfono al fondo del pasillo. Tres timbrazos y un repentino silencio cuando contestaba la telefonista de la centralita.
«Es muy astuto y actúa con mucho tiento...»
No hacía falta que Fortosis me lo dijera.
«No estamos en presencia de un inadaptado mental...»
No creía que se pareciera a nosotros. Pero, a lo mejor, se parecía.
«...capaz de desenvolverse normalmente en la sociedad y de ofrecer una imagen pública aceptable...»
Podía estar lo suficientemente bien preparado como para ejercer cualquier profesión. A lo mejor, usaba un ordenador en su lugar de trabajo o tenía uno en su casa.
Quizá quería penetrar en mi mente tanto como yo quería penetrar en la suya. Yo era el único nexo auténtico entre él y sus víctimas. Yo era el único testigo vivo. Cuando examinaba las contusiones, los huesos fracturados y los profundos cortes en los tejidos, sólo yo podía comprender la fuerza y la brutalidad que habían sido necesarias para infligir aquellas heridas. Las costillas son flexibles en las personas jóvenes y sanas. Le había roto las costillas a Lori colocándose de rodillas sobre su caja torácica y empujando violentamente hacia abajo con todo el peso de su cuerpo, estando ella boca arriba. Lo hizo tras haber arrancado el hilo del teléfono de la pared.
Las fracturas de los dedos eran fracturas de torsión en las cuales los huesos habían sido violentamente descoyuntados. La ató y la amordazó, y después le fue rompiendo los dedos uno a uno. Lo hizo con el exclusivo propósito de causarle un intenso dolor y de hacerle saborear de antemano lo que iba a ocurrir a continuación.
Entre tanto, ella se asfixiaba porque la corriente sanguínea que circulaba a presión rompía los vasos cual si fueran pequeños globos, produciéndole la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Después la penetró, utilizando prácticamente todos los orificios de su cuerpo.
Cuando más forcejeaba la víctima, tanto más se tensaba el cordón eléctrico que le rodeaba el cuello hasta que, al final, ella se desvaneció por última vez y murió.
Yo había reconstruido todo lo que le había hecho a cada una de ellas.
Debía de preguntarse qué sabía yo. Era arrogante. Era un paranoico.
Todo estaba en el ordenador, todo lo que les había hecho a Patty, a Brenda, a Cecile... La descripción de todas las lesiones, de todas las pruebas que yo había encontrado, el resultado de todos los análisis de laboratorio que había solicitado.
¿Estaría leyendo las palabras que yo había dictado? ¿Estaría leyendo mi mente?
Mis zapatos de tacón bajo resonaron fuertemente por el pasillo vacío mientras yo regresaba corriendo a mi despacho. En un estallido de febril energía, vacié el contenido de mi billetero hasta encontrar la tarjeta de visita blanco marfil con la cabecera del
Times
en letras góticas en relieve. En el reverso había un garabato escrito a bolígrafo con temblorosa mano.
Marqué el número del buscapersonas de Abby Turnbull.
Concerté la cita para la tarde porque, cuando hablé con Abby, el cuerpo de su hermana aún no estaba disponible. No quería que Abby entrara en el edificio hasta que el cuerpo de Henna hubiera sido retirado por la funeraria.
Abby llegó puntual. Rose la hizo pasar silenciosamente a mi despacho y cerró la puerta sin ruido.
Su aspecto era espantoso. Estaba ojerosa y tenía la tez casi grisácea. El desgreñado cabello se le derramaba de cualquier manera sobre los hombros; iba vestida con una arrugada blusa blanca de algodón y una falda de color caqui. Cuando encendió un cigarrillo, observé que estaba temblando. En el profundo vacío de sus ojos brillaba un destello de dolor y de rabia.
Empecé diciéndole lo mismo que les decía a los seres queridos de cualquier víctima cuyo caso me hubiera sido encomendado.
—La causa de la muerte de su hermana, Abby, fue estrangulación debido a la atadura que le rodeaba el cuello.
—¿Cuánto tiempo? —Abby expulsó una trémula nube de humo—. ¿Cuánto tiempo vivió después de que... de que él la atacara?
—No puedo decírselo con exactitud, pero los hallazgos físicos me inducen a sospechar que la muerte fue rápida.
Aunque no lo suficiente, me abstuve de decir. Había encontrado fibras en la boca de Henna. Había sido amordazada. El monstruo quiso que viviera algún tiempo, pero que se estuviera quieta. Basándome en la cantidad de sangre perdida, había calificado las heridas y los cortes de perimortales, queriendo significar con ello que sólo podía asegurar con certeza que habían sido infligidos alrededor del momento de la muerte de la víctima. Había sangrado muy poco en los tejidos circundantes tras el ataque con el cuchillo. Puede que ya estuviera muerta. O que hubiera perdido el conocimiento.
Probablemente había ocurrido algo mucho peor. Tenía la sospecha de que la cuerda de la persiana le había apretado el cuello cuando ella estiró las piernas en una violenta acción refleja provocada por el dolor.
—Tenía hemorragias petequiales en las conjuntivas, así como en la piel del rostro y el cuello —le dije a Abby—. En otras palabras, rotura de los pequeños vasos superficiales de los ojos y el rostro. Eso se debe a la presión por oclusión cervical de las venas yugulares debida a la atadura alrededor del cuello.
—¿Cuánto tiempo vivió? —volvió a preguntar Abby con voz apagada.
—Unos minutos —repetí.
No tenía intención de llegar más lejos. Abby pareció tranquilizarse levemente. Buscaba alivio en la esperanza de que los sufrimientos de su hermana hubieran sido mínimos. Algún día, cuando el caso se cerrara y ella recuperara la fuerza, Abby lo sabría. Dios se apiadara de ella si llegara a enterarse de lo del cuchillo.
—¿Eso es todo? —preguntó con trémula voz.
—Es todo lo que puedo decirle en este momento —contesté—. Lo siento. Siento muchísimo lo que le ha ocurrido a Henna.
Abby se pasó un rato dando nerviosas chupadas al cigarrillo como si no supiera qué hacer con las manos. Se mordía el labio inferior para que no le temblara.
Cuando al final me miró a los ojos, vi en los suyos una expresión de inquieto recelo.
Sabía que no la había llamado para decirle simplemente eso. Intuía que había algo más.
—No me ha llamado para eso, ¿verdad?
—No del todo —contesté con franqueza.
Silencio.
Estaba viendo crecer en ella el resentimiento y la cólera.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—Quiero saber qué va usted a hacer.
Los ojos se le encendieron de repente.
—Ah, ya entendido. Está usted preocupada por su maldito yo. Dios bendito. ¡Es como los demás!
—No estoy preocupada por mí —dije en tono pausado—. Eso ya lo he superado, Abby. Usted dispone de material suficiente para causarme problemas. Si quiere echar por tierra mi departamento y mi persona, hágalo. La decisión es suya.
Abby pareció dudar mientras apartaba los ojos.
—Comprendo su cólera —continué.
—No puede comprenderla.
—Más de lo que usted se imagina.
Pasó por mi mente la imagen de Bill. Comprendía muy bien la cólera de Abby.
—No puede. ¡Nadie podría comprenderla! —exclamó—. Él me ha robado a mi hermana. Me ha robado una parte de mi vida. ¡Qué harta estoy de que la gente me quite cosas! ¿Qué clase de mundo es ese en el que alguien puede hacer una cosa así? ¡Oh, Dios mío! No sé qué voy a hacer...
—Sé que tiene usted intención de investigar por su cuenta la muerte de su hermana, Abby —dije con firmeza—. No lo haga.
—¡Alguien tiene que hacerlo! —gritó—. Qué quiere, ¿que lo deje en manos de estos policías de película de risa?
—Algunas cuestiones hay que dejarlas en manos de la policía. Pero usted puede colaborar. Puede hacerlo si realmente quiere.
—¡No me venga con paternalismos!
—No es ésa mi intención...
—Lo haré a mi manera...
—No, usted no lo hará a su manera, Abby. Hágalo por su hermana.
Me miró fijamente con sus enrojecidos ojos.
—Le he pedido que viniera porque voy a hacer una jugada. Necesito su ayuda.
—¡Exacto! Necesita que la ayude, marchándome de la ciudad y quitándome de en medio...
Sacudí lentamente la cabeza.
—¿Conoce a Benton Wesley?
—El experto en diseño de programas —dijo Abby en tono vacilante—. Sé quién es.
Consulté el reloj de pared.
—Estará aquí dentro de diez minutos.
Abby me miró largamente en silencio.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó al final—. ¿Qué quiere exactamente que haga?
—Que utilice sus contactos periodísticos para ayudarnos a encontrar al asesino.
—¿Encontrarle a él? —preguntó Abby, abriendo enormemente los ojos.
Me levanté para ver si quedaba café.
Wesley se había mostrado un poco reacio al explicarle yo mi plan por teléfono, pero ahora que estábamos los tres en mi despacho, comprendí que lo había aceptado.
—Su total colaboración no es negociable —le dije resueltamente a Abby—. Tengo que contar con la absoluta seguridad de que usted hará exactamente lo que acordemos. Cualquier improvisación o variación por su parte podría dar al traste con la investigación. Su discreción es imprescindible.
Abby asintió con la cabeza y preguntó:
—Si el asesino se ha introducido en los datos del ordenador, ¿por qué lo hizo sólo una vez?
—Sólo una vez nos dimos cuenta —le recordé.
—Pero no ha vuelto a ocurrir desde que lo descubrieron.
—Va muy de prisa —apuntó Wesley—. Ha asesinado a dos mujeres en dos semanas y seguramente la información facilitada por la prensa ha sido suficiente para saciar su curiosidad. Puede estar tranquilamente sentado porque, según las noticias que se publican, no sabemos nada de él.
—Tenemos que enfurecerle —añadí yo—. Tenemos que hacer algo que lo haga sentirse acosado y le induzca a actuar con temeridad. Una manera de hacerlo podría consistir en hacerle creer que mi departamento ha descubierto unas pruebas que podrían ser la ocasión que esperábamos.
—Si es él quien se ha introducido en la base de datos del ordenador —dijo Wesley—, esto podría inducirle a tratar de descubrir qué es lo que realmente sabemos.
Wesley me miró.
La verdad era que no habíamos descubierto absolutamente nada. Había apartado a Margaret de su despacho con carácter indefinido y el ordenador se encontraba en respuesta modem. Wesley había instalado un dispositivo para localizar todas las llamadas que se hicieran a la extensión de Margaret. Íbamos a utilizar el ordenador para atraer al asesino, pidiéndole a Abby que publicara un reportaje en el que se dijera que la investigación forense había descubierto un «nexo significativo».
—Se volverá paranoico y se lo creerá —vaticiné—. Si, por ejemplo, ha estado sometido a tratamiento en algún hospital de la zona, temerá que lo localicemos a través de la historia clínica. Si compra unos determinados medicamentos en una farmacia, también se preocupará.