Read Premio UPC 2000 Online

Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (32 page)

BOOK: Premio UPC 2000
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ethan Lárnax está ante mí. Radiante, feliz al verme sumiso, de rodillas, con el rostro roto y más de una docena de armas apuntando a mi cabeza, dispuestas a una orden suya a convertirme en una ofrenda ensangrentada a sus pies. Tiene los brazos cruzados a la espalda. Viste una túnica verde que, abierta en el pecho, deja ver la piel albina, casi marfileña, perlada de fino sudor y vello dorado. De su porte soberbio emana la satisfacción del ganador. A su espalda se cuadra un batallón entero.

De dos pasos se acerca hasta donde me encuentro, hinca una rodilla en tierra y me tira del pelo con fuerza, obligándome a alzar el rostro y a mirarle a los ojos. En el fulgor esmeralda de su mirada veo que una sospecha largo tiempo albergada se convierte en certeza. Me sonríe como si yo fuera un amigo al que, dando hacía tiempo por perdido, hubiera vuelto a encontrar. Por un momento estoy convencido de que me va a abrazar.

—James… Santo cielo… ¡¿cómo no lo vi antes?! Eres James Dorada… —dice, y su sonrisa se hace más amplia. Y tal vez tenga razón y yo sea ese James Dorada del que habla, pero llegados a este punto ya no tiene la menor importancia quién o qué haya sido yo, lo verdaderamente importante, lo que me dota de identidad, es lo que soy ahora, en este precioso y preciso instante en el que toda mi vida, mi historia, converge aquí, en Miranda. Todo lo demás es irrelevante, mero ruido de fondo en mi existencia—. Tu perseverancia es más que encomiable… —continúa—. Una y otra vez nuestros caminos se cruzan… —Y pienso en los bailarines de Dulce Bosco, danzando y girando en la cúpula de Destello, perdidos entre los fulgores de llama y plata, acercándose un instante para luego alejarse durante horas pero olvidando siempre sus anteriores encuentros—. El odio que sientes por mí es tan grande que supera incluso las barreras de la lógica… Es como si llevaras ese estigma grabado en tus genes…

—No soy James Dorada, cabrón… —le escupo a la cara—. Soy Alexandre Sara…

Sobre nuestras cabezas vuelan unidades de seguridad aéreas y las minúsculas cámaras autónomas de Media Sinsonte, grabándolo todo para la posteridad bajo la clara luz de las hordas de luminarias que prenden el cielo. Los ojos de media galaxia están fijos en nosotros. La grada que bordea la plazoleta del puerto espacial está rodeada por un cordón formado por una combinación de fuerzas privadas de Bodyline Enterprise y las fuerzas de la
Zone.
Más allá del cordón se agita una muchedumbre enloquecida. Empujándose unos a otros en su intento por alcanzar la mejor posición posible para contemplar cómo el mayor megalómano de la historia de la humanidad humilla a aquel que prometía traer la ruina sobre su reino. Muy probablemente los cabrones del departamento de marketing de Bodyline Enterprise se estén frotando las manos.

A pesar de que el ingenio mortal que guardaba mi talón haya sido retirado y desarmado, en el horizonte de mi mirada continúa la cuenta atrás:

Una hora veinticuatro minutos once segundos.

—Sí… —dice Ethan Lárnax con su voz aflautada después de largo rato en silencio, cavilando. Su aliento me salpica, acompañando cada palabra suya con un aroma de menta y canela bajo el cual se oculta un poso rancio de podredumbre—. Tienes razón… Realmente no importa quién seas, lo que de verdad importa es el papel que asumes en mi historia… Eres mi Némesis: a eso se reduce todo, eres la fuerza oscura a la que tengo que derrotar antes de poder soñar siquiera con alcanzar mi glorioso destino. Mi Némesis… —la locura campa en sus ojos, una locura siniestra y negra que reverbera en mi ánimo de tal forma que la veo gemela a mi propia locura, a la ciega e irracional ansia que me ha llevado hasta aquí—… por eso, y sólo por eso, serás recordado… Adiós… —dice—. No volveremos a vernos…

Se levanta y mi impulso de saltar sobre él es cortado en seco por dos culatas que golpean como pistones contra mi espalda. Caigo hacia delante sobre el suelo blanco de la plazoleta y mi caída es punteada por una llovizna de sangre.

La muchedumbre grita y se agita como un ente vivo, voraz. ¿Pide mi sangre o me pide que me levante y luche? ¿Tiene importancia? ¿Importa acaso el carácter de la excusa que nos impele a la violencia? ¿Acaso hay una excusa válida que la justifique? Desde atrás me toman por las axilas y me levantan en volandas. Dos colosos de metal cromado me arrastran como a un trofeo de caza. La multitud grita, aulla, patalea. La multitud se aprieta contra el cordón de segundad y los modelos de combate de Bodyline Enterprise y la
Zone
activan sus campos de contención y golpean a diestra y siniestra con sus varas de shock. Las descargas eléctricas hacen retroceder a la muchedumbre pero no acallan el inmenso rugido de sus gargantas.

Sólo los seguidores del Alma Antigua permanecen tan inmóviles en la confusión como el bosque de finas torres que rodea la plaza, contemplándome silenciosos y expectantes, ajenos a las acometidas y a los empujones.

Ethan Lárnax levanta las brazos y saluda al público, tanto al que grita y empuja como al que asiste al mismo, sin aliento, desde el interior de sus propias cabezas o en la seguridad de sus casas. La mayor parte de las cámaras deja de revolotear a mi alrededor para centrarse en el demonio que controla los designios de la humanidad.

Habla aunque yo no puedo oírle. El público ruge. El público lo jalea —¿o es a mí?—. El público se retuerce y se agita como si fuera un océano que ansia la tempestad. Ethan Lárnax me señala y el griterío se multiplica.

Uno de los soldados que me sujetan acerca su rostro hocicudo y brillante a mi oído y, entre la estática y el ruido que evita que cualquier cámara cercana grabe sus palabras, me susurra:

—Vas a morir, cabrón. Te tenemos preparada una muerte gloriosa… Espera y verás…

Y yo le contesto:

—Una hora, diecinueve minutos y treinta segundos para tu puto funeral…

Me zarandea, se ríe ante lo que cree una bravata y me arrastran hacia una de las naves de transporte que, ante nuestra cercanía, despliega sus compuertas laterales como si de alas verdinegras se tratase. Hay toda una dotación de Bodyline Enterprise aguardándome en el interior. Son nuevos modelos Términus, medio metro de alzado superior al modelo antiguo y quince veces más potentes.

Lanzo una última mirada hacia la multitud que se agolpa tras el cordón de seguridad, los campos de repulsión activados son vibrantes escudos traslúcidos que no me impiden ver sus rostros. En mi interior los nanocirujanos dan cuenta de mis heridas, me los imagino como diminutos doctores vestidos de blanco correteando vertiginosos por los oscuros recovecos de mi cuerpo, cosiendo y sajando, anestesiando e inyectando coagulantes allí donde es preciso, todo ello bajo una frenética luz roja de emergencia y el aullido incesante de las alarmas. Podría desconectar mis terminaciones nerviosas y acabar así con el dolor, pero sentirlo me hace bien, me transmite la sensación de ser real y estar completo después de mucho tiempo. Como si el dolor, de una forma que no alcanzo a comprender, compensara la falta de Vincent Aurora. Si Sayed Juvenal pudiera verme ahora…

Las lecturas que se me vierten en la retina son positivas, todos los daños en mi interior son subsanables a medio plazo. Sonrío ante la chocante ironía entre ese mensaje y la implacable cuenta atrás con la que comparte la fina franja reservada en mi retina para la información de sistema.

Una hora, diez minutos y veinte segundos…

Del interior de la nave salen cuatro de los nuevos Términus en formación de combate, todos armados hasta los dientes, todos dispuestos a barrerme del mapa si hago un solo movimiento extraño, deseando en lo más profundo que lo haga para convertirme en un montón de humeante hollín y poder volver así a casa. No les hago ese favor. Moriré cuando llegue el momento, no antes. Uno de los Términus se adelanta a los demás. No va armado más que con las armas que forman parte de su cuerpo, y su color, dos tonos más oscuro que el de los otros, lo señala como capitán de escuadra. Una placa de su vientre se desliza hacia abajo con un audible
plank
y del compartimento que queda a la vista extrae dos pares de grilletes magnéticos y un cinturón de metal pesado que, con ayuda de uno de los que me ha llevado hasta allí, procede a colocarme, sin ningún miramiento, en muñecas, tobillos y cintura.

—Sujétale bien… —ordena al que todavía me mantiene aferrado del cuello.

El Términus oscuro activa los campos magnéticos de los grilletes y, al instante, mis muñecas se unen la una a la otra como si estuvieran soldadas; cuando pasa lo mismo con mis tobillos pierdo el equilibrio y si no caigo de nuevo al suelo es porque, por fortuna, el que me sujeta ha cumplido bien la orden. Activa también los campos del cinturón y los grilletes de mis muñecas se ven atraídos sin remedio hacia él. El golpe en mi bajo vientre es demoledor y quedo sin respiración un segundo. Las lecturas y alarmas de mi cuerpo se vuelven locas un instante para relajarse después.

Los Términus me empujan hacia el interior de la nave sin la menor contemplación, como si yo no fuera más que un saco que cargar o una inmundicia de la que tienen que librarse. Entran luego ellos, siniestros, enormes y silenciosos, ocupan sus asientos mientras yo quedo encogido en el suelo, saboreando la sangre que encharca mi boca. Todo apesta a sangre y metal.

Las puertas se cierran y capto un último vistazo del cielo surcado de luminarias y cámaras antes de que la luz rojiza del interior del vehículo reflejada en sus armaduras convierta a los Términus en demonios flamígeros. La estructura gruñe un instante cuando el piloto, un simple disco de identidad incrustado al panel de control, pone en marcha los motores. Aspiro una nueva vaharada de sangre y metal y me preparo para la brusca sacudida del despegue.

VeiNTiNueVe

Hay ocho Términus de combate sentados en los asientos en U de la nave. Desde donde me encuentro puedo ver sus piernas de metal cromado y el nacimiento de sus cinturas rodeadas por las cargas de sus armas. Si quisiera verlos por completo, que no quiero, debería estirar el cuello y apartar el rostro de la agradable tibieza del suelo de la nave. Me siento completamente en calma aquí. Una tranquilidad irreal punteada, que no estropeada, por el dolor, me embarga.

Cincuenta y dos minutos, cuarenta segundos.

De pronto el mundo enloquece. Dos de los Términus que están en mi campo de visión se levantan al unísono y al unísono abren fuego. Las detonaciones se siguen unas a otras como furiosos aplausos; ráfagas de luz acelerada vuelan de parte a parte, arrastrando tras ellas sombras blancas en el rojo sanguíneo del interior de la nave. Por el rabillo del ojo capto el eco de las lanzadas láser y la sombra y el movimiento agitado de los Términus. Los muy cabrones se están disparando entre sí conmigo en el medio. Algo inmenso cae de pronto sobre mí, aplastándome contra el suelo con la fuerza de un ariete enarbolado por una multitud furiosa; mi hombro izquierdo se sale de su sitio, multiplica por mil mi dolor y enloquece por enésima vez todos los sistemas de emergencia de mi cuerpo. Desconecto todos los centros de dolor y hago palanca con mi espalda hasta liberarme del terrible peso que me aplasta. Luego, con un potente golpe contra el suelo devuelvo el hueso del hombro a su sitio y quedo entonces boca arriba, contemplando el techo curvado de la nave, jadeando. Los disparos y los gritos han cesado.

Cincuenta y un minutos, dieciséis segundos.

Quedan tres Términus en pie, entre ellos el líder de escuadra que, de dos grandes trancos, llega hasta donde estoy y se acuclilla junto a mí. Enreda en los controles de mis grilletes con una de sus garras, en la otra todavía empuña su pistola, apuntando descuidadamente hacia el techo. El resto de la tripulación yace desmadejada en el suelo o aún sentada en sus asientos, allí donde les ha sorprendido el repentino ataque. Al olor a sangre y metal de la nave se le ha unido ahora la peste a incendio eléctrico recién sofocado.

El Términus oscuro acaba de enredar con mis grilletes, me coge de la garganta y me levanta del suelo con tanto ímpetu que mi cabeza golpea con fuerza contra el techo de la nave. No me importa. No siento nada. Una esfera de anestesia y apatía me rodea y nada de lo que ocurra fuera tiene para mí importancia alguna. Soy un espectador privilegiado de los acontecimientos, no un protagonista.

Mis brazos cuelgan exangües, como ramas muertas apenas unidas a mi cuerpo. Ha desconectado los campos magnéticos de los grilletes. Las comas doradas de sus ojos ovalados refulgen un instante de modo maléfico. Ni por un momento creo que me esté liberando, su intención es otra bien distinta. Creo que ha llegado la hora de esa muerte gloriosa que me han vaticinado.

—Has resultado ser francamente decepcionante… ¿Tanto escándalo por un mierda como tú?, ¿un
homo
con una bomba en el talón? Debes de poseer cualidades que soy incapaz de ver si el jefe se ha tomado tantas molestias para borrarte del mapa. Dime, escoria, ¿qué sabes hacer?, ¿qué clase de mierda eres para que te tenga tanto miedo?

Me zarandea y me golpea contra las paredes. Yo lo contemplo como si fuera un personaje de película, un actor sobreactuando por exigencias del mismo guión que reclamará su muerte unas escenas después.

—Malas noticias, amigo…, fuiste lo suficientemente astuto como para acabar con buena parte de la tripulación, pero en tu huida a la desesperada olvidaste un pequeño detalle… —la sonrisa de su rostro de metal se hace más afilada, hace un gesto a uno de los Términus supervivientes y de pronto una compuerta a mi espalda se abre. El viento del exterior entra en tromba en el interior de la nave. El Términus oscuro se adelanta un paso hacia la compuerta abierta mientras duplica la fuerza de su presa en mi cuello—. Te arrancamos tus cohetes y desactivamos tus sistemas antigravitacionales… —dice—. Lo olvidaste… Y sin ellos no puedes volar…

Y con una seca carcajada me lanza fuera de la nave.

En un instante tengo a las decenas de cámaras de Media Sinsonte que perseguían la nave revoloteando junto a mí. Las cámaras me siguen en mi prodigioso picado dispuestas a no perder el menor detalle de mi muerte, buscando el mayor número de puntos de vista posible para ofrecérsela al universo entero. El viento zumba en mis oídos. Sonrío y disfruto de la caída. Sí pudiera enlazar con las redes podría contemplar, desde múltiples perspectivas, cómo caigo, asistir a la que pudiera ser mi muerte en directo. La tierra, allí abajo, se va llenando poco a poco de detalles. Cuando veo la mancha gris de Nueva Tierra hacia el este y distingo la silueta de la estatua de la libertad decapitada entre las dos pirámides, decido que ya es hora de abandonar el papel de ángel caído y actuar.

BOOK: Premio UPC 2000
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Eagles at War by Ben Kane
Stalin by Oleg V. Khlevniuk
The Great Fog by H. F. Heard
Revolution Baby by Joanna Gruda, Alison Anderson
Blood and Destiny by Kaye Chambers