Presa (33 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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En el compartimiento el aire empezaba a oscurecerse. Cada vez me costaba más ver a Mae y Bobby. Con gestos me indicaban algo más, pero no lo entendía. Empezaban a parecerme distantes, distantes e intrascendentes. No me quedaba energía, ni me preocupaba.

Dos zapatos, cuatro zapatos.

Y por fin comprendí. Me volví de espaldas a Charley, me apoyé contra él y dije:

—Pon los brazos alrededor de mi cuello.

Lo hizo, y yo, cogiéndolo por las piernas lo levanté del suelo.

Al instante la puerta se cerró.

Eso era, pensé.

El viento empezó a soplar sobre nosotros. El aire se despejó rápidamente. Me esforcé por mantener a Charley en alto y lo conseguí hasta que vi abrirse la segunda puerta. Mae y Bobby entraron apresuradamente al compartimiento.

Y yo me desplomé. Charley cayó sobre mí. Creo que fue Bobby quien me lo sacó de encima. No estoy seguro. A partir de ese momento apenas recuerdo nada.

EL NIDO
Día 6
18.18

Desperté en mi cama del módulo residencial. Las unidades de tratamiento de aire rugían de tal modo que la habitación retumbaba como un aeropuerto. Legañoso, me dirigí hacia la puerta con paso tambaleante. Estaba cerrada con llave. La golpeé varias veces pero nadie acudió, ni siquiera cuando grité. Fui al terminal del escritorio y lo encendí. Apareció un menú y busqué algún tipo de intercomunicador. No vi nada de esas características pese a que examiné la pantalla durante un rato. Debí de activar algo, porque apareció una ventana y Ricky me sonrió desde ella.

—Así que estás despierto —dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Abre esa puerta.

—¿Está cerrada con llave?

—Ábrela, maldita sea.

—Era solo por tu protección.

—Ricky, abre la puerta.

—Ya lo he hecho. Está abierta, Jack.

Me acerqué a la puerta. Era verdad; se abrió de inmediato. Eché un vistazo al cerrojo. Había un pasador extra, una especie de mecanismo de cierre a distancia. Debía acordarme de cubrirlo con cinta adhesiva.

—Quizá te apetezca tomar una ducha —sugirió Ricky desde el monitor.

—Sí, me apetece. ¿Por qué hace tanto ruido la salida de aire?

—En tu habitación la hemos puesto a plena potencia por si quedaba alguna partícula —explicó Ricky.

Revolví en el interior de mi bolsa para sacar ropa.

—¿Dónde está la ducha?

—¿Necesitas ayuda?

—No, no necesito ayuda. Solo quiero que me digas dónde está la ducha.

—Te noto enfadado.

—Vete a la mierda, Ricky.

La ducha me sentó bien. Permanecí bajo el chorro unos veinte minutos, dejando que el agua caliente corriera por mi cuerpo dolorido. Tenía muchos moretones, en el pecho, en el muslo, pero no recordaba cómo me los había hecho.

Cuando salí, encontré allí a Ricky, sentado en un banco.

—Jack, estoy muy preocupado.

—¿Cómo está Charley?

—Bien, parece. Ahora duerme.

—¿También has cerrado con llave su habitación?

—Jack, sé por lo que has pasado y quiero que sepas que te estamos muy agradecidos por lo que has hecho…, es decir la compañía te está agradecida, y…

—A la mierda la compañía.

—Jack, entiendo tu enfado.

—Déjate de rollos, Ricky. Nadie me ha ayudado. Ni tú, ni ninguna otra persona de esta fábrica.

—No dudo que da esa impresión…

—No es una impresión, Ricky. Cuando digo nadie quiero decir nadie.

—Jack, Jack, por favor. Intento decirte que lamento todo lo ocurrido. Lo siento mucho, de verdad. Si hubiera alguna posibilidad de volver atrás y cambiarlo, lo haría, créeme.

Lo miré.

—No te creo, Ricky.

Me dirigió una de sus persuasivas sonrisas.

—Espero que a su debido tiempo cambies de opinión.

—No lo esperes.

—Sabes que siempre he valorado nuestra amistad, Jack. Para mí siempre ha sido lo más importante.

Mantuve la mirada fija en él. Ricky no me escuchaba. Tenía en el rostro aquella estúpida expresión risueña y optimista. Me pregunté si tomaba alguna droga. Desde luego actuaba de manera extraña.

—Bueno, da igual. —Respiró hondo y cambió de tema—. Una buena noticia: va a venir Julia, llegará hoy a última hora.

—¿Para qué viene?

—Sin duda porque le preocupan estos enjambres fuera de control.

—¿Le preocupan mucho? —pregunté—. Porque estos enjambres podrían haber sido eliminados hace semanas, cuando empezaron a mostrarse las tendencias evolutivas. Pero eso no ocurrió.

—Sí, bueno, el hecho es que por entonces nadie entendía en realidad…

—Yo creo que sí lo entendían.

—Pues no. —Consiguió adoptar el aspecto de quien se siente injustamente acusado y un poco ofendido, pero yo comenzaba a cansarme del juego.

—Ricky —dije—, he venido en el helicóptero con varios tipos de relaciones públicas. ¿Quién les comunicó que tenéis aquí un problema de relaciones públicas?

—No sé nada de esos relaciones públicas.

—Les habían dicho que no debían salir del helicóptero, que esto era peligroso.

Negó con la cabeza.

—No tengo la menor idea… no sé de qué me hablas.

Levanté las manos en un gesto de exasperación y salí del cuarto de baño.

—¡No lo sé! —protestó Ricky—. Te juro que no sé nada de eso.

Media hora después, en una especie de ofrecimiento de paz, Ricky me trajo el código desaparecido que le había pedido. Era breve, solo una hoja de papel.

—Disculpa por esto —dijo—. Me ha costado un rato encontrarlo. Rosie separó todo un subdirectorio hace unos días para trabajar en una sección. Supongo que se olvidó de reintroducirlo. Por eso no estaba en el directorio principal.

—Ya. —Examiné la hoja—. ¿En qué estaba trabajando?

Ricky se encogió de hombros.

—Eso es lo que no me explico. En otro archivo.

/*
Mod Compstat-do
*/

Exec mode
{Øij (Cx1, Cy1, Cz1)}/*inic*/

{∂ij (x1,y1,z1)}/*estado*/

{∂ikl (x1,y1,z1) (x2,y2,z2)}/*rastreo*/

Push
{z(¡)} /*guardar*/

React
/*ref estado*/

ß1 {(dx(¡,j,k)}{
place
(Cj,Hj)}

ß2 {(fx,(a,q))}

Place {z(q)} /*guardar*/

Intent
/*ref intent*/

ßijk {(dx(¡,j,k)}{
place
(Cj,Hj)}

ßx {(fx,(a,q))}

Load
{z(i) }/*guardar*/

Exec
(move {Øij (Cx1, Cy1, Cz1)})

Exec
(pre{Ø ij (Hx1, Hy1, Hz1)})

Exec
(post{Ø ij (Hx1, Hy1, Hz1)})

Push
{∂ij (x1,y1,z1)}

{∂ikl (x1, y1, z1)
move (x2,y2,z2)}/*rastreo*/

(0,1,0,01)

—Ricky —dije—, este código es casi idéntico al original.

—Sí, eso creo. Todos los cambios son menores. No sé por qué le das tanta importancia. —Se encogió de hombros—. Es decir, en cuanto perdimos el control del enjambre, el código concreto, desde mi punto de vista, carecía de interés. En todo caso no podía cambiarse.

—¿Y cómo perdisteis el control? En este código no hay algoritmo evolutivo.

Extendió las manos.

—Jack, si supiéramos eso lo sabríamos todo. No estaríamos metidos en este lío.

—Pero, Ricky, me pidieron que viniera aquí a estudiar los problemas del código que había escrito mi equipo. Me dijeron que los agentes perdían el rastro de sus objetivos…

—Yo diría que librarse del control de radio es perder el rastro de los objetivos.

—Pero el código no ha cambiado.

—No, ya, en realidad a nadie le importaba el código en sí, Jack. Lo que cuenta son las consecuencias del código, el comportamiento que emerge del código. Con eso queríamos que nos ayudaras. Porque es tu código, ¿no?

—Sí, y es vuestro enjambre.

—Es verdad, Jack.

Se encogió de hombros, como riéndose de sí mismo y salió de la habitación. Contemplé la hoja durante un rato y me pregunté por qué me había sacado una copia por impresora. Eso significaba que no podía comprobar el documento electrónico. Quizá Ricky estaba enmascarando otro problema más. Quizá el código sí había sido modificado, pero él me lo ocultaba. O quizá…

Al diablo, pensé. Arrugué la hoja y la tiré a la papelera. Fuera cual fuese la solución a ese problema, no estaría en el código informático. De eso no cabía duda.

Mae estaba en el laboratorio de biología atenta a su monitor, con la barbilla apoyada en la mano.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

—Sí. —Sonrió—. ¿Y tú?

—Solo un poco cansado. Y me duele otra vez la cabeza.

—A mí también, pero creo que en mi caso se debe a este fago.

Señaló la pantalla. Mostraba la imagen en blanco y negro de un virus obtenida a través de un microscopio electrónico. El fago parecía un obús: una cabeza abultada y puntiaguda, unida a una cola más estrecha.

—¿Ese es el nuevo mutante del que me hablabas? —dije.

—Sí. Ya he desactivado un depósito de fermentación. La producción está solo al sesenta por ciento de su capacidad. Aunque eso poco importa, supongo.

—¿Y qué estás haciendo con ese depósito desactivado?

—Ensayos con reagentes antivirales —contestó—. Aquí tengo un número limitado de ellos. De hecho, no es nuestro objetivo analizar contaminantes. El protocolo solo exige desactivar y limpiar cualquier depósito que deje de funcionar correctamente.

—¿Por qué no lo habéis hecho?

—Al final probablemente lo haré. Pero como este es un nuevo mutante, pensé que era mejor encontrar primero un contraagente, porque lo necesitarán para la producción futura. Es decir, el virus volverá.

—¿Quieres decir que reaparecerá? ¿Reevolucionará?

—Sí. En una forma más o menos virulenta, pero en esencia el mismo.

Asentí con la cabeza. Conocía esa situación por mi trabajo con algoritmos genéticos, programas concebidos específicamente para imitar la evolución. La mayoría de la gente imaginaba la evolución como un proceso aislado, una confluencia de sucesos casuales. Si las plantas no hubieran empezado a producir oxígeno, no se habría desarrollado la vida animal. Si un asteroide no hubiera barrido del planeta a los dinosaurios, los mamíferos no habrían aparecido. Si algunos peces no hubieran salido a tierra, seguiríamos en el agua. Y así sucesivamente.

Todo eso era verdad hasta cierto punto, pero la evolución tenía otro lado. Ciertas formas y pautas de vida reaparecían una y otra vez. Por ejemplo, el parasitismo —un animal viviendo a costa de otro— se había desarrollado de manera independiente muchas veces a lo largo de la evolución. El parasitismo era una pauta fiable de interacción para las formas de vida, y reemergía.

Un fenómeno análogo tenía lugar con los programas genéticos. Tendían a encaminarse hacia ciertas soluciones ensayadas. Los programadores las llamaban picos en un paisaje de adecuación; podían representarlo como una cordillera montañosa tridimensional de falso color. Pero el hecho era que la evolución también tenía su lado estable.

Y algo con lo que podía contarse era que cualquier caldo de cultivo de bacterias tenía muchas probabilidades de ser contaminado por un virus, y si ese virus no podía infectar a las bacterias, mutaba a una forma que sí fuera capaz de hacerlo. Podía contarse con eso en igual medida que cabía esperar encontrar hormigas en el azucarero si se lo dejaba demasiado tiempo en el mármol de la cocina.

Considerando que la evolución se había estudiado durante ciento cincuenta años, era sorprendente que aún se la conociera tan poco. Las antiguas ideas acerca de la supervivencia de los más aptos habían quedado desfasadas hacía mucho. Esos puntos de vista eran demasiado simplistas. Los pensadores del siglo XIX veían la evolución como «la naturaleza con garras y dientes», imaginando un mundo donde los animales fuertes mataban a los débiles. No habían tenido en cuenta que los más débiles inevitablemente se fortalecerían o se defenderían de algún modo, cosa que por supuesto siempre ocurría.

Las nuevas ideas ponían de relieve la interacción entre formas en continua evolución. Algunos hablaban de la evolución como una carrera armamentística, aludiendo con ello a una interacción creciente. Una planta atacada por una plaga desarrolla un pesticida en las hojas. La plaga evoluciona para tolerar el pesticida, así que la planta desarrolla un pesticida más potente. Y así sucesivamente.

Otros hablaban de esta tendencia como coevolución, según la cual dos o más formas de vida evolucionaban simultáneamente para tolerarse la una a la otra. Así, una planta atacada por las hormigas evoluciona para tolerar a las hormigas, incluso empieza a generar un alimento especial para ellas en la superficie de sus hojas. A cambio, las hormigas huéspedes protegen a la planta, picando a cualquier animal que intenta comerse las hojas. Pronto ni la planta ni la hormiga pueden sobrevivir la una sin la otra.

Esta tendencia era tan básica que muchos creían que era el núcleo real de la evolución. El parasitismo y la simbiosis eran el verdadero fundamento del cambio evolutivo. Estos procesos se encontraban en el corazón mismo de toda evolución, y habían estado presentes desde el principio. Lynn Margulis se hizo famoso por demostrar que las bacterias inicialmente habían desarrollado núcleos engullendo a otras bacterias.

En el siglo XXI era evidente que la coevolución no se limitaba a criaturas emparejadas en una danza aislada. Existían tendencias coevolutivas con tres, diez o
n
formas de vida, donde
n
podía ser cualquier número. Un maizal contenía muchas clases de plantas, era atacado por muchas plagas y desarrollaba muchos mecanismos de defensa. Las plantas competían con las malas hierbas; las plagas competían con otras plagas; los animales superiores se comían tanto a las plantas como a las plagas. El resultado de esta compleja interacción era siempre el cambio, la evolución.

Y era inherentemente imprevisible.

Por eso, en último extremo estaba tan furioso con Ricky.

Él debería haber conocido los peligros al advertir que no podía controlar a los enjambres. Era una locura quedarse de brazos cruzados y permitir que evolucionaran por su cuenta. Ricky era muy inteligente; conocía los algoritmos genéticos y los antecedentes biológicos de las actuales tendencias en programación.

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