En cuanto David Brooks pisó la superficie negra, sus pies resbalaron como si hubiera pisado hielo. Aulló de dolor al golpearse contra el suelo de hormigón y de inmediato intentó levantarse pero no pudo. Siguió resbalando y cayendo una y otra vez. Se le rompieron las gafas y se cortó la nariz con los cristales. Tenía los labios cubiertos de partículas negras en movimiento. Empezaba a costarle respirar.
Rosie seguía gritando cuando el segundo enjambre se precipitó sobre David, y la mancha negra se propagó por su cara, sus ojos, su pelo. Sus movimientos era cada vez más desesperados; gemía lastimeramente, como un animal, y sin embargo, arrastrándose con manos y rodillas, consiguió abrirse camino hacia la puerta. Por fin tendió el brazo hacia arriba, agarró el tirador y logró erguir el tronco. Con un desesperado movimiento final, accionó el tirador y abrió la puerta al tiempo que caía de espaldas.
El sol abrasador penetró en la sala y con él entró el tercer enjambre.
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Rosie. La agarré del brazo cuando pasó junto a mí en dirección a David. Forcejeó para zafarse—. ¡Tenemos que ayudarle! ¡Tenemos que ayudarle!
—No podemos hacer nada.
—¡Tenemos que ayudarle!
—Rosie, no podemos hacer nada.
David rodaba por el suelo, negro de la cabeza a los pies. El tercer enjambre lo había envuelto. Era difícil ver a través de las partículas danzantes. La boca de David parecía un agujero oscuro, las cuencas de sus ojos estaban completamente negras. Pensé que posiblemente era incapaz de ver. Respiraba entrecortadamente, con un leve sonido estertóreo. El enjambre penetraba en su boca como un río negro.
Su cuerpo empezó a estremecerse. Se agarró el cuello. Golpeó el suelo con los pies convulsamente. Yo tenía la certeza de que estaba muriendo.
—Vamos, Jack —dijo Charley—. Larguémonos de aquí.
—¡No podéis dejarle! —gritó Rosie—. ¡No podéis, no podéis!
Arrastrándose, David cruzó la puerta y salió a la luz del sol. Sus movimientos eran menos vigorosos. Articulaba palabras con los labios pero oíamos gritos ahogados.
Rosie intentó soltarse.
Charley la agarró por el hombro y dijo:
—Maldita sea, Rosie…
—¡Vete a la mierda! —Se desprendió de Charley, me pisó el pie y, sorprendido, la solté. Ella se echó a correr y entró en la sala contigua, gritando—: ¡David! ¡David!
Él tendió hacia ella la mano, negra como la de un minero. Rosie le agarró la muñeca. Y al instante cayó, resbalando en el suelo negro tal y como le había ocurrido a él. Siguió pronunciando el nombre de David hasta que empezó a toser y una orla negra apareció en sus labios.
—Vámonos, por Dios —dijo Charley—. No puedo verlo.
Me sentí incapaz de mover los pies, incapaz de marcharme. Me volví hacia Mae. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Adelante —dijo.
Rosie seguía gritando el nombre de David al tiempo que lo abrazaba y lo estrechaba contra su pecho. Pero él ya no parecía moverse.
—No es culpa tuya, joder —dijo Charley, inclinándose hacia mí.
Asentí lentamente con la cabeza. Sabía que eso era verdad.
—Demonios, este es tu primer día de trabajo. —Charley alargó el brazo hacia mi cinturón y encendió el transmisor—. Vamos.
Me volví hacia la puerta delantera.
Y salimos.
Bajo el tejadillo ondulado del cobertizo, el aire se notaba caliente e inmóvil. Oí el susurro del motor de la videocámara instalada junto al tejadillo. Ricky debía de habernos visto salir por los monitores. En los auriculares sonó un silbido de interferencia estática.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Ricky.
—Nada bueno —contesté.
Más allá de la línea de sombra, el sol vespertino brillaba aún con intensidad.
—¿Dónde están los otros? —quiso saber Ricky—. ¿Estáis todos bien?
—No. Todos no.
—Pues cuéntame…
—Ahora no.
Estábamos todos aturdidos por lo ocurrido. Nuestro único impulso era intentar ponernos a salvo.
El edificio del laboratorio se hallaba a nuestra derecha y nos separaban de él cien metros de desierto. Podíamos llegar a la puerta del grupo electrógeno en treinta o cuarenta segundos. Nos encaminamos hacia allí con un trote enérgico. Ricky seguía hablando, pero no le contestamos. Todos pensábamos lo mismo: en medio minuto llegaríamos a la puerta y estaríamos en lugar seguro.
Pero nos habíamos olvidado del cuarto enjambre.
—¡Joder! —exclamó Charley.
El cuarto enjambre salió de una esquina del laboratorio y vino derecho hacia nosotros. Confusos, nos detuvimos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Mae—. ¿Actuamos como una bandada?
—No. —Negué con la cabeza—. Solo somos tres.
Éramos un grupo demasiado pequeño para desorientar a un depredador. Pero no se me ocurría ninguna otra estrategia. Empecé a repasar mentalmente todos los estudios sobre la relación entre depredador y presa que había leído. Estos estudios coincidían en un aspecto tanto si se basaban en las hormigas guerreras como en los leones del Serengeti; los datos confirmaban una dinámica fundamental: si de ellos dependía, los depredadores mataban a todas las presas hasta que no quedaba ninguna, a menos que hubiera un refugio para la presa. En la vida real, el refugio podía ser un nido en un árbol, una madriguera subterránea, o un remanso profundo en un río. Si las presas contaban con un refugio, sobrevivían. Sin refugio, las mataban a todas.
—Creo que estamos jodidos —dijo Charley.
Necesitábamos un refugio. El enjambre se acercaba. Casi podía sentir los alfilerazos en la piel y el sabor a ceniza en la boca. Teníamos que encontrar cobijo antes de que el enjambre nos alcanzara. Giré en redondo, mirando en todas direcciones pero no vi nada, excepto…
—¿Están los coches cerrados con llave?
El auricular crepitó.
—No deberían estarlo —informó Ricky.
Nos dimos media vuelta y echamos a correr.
El coche más cercano era un Ford sedán azul. Abrí la puerta del conductor, y Mae la del pasajero. Teníamos el enjambre justo detrás de nosotros. Oía el sonido palpitante cuando yo cerré mi puerta y Mae la suya. Charley, todavía con el atomizador, intentaba abrir la puerta trasera del lado del pasajero, pero tenía el seguro puesto. Mae se giró en el asiento para abrirlo, pero Charley ya se había vuelto hacia el coche contiguo, un Land Cruiser, y entró. Y cerró la puerta.
—¡Uf! —exclamó Charley—. ¡Joder, qué caliente!
—Sí, ya lo sé —dije. El interior del coche parecía un horno. Mae y yo estábamos sudando. El enjambre se precipitó hacia nosotros y se arremolinó sobre el parabrisas, palpitando, desplazándose a uno y otro lado.
Por los auriculares Ricky, aterrorizado, dijo:
—¿Chicos? ¿Dónde estáis? ¿Chicos?
—Dentro de los coches.
—¿Qué coches?
—¿Qué más da? —dijo Charley—. Estamos en dos coches, Ricky.
El enjambre negro se apartó de nuestro sedán y se acercó al Toyota. Lo observamos deslizándose de una ventanilla a otra, intentando entrar. Charley me sonrió a través del cristal.
—No es como en el edificio. Estos coches cierran herméticamente. Así pues… que se jodan.
—¿Y las entradas de aire? —pregunté.
—He cerrado las mías.
—Pero no son herméticas, ¿no?
—No —contestó Charley—. Pero tendrían que entrar por debajo del capó para llegar. O quizá por el maletero. Y me juego algo a que a esta pelota zumbante no se le ocurre.
Dentro de nuestro coche, Mae cerraba las entradas de aire del salpicadero una tras otra. Abrió la guantera, miró dentro y volvió a cerrar.
—¿Has visto alguna llave? —pregunté.
Movió la cabeza en un gesto de negación.
Por los auriculares, Ricky informó:
—Chicos, tenéis más compañía.
Al volverme, vi otros dos enjambres procedentes de la unidad de almacenamiento. De inmediato empezaron a arremolinarse alrededor de nuestro coche. Tenía la sensación de hallarme en medio de una tormenta de arena. Miré a Mae. Estaba sentada muy quieta, inexpresiva, limitándose a observar.
Las dos nuevas nubes acabaron de rodear el coche y luego se situaron en la parte delantera. Una se colocó junto a la ventanilla de Mae. Palpitaba, despidiendo destellos plateados. La otra estaba sobre el capó del coche, desplazándose desde el lado de Mae al mío. De vez en cuando se precipitaba sobre el parabrisas y se dispersaba a lo ancho del cristal. Luego volvía a unirse, retrocedía y venía de nuevo.
Charley se echó a reír.
—Intentan entrar. Ya os lo he dicho: no pueden.
Yo no estaba tan seguro. Advertí que a cada acometida el enjambre se alejaba más sobre el capó, como si tomara carrerilla. Pronto retrocedió hasta la rejilla delantera. Y si empezaba a inspeccionar la rejilla, encontraría la abertura de los conductos de ventilación. Y todo habría terminado.
Mae revolvía en el interior del compartimiento situado entre los dos asientos. Encontró un rollo de cinta adhesiva y una caja de bolsas de plástico para sándwiches.
—Quizá podamos sellar con cinta las entradas de aire.
Negué con la cabeza.
—No sirve de nada —contesté—. Son nanopartículas. Con su tamaño, pueden atravesar una membrana.
—¿Quieres decir que traspasarían el plástico?
—O lo rodearían, a través de pequeñas grietas. No puedes sellarlo lo bastante para impedir que entren.
—¿Nos quedamos aquí de brazos cruzados, pues?
—En esencia, sí.
—Con la esperanza de que no descubran el camino.
Asentí con la cabeza.
—Así es.
Por los auriculares, Bobby Lembeck dijo:
—Empieza a levantarse el viento otra vez. Seis nudos.
Daba la impresión de que intentaba animarnos, pero seis nudos no eran suficiente fuerza ni remotamente. Fuera, los enjambres se movían sin esfuerzo en torno al coche.
—¿Jack? —dijo Charley—. He perdido de vista mi enjambre. ¿Dónde está?
Miré hacia el coche de Charley y vi que el tercer enjambre había bajado a la rueda delantera, donde se movía en círculos y entraba y salía a través de los orificios del tapacubos.
—Está examinando tus tapacubos, Charley —dije.
—Mmm. —Parecía preocupado, y con razón. Si el enjambre empezaba a explorar el coche parte por parte, quizá encontrara una vía de entrada—. Supongo que la cuestión es qué nivel ha alcanzado su componente de autoorganización.
—Así es —dije.
—¿Lo cual significa…? —preguntó Mae.
Se lo expliqué. Los enjambres no tenían un guía, ni inteligencia central. Su inteligencia era la suma de las partículas individuales. Esas partículas se autoorganizaban en un enjambre, y su tendencia autoorganizativa tenía resultados imprevisibles. En realidad, no se sabía qué harían. Los enjambres podían continuar siendo ineficaces, como hasta ese momento; podían encontrar la solución por casualidad, o podían empezar a buscar de una manera organizada.
Pero hasta el momento no lo habían hecho.
Tenía la ropa empapada en sudor. El sudor me goteaba desde la nariz y la barbilla. Me enjugué la frente con el dorso de la mano. Miré a Mae. También ella sudaba.
—¿Eh, Jack? —dijo Ricky.
—¿Qué?
—Julia ha telefoneado hace un rato. Ha salido del hospital y…
—Ahora no, Ricky.
—Vendrá a la fábrica esta noche.
—Después hablamos, Ricky.
—Solo pensaba que quizá quisieras saberlo.
—¡Dios santo! —prorrumpió Charley—. ¿Puede decirle alguien a ese gilipollas que se calle? ¡Estamos ocupados!
—Ocho nudos de viento ya —informó Bobby Lembeck—. No, perdón… siete.
—Dios mío, el suspense me está matando —comentó Charley—. ¿Dónde está mi enjambre ahora?
—Debajo del coche. No veo qué hace… no, espera… está saliendo por detrás, Charley. Parece que examina tus luces de posición.
—Un entusiasta de los coches —dijo—. Bueno, que examine.
Estaba mirando por encima del hombro en dirección al enjambre de Charley cuando Mae dijo:
—Mira, Jack.
El enjambre situado junto a su ventanilla había cambiado. Presentaba un color casi por completo plateado; vibraba pero permanecía muy estable, y en su superficie plateada vi reflejarse la cabeza y hombros de Mae. El reflejo no era perfecto, porque los ojos y la boca aparecían un tanto desdibujados, pero en esencia era preciso.
Fruncí el entrecejo.
—Es un espejo…
—No —dijo ella—. No lo es. —Volvió la cabeza para mirarme, y su imagen en la superficie plateada no se alteró. El rostro siguió mirando hacia el interior del coche. Al cabo de un momento, la imagen tembló, se disipó y volvió a formarse para mostrar la parte posterior de su cabeza—. ¿Qué significa eso?
—Tengo una idea bastante aproximada, pero…
El enjambre de la parte delantera hacía lo mismo, salvo que en su superficie plateada nos veíamos los dos sentados uno al lado del otro dentro del coche, visiblemente asustados. La imagen aparecía también un tanto desdibujada. Y esta vez advertí claramente que el enjambre no era un espejo en sentido literal. El propio enjambre generaba la imagen mediante la exacta disposición de las partículas individuales, lo cual significaba…
—Mala noticia —dijo Charley.
—Lo sé —contesté—. Están innovando.
—¿Qué crees? ¿Es uno de los parámetros predeterminados?
—En esencia, sí. Supongo que es imitación.
Mae movió la cabeza en un gesto de incomprensión.
—El programa predetermina ciertas estrategias para facilitar la consecución de objetivos. Las estrategias reproducen el comportamiento de los depredadores reales. Así que una de las estrategias predeterminadas es permanecer inmóvil y esperar, acechar. Otra es deambular al azar hasta tropezarse con la presa y entonces perseguir. Una tercera es el camuflaje, eligiendo algún elemento del entorno para fundirse con él. Y una cuarta es imitar el comportamiento de la presa.
—¿Piensas que eso es imitación? —preguntó.
—Pienso que es una forma de imitación.
—¿Intenta parecerse a nosotros?
—Sí.
—¿Es comportamiento emergente? ¿Se ha desarrollado por si sólo?
—Sí —respondí.
—Mala noticia —dijo Charley lastimeramente—. Muy mala noticia.
Sentado en el coche, empecé a enfurecerme, porque esa formación de reflejos implicaba que yo desconocía la verdadera estructura de las nanopartículas. Me habían dicho que había una lámina piezoeléctrica que reflejaba la luz. Así que no era raro que el enjambre de vez en cuando despidiera destellos plateados bajo el sol. Eso no exigía una compleja orientación de las partículas. De hecho, cabía esperar esa clase de ondas plateadas como efecto aleatorio del mismo modo que las autovías con tráfico denso se atascan de manera intermitente. La congestión se debía a cambios de velocidad aleatorios de uno o dos automovilistas, pero el efecto se propagaba por toda la autovía. Lo mismo sería aplicable a los enjambres. Un efecto casual se transmitiría como una onda a lo largo del enjambre. Y eso habíamos visto.