Presa (29 page)

Read Presa Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
12.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué puede ser, pues?

—Creo que ha visto algo.

—¿Qué? —dijo Charley.

Me temía que conocía la respuesta. El enjambre equivalía a una cámara de alta resolución combinada con una red de inteligencia distribuida. Y una de las cosas que esta clase de redes hacía especialmente bien era detectar pautas. Por esa razón utilizaban programas de redes distribuidas para identificar caras en los sistemas de seguridad o para unir los fragmentos rotos de piezas de alfarería arqueológicas. Las redes descubrían pautas en los datos mejor que el ojo humano.

—¿Qué pautas? —preguntó Charley cuando se lo comenté—. Ahí fuera no hay nada que detectar aparte de arena y espinas de cactus.

—Y huellas —añadió Mae.

—¿Cómo? ¿Te refieres a nuestras huellas? ¿De cuando hemos venido aquí? Joder, Mae, el viento ha estado levantando la arena durante quince minutos. No queda una sola huella que encontrar.

Observamos el enjambre allí suspendido, elevándose y descendiendo como si respirara. La nube era ahora casi por completo negra, sin más que algún que otro destello plateado. Había permanecido en el mismo punto durante diez o quince segundos, repitiendo aquel palpitante movimiento de ascenso y descenso. Los otros enjambres mantenían su zigzagueo, pero este se quedaba donde estaba.

Charley se mordió el labio.

—¿De verdad crees que ve algo?

—No lo sé —contesté—. Quizá.

De pronto el enjambre se elevó y empezó a desplazarse otra vez. Pero no venía hacia nosotros. Trazó una diagonal por el desierto en dirección a la puerta del grupo electrógeno. Cuando llego allí, se detuvo y giró sobre sí mismo.

—¿Qué demonios hace? —dijo Charley. Yo lo sabía. También Mae.

—Ha seguido nuestro rastro —respondió ella—. Hacia atrás.

El enjambre había recorrido el camino que nosotros habíamos tomado inicialmente desde la puerta hasta el tapetí. La duda era qué haría a continuación.

Los siguientes cinco minutos fueron tensos. El enjambre desanduvo el camino y volvió hasta el tapetí. Se arremolinó en torno el tapetí durante un rato, dibujando lentos semicírculos. Regresó a la puerta del grupo electrógeno. Permaneció allí por un momento y luego volvió hasta el tapetí.

Repitió esta secuencia tres veces. Entretanto los otros enjambres habían continuado su zigzagueo alrededor del edificio y en ese momento no se los veía. El enjambre solitario regresó a la puerta y una vez más se encaminó hacia el tapetí.

—Ha caído en un bucle —dijo Charley—. Hace lo mismo una y otra vez.

—Para suerte nuestra —comenté. Esperaba ver si el enjambre variaba su comportamiento. Por el momento no había sido así. Y si tenía muy poca memoria, actuaría como un enfermo de Alzheimer, incapaz de recordar que había hecho ya antes todo aquello.

En ese momento se movía en semicírculos en torno al tapetí.

—Ha caído en un bucle, está claro —repitió Charley.

Esperé.

No había podido revisar todos los cambios introducidos en PREDPRESA, porque faltaba el módulo central. Pero el programa original incluía un elemento aleatorio, a fin precisamente de resolver situaciones como aquella. Cuando PREDPRESA no conseguía alcanzar su objetivo y el entorno no ofrecía información específica para provocar una nueva acción, su comportamiento se modificaba aleatoriamente. Era una solución muy utilizada. Los psicólogos, por ejemplo, creían actualmente que se requería cierto grado de comportamiento aleatorio para que apareciera una innovación. Era imposible actuar de manera creativa sin probar nuevas direcciones, y muy probablemente esas direcciones se elegían al azar.

—Oh, oh —dijo Mae.

El comportamiento había cambiado.

El enjambre empezó a trazar círculos más amplios alrededor del tapetí. Y casi de inmediato descubrió otro camino. Se detuvo por un momento y súbitamente se elevó y se dirigió hacia nosotros. Seguía exactamente el mismo camino que habíamos tomado hacia la unidad de almacenamiento.

—Mierda —dijo Charley—. La hemos jodido.

Mae y Charley corrieron al lado opuesto de la sala para mirar por la ventana. David y Rosie se levantaron y echaron un vistazo por la ventana que había sobre el fregadero. Y yo comencé a gritar:

—¡No, no! ¡Apartaos de las ventanas!

—¿Cómo?

—Es visual, ¿recordáis? Apartaos de las ventanas.

En la unidad de almacenamiento no había ningún sitio donde esconderse. Rosie y David se ocultaron bajo el fregadero. Charley se apretujó al lado de ellos, indiferente a sus protestas. Mae desapareció entre las sombras de un rincón, deslizándose en el espacio que separaba dos estanterías. Solo podía vérsela desde la ventana de la pared oeste, y desde allí con dificultad.

La radio crepitó.

—¿Chicos? —Era Ricky—. Uno va hacia vosotros. Y… no… los otros dos se unen a él.

—Ricky —dije—. Corta la comunicación.

—¿Cómo?

—No más contacto por radio.

—¿Por qué?

—Corta, Ricky.

Me arrodillé tras una caja de cartón con provisiones en la sala principal. La caja no me ocultaba por completo —me asomaban los pies—, pero al igual que a Mae, no se me veía fácilmente. Desde el exterior una persona tendría que mirar oblicuamente por la ventana norte para verme. En todo caso, no podía hacer otra cosa.

Desde mi posición, veía a los otros apiñados bajo el fregadero. No veía a Mae a menos que asomara la cabeza por el lado de la caja. Cuando lo hice, la noté serena. Volví a esconder la cabeza y esperé.

Solo oía el zumbido del aire acondicionado.

Pasaron diez o quince segundos. Veía el sol que entraba a través de la ventana norte por encima del fregadero. Formaba un rectángulo blanco en el suelo a mi izquierda.

Mi auricular crepitó.

—Sin contacto, ¿por qué?

—Joder —masculló Charley.

Me llevé un dedo a los labios y moví la cabeza en un gesto de negación.

—Ricky —dije—, ¿no tenían estas partículas capacidad auditiva?

—Sí, quizá un poco, pero…

—Cállate y corta la comunicación.

—Pero…

Busqué a tientas el transmisor prendido de mi cinturón y lo desconecté. Hice una seña a los que estaban bajo el fregadero. Los tres apagaron sus transmisores.

Charley formó unas palabras con los labios. Creo que dijo: «Ese hijo de puta quiere que nos maten».

Pero no estaba seguro.

Esperamos.

No podían haber pasado más de dos o tres minutos, pero se me antojó una eternidad. Empezaban a dolerme las rodillas. Intentando ponerme más cómodo, cambié cuidadosamente de postura. Tenía ya la certeza de que el primer enjambre andaba cerca. Aún no había aparecido en las ventanas, y me preguntaba por qué tardaba tanto. Quizá se había detenido en el camino para inspeccionar los coches. Sentí curiosidad por saber qué idea se formaría la inteligencia de enjambre de un automóvil. Debía resultar extraño para aquel ojo de alta resolución. Pero quizá como los coches eran inanimados el enjambre los pasaría por alto tomándolos por rocas grandes de varios colores.

Aun así… ¿por qué tardaba tanto? Las rodillas me dolían más a cada segundo que pasaba. Cambié de postura apoyando el peso en las manos y levantando las rodillas, como un velocista en sus marcas. Sentí un momentáneo alivio. Tan concentrado estaba en mi dolor que al principio no advertí que el resplandeciente rectángulo blanco del suelo se oscurecía en el centro, ni que la sombra se extendía hacia los lados. Al cabo de un instante todo el rectángulo se volvió gris.

Allí estaba el enjambre.

Tuve la sensación de que, bajo el zumbido del aire acondicionado, se percibía aquel sonido grave y palpitante. Desde mi posición tras la caja, vi la ventana situada sobre el fregadero oscurecerse gradualmente a causa de las partículas negras en movimiento. Daba la impresión de que hubiera una tormenta de arena. El interior del edificio quedó a oscuras. Una oscuridad sorprendente.

Bajo el fregadero, David Brooks empezó a gemir. Charley le tapó la boca con la mano. Miraron hacia arriba pese a que el fregadero les impedía ver la ventana.

Y de pronto el enjambre desapareció de la ventana tan deprisa como había llegado. El sol volvió a entrar.

Nadie se movió.

Esperamos.

Instantes después la ventana de la pared oeste se oscureció del mismo modo. Me pregunté por qué no entraba el enjambre. No era una ventana hermética. Las nanopartículas podían penetrar por los resquicios sin dificultad. Pero en apariencia ni siquiera lo intentaban.

Quizá en eso el aprendizaje en red nos favorecía. Quizá por su experiencia en el laboratorio los enjambres habían concluido que las puertas y las ventanas eran impermeables. Tal vez por eso no lo intentaban.

La idea me permitió albergar esperanzas y eso me sirvió para contrarrestar el dolor de las rodillas.

La ventana oeste seguía oscurecida cuando la ventana norte volvió a oscurecerse. Dos enjambres inspeccionaban el interior simultáneamente. Ricky había dicho que venían tres hacia el edificio. No había mencionado el cuarto. Me pregunté dónde estaba el tercero. Lo supe al cabo de un momento.

Como una silenciosa niebla negra, las partículas empezaron a entrar por debajo de la puerta oeste. Pronto entraron más partículas, todas por el marco de la puerta. Dentro, las partículas parecían girar y arremolinarse sin rumbo, pero sabía que se reorganizarían en cuestión de segundos.

En ese momento vi penetrar más partículas a través de los resquicios de la ventana norte, y aún más partículas descendieron por las bocas del aire acondicionado.

No tenía sentido seguir esperando. Me puse en pie y abandoné mi escondite. Grité a los demás para que salieran de los suyos.

—¡Formad en dos filas!

Charley agarró el atomizador y se colocó en la fila, gruñendo:

—¿Qué posibilidades crees que tenemos?

—No las tendremos mejores —contesté—. ¡Las reglas de Reynolds! Poneos en fila y quedaos junto a mí. Vamos, ahora. A no ser por el miedo, quizá nos habríamos sentido ridículos, moviéndonos de un lado a otro de la sala en un apretado grupo e intentando coordinar nuestros movimientos, intentando imitar una bandada de alas. El corazón me latía con fuerza. Me zumbaban los oídos. Era difícil concentrarse en el paso. Sabía que nos movíamos con torpeza, pero mejoramos rápidamente. Cuando llegábamos a una pared, nos dábamos media vuelta y, moviéndonos al unísono, seguíamos caminando en dirección contraria. Empecé a agitar los brazos y dar palmadas a cada paso. Los otros hicieron lo mismo. Eso nos permitió ganar coordinación y todos intentamos vencer el terror. Como Mae dijo más tarde, «parecía aerobic del infierno».

Continuamente veíamos entrar nanopartículas negras a través de las grietas de puertas y ventanas. Aquello pareció prolongarse durante mucho rato, pero probablemente no fueron más de treinta o cuarenta segundos. Pronto una especie de niebla indiferenciada llenó la sala. Sentí alfilerazos por todo el cuerpo, y sin duda los otros los sentían también. David empezó a gemir otra vez, pero Rosie, a su lado, lo alentaba y lo instaba a conservar la calma.

De pronto, con sorprendente velocidad, la niebla se disipó, agrupándose las partículas en dos columnas perfectamente formadas que se colocaron frente a nosotros ascendiendo y descendiendo en ondas oscuras.

Vistos de tan cerca, los enjambres producían una inconfundible sensación de amenaza, casi malevolencia. El sonido grave y palpitante era claramente audible, pero de manera intermitente se oía también un furioso silbido, como el de una serpiente.

Pero no nos atacaron. Tal como esperaba, las deficiencias del programa actuaron a nuestro favor. Enfrentados a un grupo de presas coordinadas, aquellos depredadores se amilanaron. No hicieron nada.

Al menos de momento. Entre palmada y palmada, Charley dijo:

—¡Parece mentira!… ¡Esta gilipollez… da resultado!

—Sí, pero quizá… no por mucho tiempo —dije. Me preocupaba cuánto tardaría David en perder el control. Y me preocupaban los enjambres. No sabía cuánto tiempo permanecerían allí antes de adoptar un nuevo comportamiento—. Propongo que vayamos… hacia la puerta delantera… y salgamos de aquí.

Después de llegar a la pared y dar media vuelta, avanzamos en un leve ángulo hacia la otra sala. Dando palmadas y marcando el paso al unísono, nos alejamos de los enjambres, que nos siguieron con su grave zumbido.

—Y si salimos…, ¿qué hacemos? —preguntó David, gimoteando. Le costaba mantener sincronizados sus movimientos con el resto de nosotros. En su pánico, tropezaba una y otra vez. Sudaba y parpadeaba rápidamente.

—Continuaremos así…, en bandada…, hacia el laboratorio… y entraremos… ¿Estás dispuesto a intentarlo?

—Dios mío —gimió—. Es muy lejos… no sé si…

Dio otro traspié y casi perdió el equilibrio. Y dejó de dar palmadas. Casi palpaba su terror, su abrumador deseo de huir.

—David, sigue con nosotros… si te vas tú solo… no lo conseguirás… ¿me escuchas?

—No sé… Jack… no sé si puedo…

Volvió a tropezar, chocó con Rosie, que cayó contra Charley; este la sujetó y la ayudó a mantenerse en pie. Pero la bandada se había desordenado por un momento, había perdido la coordinación.

De inmediato los enjambres adquirieron una apariencia más densa y negra, enroscándose y tensándose, como si estuvieran listos para atacar. Oí maldecir a Charley en susurros, y por un instante pensé que tenía razón y todo había terminado.

Pero recuperamos el ritmo y de inmediato los enjambres se elevaron, volvieron a la normalidad. La densa negrura se desvaneció. Reanudaron su uniforme palpitar. Nos siguieron a la sala contigua. Pero no atacaron. Estábamos a unos siete metros de la puerta delantera, la misma por la que habíamos entrado. Empecé a sentir optimismo. Por primera vez pensé que teníamos verdaderas posibilidades.

Y entonces, en un instante, todo se fue al infierno.

David Brooks de pronto se separó del grupo.

Estábamos más allá de media sala y a punto de rodear las estanterías del centro, cuando David se dio media vuelta, corrió entre los dos enjambres y los dejó atrás, en dirección a la puerta trasera.

Los enjambres se arremolinaron al instante y salieron tras él.

Rosie le pidió a gritos que volviera, pero David tenía puesta toda su atención en la puerta. Los enjambres lo persiguieron con sorprendente velocidad. David casi había llegado a la puerta, tendía ya la mano hacia el tirador, cuando un enjambre descendió y se extendió por el suelo frente a él, ennegreciéndolo.

Other books

Jeannie Watt by A Difficult Woman
A Shred of Evidence by Jill McGown
Flight of the Eagles by Gilbert L. Morris
The Guardian Stones by Eric Reed
Waking the Dead by Kylie Brant