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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (35 page)

BOOK: Premio UPC 2000
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Podía conseguirme un trabajo de motor. Todos los caballos de fuerza que quieran. Dínamos y palancas. Energía limpia. No está mal pagado. No sé por qué no lo hago.

Tal vez porque los motores, las máquinas milagrosas de movimiento continuo son solitarias.

Con este trabajo veo gente.

Ignoro por qué este hecho es tan importante: odio a la gente. No, no es cierto, no la odio. No del todo.
Debería
ser un motor. Pero estoy enganchado.

Rotwang me enganchó: sus calles, su atmósfera gris, las luces encendidas a todas horas para intentar iluminar mil oscuridades, lo que yo soy.

Mi cansancio.

Sólo sé hacer esto. Podría volar sobre el edificio más alto, pero es imposible hacerlo sobre las rutinas.

Miro un segundo el edificio donde vivo, antes de entrar. Es gris y negro. Pesado y húmedo. Está cansado, como yo, a pesar de su piedra y granito y cristal y acero.

Supremo.

Qué buen chiste. 106 edificios
Supremos
en Rotwang. Un consorcio constructor con un muestrario de 106 modos de mal gusto. ¿A quién le gusta una S gigante en una fachada?

A las palomas, a los insectos, a la herrumbre, al agua encenagándose en lo que antes era un brillante color amarillo.

A mí. Un símbolo.

Las cosas no duran: el acero se corroe.

Yo vivo en la unión de los dos semicírculos de la S, la diagonal abarca dos pisos. Ambos iguales. Supuestamente vivo en uno y trabajo en otro. Pero no hay trabajo. Si comiera estaría en serios problemas.

Si bebiera.

Miro el trago que me he preparado, lo primero que hago en cuanto llego a casa. Psicosomático.

El alcohol no puede pasar por mis membranas estomacales hasta la corriente sanguínea. Soy invulnerable, incluso a nivel microscópico. No hay forma de emborracharme. Sin embargo, cada día necesito un trago.

Mis papilas gustativas son extremadamente sensibles. Me informan del calor absurdo del alcohol, de las corrientes heladas del hielo. El gusto amargo.

Una ceremonia.

No tiene mucho sentido, pero le da algo de coherencia a mis rutinas.

El viejo sillón sobre el cual descanso mi no-cansancio. El escritorio que gusto de observar, una larga y estática carrera entre sus cuarteaduras y el óxido.

Aguardo.

Los clientes vienen a horas inverosímiles, pero la mayoría prefiere llegar al filo del mediodía. Horas muertas.

Los que trabajan están aún en sus puestos, los que vegetan han despertado, quienes buscan comida empiezan a desesperarse, los drogadictos terminan su porción, los alcohólicos han tomado ya la primera copa del día.

Los clientes llegan.

No muchos, nunca demasiados, pero llegan. Cobro barato.

Después de todo no tengo muchos gastos.

La renta que nunca me van a cobrar mientras tenga esas fotografías del dueño, la comida que no compro, las botellas que no me sirven de nada.

Los impuestos que jamás he pagado. La luz, mis trajes, los zapatos que se caen a pedazos antes de comprar otros.

Este trabajo es una forma de conocer gente.

De sacarle fotografías, de denunciar sus movimientos, vender sus secretos, acercarla a la ira de quienes los amaron.

Pero es una forma.

Limpio la placa sobre mi escritorio.

DETECTIVE

Costó poco. Me dijeron que era inoxidable. La pátina café en su base me demuestra una vez más que no hay que confiar en nadie. No sé por qué confían en mí.

Hay periódicos que no he enmarcado, mucho más recientes y numerosos, con frases duras, afiladas, con hechos, cifras y fotografías que demuestran lo poco que soy de fiar.

Titulares que han despertado en mí la rutina sin sentido del
scotch.

Y aun así vienen.

Sé que no lo hacen para demostrarme que creen en mí, sino porque saben que alguien que ha caído tan bajo necesita un empleo.

Vienen con sus problemas y —también— con un poco de confianza en mí.

No deberían hacerlo.

Ni siquiera soy de este planeta.

II

La mujer que entró a mi despacho, a pesar de ser ciertamente humana, tampoco parecía pertenecer a la Tierra.

En su rostro pequeño estaba el desconcierto propio de los alienígenas recién desembarcados.

Así debieron de verme mis padres adoptivos cuando fui a estrellarme con mi nave y unos cuantos meses de edad, contra doce hectáreas de maíz listo para recolectar.

Ese año tuvieron que vender su casa. Pedir prestado. Perder la mitad de sus tierras.

Pero me tenían a mí.

Debieron conservar sus doce hectáreas.

—Jana Bryson —dijo la mujer, después de un momento.

Antes de continuar, de sentarse frente al escritorio y dejarme entrar a su vida, preguntó mi precio.

Todos tenemos un precio.

El mío, por casualidad, lo divulgaba a quien me lo pidiera. Precio económico, repito.

Suficiente para ella, con una cartera de piel de plástico y doce billetes arrugados mil veces de tanto contarlos, antes de que pudiera dármelos.

Si mi trabajo fuera gratis ella no vendría aquí.

Necesitaba que hiciéramos un trato: su dinero por mi lealtad.

Hay tratos peores.

Por ejemplo, el que ella había hecho: juró amar a un hombre (Walter Farragut) por toda la eternidad. La eternidad duró 329 días.

Después él se alejó, llegaba distraído del trabajo, perdía las quincenas, ya no era amable, discutía. No le hacía el amor.

Podía ser simple
stress.
Las dificultades del matrimonio.

Pero ese tipo de dificultades no abarca hechos como el desconocido entrando a la casa con una escopeta a las tres de la mañana para desintegrar al gato de la familia con un disparo a bocajarro.

La mujer despertando cuando el somnoliento «miau» de
Micho
fue acallado por la doble descarga.

El desconcierto de no saber qué pasaba, al mismo tiempo de comprobar que estaba sola en la cama, que Farragut no había llegado a pesar de ser tan tarde. Que bien podía entrar en ese instante dando un «buenos días» somnoliento, listo para ser callado por otro disparo.

¿Qué hacer? ¿Y cómo pensar en ello cuando es claro —por los sonidos— que alguien está destruyendo a culatazos el estéreo que regaló la mamá, la televisión a plazos, el cuadro de bodas que perdía los colores por un mal fijador?

El extraño recorrió los tres cuartos de su casa golpeándolo todo.

Bryson se acurrucó en su cama, se cubrió con las sábanas, abrazó las sombras pidiendo su protección porque su marido no estaba.

El extraño llegó ante su puerta y tocó, suavemente, con los nudillos.

—Buenas noches —dijo. Silencio.

Ella escuchó un ruido metálico, dos piezas al caer. Los cartuchos. El hombre al otro lado de la puerta estaba recargando su arma. —Dije
Buenas noches.
Silencio.

Chasquido. El arma lista, apuntando ya.

—B-buenas n-noches —respondió ella, con una voz enferma, con el miedo apretando su garganta. —Hasta mañana. —Has-hasta mañana. Silencio.

Un sonido suave. Los percutores depositados lentamente en su lugar, desactivando el disparo. —Dulces sueños. Luego, los pasos se alejaron.

Walter Farragut llegando poco después, descubriendo la puerta destrozada, una mancha orgánica en el piso que un par de horas antes era
Micho
, los muebles rotos.

La reacción lógica debió ser correr hacia la recámara. Mínimo para comprobar si su estado civil actual era casado o viudo.

Pero no hizo nada.

Cuando su mujer fue a verlo estaba en medio de la sala, mirándose las manos. Eso la asustó más que los disparos. Esa nada densa en la cual estaban sumergidos.

Debieron abrazarse, decir algo, protegerse.

Él pareció no darse cuenta de que ella lo observaba. De nada más que de sus manos. No temblaban.

Después, simplemente, salió de ahí.

No recogió su saco, no tomó su portafolio: dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. Desde entonces no había regresado. Cuarenta y ocho horas en algún punto de Rotwang.

Lo que esa mujer deseaba era algo simple: su esposo.

No respuestas, ni venganza, o protección alguna. Lo quería a él, vivo, entre sus brazos.

Aun así contó los billetes antes de dármelos.

Muy humano.

Con el tono más profesional posible le pedí sus datos, los anoté como si sirvieran de algo. El susurro de la pluma en el papel afirmaba que alguien, por fin, estaba entrando en acción.

No tenía completos los datos de su esposo: no sabía cuánto ganaba, siempre ignoró sus horarios, jamás averiguó el nombre completo de la empresa donde trabajaba.

Me trajo seis fotografías.

En cada una de ellas el hombre se veía diferente. Lo único idéntico era el nombre: Walter Farragut.

Treinta y tres años. Ingeniero químico. Casado con ella: Jana Bryson, ahora posible viuda de Farragut.

La única esperanza era yo.

De ser Bryson también habría lucido como un alienígena recién desembarcado. El mundo era demasiado oscuro para ser el planeta nativo.

Acepté el trabajo, por supuesto. ¿Por qué no? Soy inmune a las balas. Alguna ventaja debe acarrear venir de otra galaxia.

No garanticé nada, de todas maneras. No dije fechas. Sólo tomé el dinero y prometí hacer lo posible.

Lo posible siempre es poco, y la mujer y yo lo sabíamos, pero ¿qué más podía conseguirse a esos precios en Rotwang?

III

Siempre es necesario dejarle una tarea a los clientes, algo en qué ocupar las horas de espera.

Le pedí a Jana Bryson que fuera a vivir a otro lugar, que no le dijera a nadie dónde iba. Ella musitó el nombre de una madrina casi olvidada.

Le pregunté si su esposo sabía de esa mujer. —Sí.

—No sirve, entonces. Váyase a vivir a cualquier hotel lejos de Rotwang, visite algún viejo novio del cual nadie sepa nada.

Le pedí el teléfono de la madrina, y que la llamara cada tres días si había novedades.

De haberlas, la palabra clave sería
Micho.
Eso quería decir que era yo. Si alguien le dejaba un mensaje a mi nombre sin la palabra clave era una señal clara para huir de nuevo.

¿De qué? Quién sabe, pero huir es el mejor camino en estos días.

Fluir está de moda. Que cambiara de nombre, que no usara sus credenciales ni sus tarjetas, que huyera de otro hombre amable que diera las buenas noches.

La asusté.

Alguien asustado mira sobre su hombro. Se fija en los detalles, empieza a recordar… Se cuida.

Yo tardé mucho tiempo en mirar sobre el hombro. Creí que jamás iba a hacerlo. ¿Para qué? Me atropello un camión cuando niño y no pasó nada
(un camión destrozado, por supuesto, yo parpadeando estúpidamente mientras el polvo se asentaba lo suficiente para que mi madre comprobara que el metal del cofre me había rodeado con el impacto, que era
yo
lo que había detenido el vehículo, y
yo
el que lo había destrozado por completo —sin querer— al no moverme. Huimos como quien rompe una figurilla en una boutique)
, me caí en un pozo, me metí entre las navajas de la trilladora. Eso último fue grave. No teníamos dinero para otras navajas.

Pero a mí nunca me sucedió nada.

No entonces.

Las cámaras y sus flashes estaban todavía muy lejos, los amables periodistas que ya no lo fueron conmigo, los artículos y comentarios que destrozaban lo que yo era entonces con su fría objetividad.

Aún lejana, imposible incluso, el resultado de una autopsia. El día en que llegué al tribunal y la gente se volvió a verme, llena de desprecio.

Miré la fotografía de Walter Farragut, sonriéndole confiadamente a la cámara. Tal vez también creyó que nada podía pasarle a él, nada grave.

Como él, yo estaba equivocado. Algo en común.

Farragut trabajaba en
Dextroclocimentadora de Celhidrotoxinadratos. DeCe
, para que el nombre no ocupara tanto lugar en las tarjetas de presentación. Sólo una empresa química podría atreverse a llamarse así.

Fui hasta ahí. Un edificio
Supremo
, para variar. Un nuevo edificio
Supremo.
Por lo visto 106 eran muy pocos. Las nuevas construcciones son vidrio, aluminio, amplios corredores. Frágiles.

Era el sitio lógico donde empezar.

Según su esposa, Farragut tenía una vida de costumbres pequeñas y constantes. No le gustaba viajar, y le costaba mucho conocer nueva gente.

Los problemas debieron de venir de cerca, de ambientes conocidos, cercanos.

Siempre creemos que lo familiar es seguro.

La mayor parte de los asesinos son familiares de las víctimas.

Matamos a lo que queremos, ¿no?

¿Quién quería a Farragut en su trabajo?

En cuanto llegué me reconocieron: el extraterrestre detective. No parecían impresionados. Yo ya no representaba nada. Ningún símbolo me abría paso, no me cobijaba bajo ningún emblema. Aunque lo hubiera hecho, ¿quién cree en símbolos?

Sólo supieron que llevaba los zapatos sucios, que mi sobretodo necesitaba una buena lavada o un fuego misericordioso. Creyeron que mi ropa me representaba.

No los culpo: yo creí lo mismo de ellos.

Pulcros trabajadores de batas blancas y lentes cuidadosamente limpiados, que cuando no estaban tecleando una computadora sostenían una tablilla de notas en las manos. Todos jóvenes. La jubilación se encontraba demasiado lejos.

Me llevaron por oficinas descoloridas, bajo neones que ocultaban que
Supremo
seguía haciendo unos edificios deficientes. Llegamos a un laboratorio y a un hombre de apellido Ginter que me miró como un espécimen.

—¿Cuánto cobra por su cuerpo, señor K.? —preguntó. —¿Haciendo qué? —Por su cadáver.

—Si cobrara por él, ¿cómo podría recoger el dinero?

—¿Ha pensado donarlo a la ciencia?

—No.

—Debería pensarlo.

—Lo pensaré. ¿Conoce a Walter Farragut?

—Sí.

Silencio.

Mal asunto. Estaba a la defensiva. Generalmente los mejores datos los dan cuando no se les pregunta nada. Lo cual es una suerte. Nunca sé qué preguntar.

—¿Sabe si tenía problemas?

—¿Quién no los tiene?

—¿Problemas de trabajo?

—No.

—¿Cuál era el trabajo de Farragut?

—Variado. Depende. Generalmente investigación.

—¿Qué investigaba?

Sonrió. Mal, pero sonrió.

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